Miguel Tornquist

Ladrón de cerezas


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deliciosa, como la del cachorro que gruñe frente a la propia imagen que le devuelve el espejo.

      —Parece que sí —dijo ofuscada Septiembre.

      —Hay ejercicios para corregirlo. La erre es una consonante alveolar, cuyo sonido se consigue haciendo vibrar la punta de la lengua contra el paladar. —En ese momento Rufino estiró enormemente la boca y pronunció la vibrante suave “rrrr” y la vibrante múltiple fuerte “rrrrrrrrrrrrrrrrrrr”.

      Incrédula del espectáculo al que estaba asistiendo sin haber sido invitada, se incorporó de un salto y lo invitó a retirarse de su despacho.

      —Aún nos quedan unos pocos minutos antes de finalizar nuestra entrevista —dijo Rufino sin comprender semejante desplante.

      —Cuando una oye barbaridades así realmente no vale la pena seguir hablando —lo amonestó Septiembre por lo que sentía como una ofensa personal.

      Rufino era un hombre repleto de buenas intenciones y convencido de haber actuado correctamente. Resignado se incorporó cansinamente de la silla alzando vagamente sus hombros y emprendió una lenta retirada.

      Pero antes de marcharse, advirtió movimientos extraños a sus espaldas. La competencia de haber sobrevivido a dos hermanos varones durante tantos años convirtieron a Septiembre en una rea descomunal que no se amedrentaba fácilmente ante semejante atrevimiento de un desconocido. Haciendo gala de una inigualable destreza proveniente de sus años de gimnasta artística, inclinó su cuerpo ciento ochenta grados, afirmó su pierna izquierda en el suelo, remontó apenas unos centímetros del piso su pie derecho, y a la velocidad de un rayo giró su cuerpo y le estrelló una terrible patada en el culo a Rufino que por lógico efecto de la física cuántica salió despedido hacia adelante confirmando las irrefutables leyes de Newton.

      Ante semejante descaro, Rufino posó su dedo índice en la sien y lo hizo girar reiteradamente de izquierda a derecha siguiendo el movimiento de las manecillas del reloj.

      En eso andaban cuando intempestivamente Salvaje Arregui asomó su figura por el despacho de Septiembre.

      —No tenía dudas de que ustedes dos iban a llevarse de maravillas —ironizó Salvaje sin comprender lo que realmente estaba sucediendo. Intercediendo entre las reclamaciones de Septiembre y la incredulidad de Rufino, logró poner paños fríos al asunto y mantuvo la puerta entornada para un próximo encuentro.

      Al otro día los tres coincidieron en el despacho de Septiembre que se apersonó con un vestido gris tan corto como un electroshock catatónico que produjo en Rufino una demencia momentánea, una especie de convulsión esquizofrénica que sacudió hasta los bronces de la mismísima Real Academia Española que no pudo encontrar entre las veintisiete letras del alfabeto una sola combinación que le hiciera justicia a semejantes piernas.

      En cambio, Rufino vestía la misma ropa que el día anterior.

      —Parece que mudar de ropa no es un tema prioritario en tu agenda —observó Septiembre como quien quiere la cosa.

      —Lo que pasa es que me encariño con la ropa —respondió Rufino mientras se acariciaba la manga de la camisa.

      —¿Por qué mejor no te encariñás con la gente? —ironizó Septiembre, que era lo más parecido a un diamante arrabalero tallado con años de cara sucia y zapatillas desatadas en lugar del surco del disco giratorio.

      —Tal vez sea porque la ropa no acostumbra a meterme patadas en el culo.

      —Bien merecido lo tenías —rezongó Septiembre.

      —El dolor todavía me dura, che —protestó Rufino mientras se pasaba la mano por el reverso del pantalón.

      —Y bueno, era medio duro de tragar lo que me dijiste.

      —Tampoco descubrimos la pólvora. Andás por la vida arrastrando la erre. ¿Acaso tiene algo de malo? Pero no te creas que la próxima vez me voy a dejar achurar así nomás.

      —No te vengas a hacer el compadrito conmigo —lo inquirió Septiembre.

      —Qué tal si damos por concluido el episodio y nos concentramos en la elección a presidenta de la nación que tenemos a la vuelta de la esquina —dijo Salvaje quitándoles los guantes a los boxeadores evidentemente predispuestos a medirse en un segundo asalto.

      —Me parece lo más razonable —coincidió Septiembre, tirando la toalla. A tan pocos días de la elección las encuestas me muestran cada vez más lejos de Jalid Donig. ¿Qué pensás sobre lo que está sucediendo?

      —No pienso nada —respondió Rufino con el tono del deseo sexual abúlico de un nonagenario.

      —A ver si agitamos el fuego para que salten algunas chispas… —ironizó Septiembre.

      —Es que ya no hay chances de que salgas electa, al menos en estas elecciones —sentenció Rufino con la misma calma de un león acechado por conejos.

      —Septiembre aún puede revertir la situación —mintió Salvaje.

      —Contate otro —dijo Rufino.

      Septiembre quiso soltar un insulto de su boca, pero lo reprimió. Salvaje ya le había anticipado sobre la inexistencia de estímulos y emociones de Rufino que lo conducían a manifestarse sin filtro, como las cápsulas de aluminio del Nescafé.

      —¡Qué te hace pensar que estás en lo cierto! —lo desafió Septiembre.

      —No hay que darle más vueltas al asunto. Ya no queda tiempo suficiente para revertir la elección. Para colmo de males, tampoco tu campaña es algo como para alquilar balcones, digamos. A veces, la estrategia más efectiva es retirarse a tiempo y rearmarse para una próxima batalla.

      —Ya que nos encontramos frente al Nostradamus del siglo veintiuno —dijo sarcásticamente Septiembre—. ¿Qué debo hacer para revertir la elección?

      —Soy incapaz de saberlo.

      —Justamente te pagamos por saberlo —se ofuscó Septiembre.

      —Salvaje me pagó por saberlo, vos no. Tiempo atrás tuvo el coraje de apostar a la teoría de los arquetipos mientras tus asesores en comunicación se doblaban de risa por la estrambótica ocurrencia de apostar por algo nuevo. Sin embargo, hoy Salvaje se encuentra prácticamente en un empate técnico con Micaela Dorado, mientras vos te alejás cada vez más de la posibilidad de convertirte en presidenta. Disculpá la sinceridad.

      Septiembre sangraba por la herida cada vez que Rufino abría la boca.

      —Te hago una pregunta antes de que la desolación me invada —mencionó Septiembre.

      —Adelante.

      —¿Qué diferencia a los arquetipos de los estereotipos?

      —Una pregunta digna de una persona cuya inteligencia se esconde detrás de la presunción —la premió Rufino—. La gran mayoría de la gente de negocios desconoce el poder de los arquetipos porque piensan en segmentación de mercado y cometen el error de reducir un arquetipo a un estereotipo que limita a las personas y las encapsula: todas las rubias son tontas; todos los políticos roban; todos los buenos estudiantes son nerds; todos los negros son buenos deportistas; todos los ricos son prepotentes; todos los ancianos son sabios. Y así podría continuar indefinidamente estereotipando patrones de conducta humanos. Sin embargo, yo les pondría un signo de interrogación a cada una de estas afirmaciones. ¿Realmente creés que todos los negros son buenos deportistas?

      Septiembre negó con la cabeza.

      —Algunos negros son buenos deportistas y otros son pésimos deportistas. ¿Todas las rubias son tontas? ¿De verdad alguien puede pensar eso? ¿Todos los políticos roban? Creo estar sentado frente a dos políticos que desafían esa afirmación. El estereotipo segmenta, el arquetipo incluye; esa sea tal vez la gran diferencia. El arquetipo no discrimina, sino que iguala. Tus asesores en comunicación te convirtieron en un estereotipo. Es evidente que no están convencidos de que puedas ganar la elección. Seguramente tengan buenas intenciones, pero con buenas intenciones