Miguel Tornquist

Ladrón de cerezas


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se apagaba detrás de sus espaldas.

      El búnker del Partido Popular se debatía entre una mezcla de algarabía por la consolidación del poder en casi todo el país y desazón por la impensada derrota en la provincia de Buenos Aires de Micaela Dorado. La convivencia política entre Jalid y Salvaje sería de todo menos sencilla, pero no quedaba otra alternativa que enfrentarla. A su vez, Micaela Dorado se arrastraba aturdida, apabullada, sin lograr comprender cómo se le había escapado el bacalao que ya estaba siendo condimentado dentro de la sartén y a punto de ser engullido. Un impresentable pescador, un don nadie le había birlado la gobernación más importante del país y la había precipitado al fondo del mar. ¿Cuál había sido su fórmula? ¿Cómo había convencido al electorado para que lo eligieran por encima de ella? Ese ignoto explorador de invernadero le había arrebatado lo único por lo que había luchado tanto como para taparse la nariz y prestarse a la repulsiva tarea de dejarse embelesar por la comisura de montículos de baba de Jalid. Lo único destacable en su mente retorcida giraba en torno a la consolidación del poder del Partido Popular que le garantizaban la continuidad en su carrera política.

      En esas elucubraciones andaba cuando las puertas del búnker se abrieron de par en par y la figura rechoncha de Jalid hurgándose la nariz y soplando bronca por las orejas se reconoció elípticamente por el roce de la carne rolliza que se atascaba al contacto de los bordes de la puerta. Micaela se derrumbó en sus brazos, de la misma manera que se despeñaron sus votos en la provincia, aguardando por una conjunción de gestos de confraternidad, un entramado de cabeza en el hombro y mano paseándose por el pelo que la contuviera y la absolviera de la responsabilidad de haberse permitido ultrajar por un farsante que la inhalaba como al humo de su pipa y la expulsaba de sus pulmones por la articulación de la ventana. Era la ambigüedad adoctrinada, la algarabía y el desconsuelo resumidos en un solo abrazo, en una sola fusión al calor de aleaciones metálicas que Jalid se empeñó en reprimir a empellones alejándola de él, agitando el aire con ambas manos para disipar el humo de la pipa y disgregando las aleaciones metálicas bajo la técnica precisa del enfriamiento.

      —Te felicito, mi amor —dijo con modestia Micaela, visiblemente afectada por el breve empujón que la había arrojado a miles de kilómetros de distancia de lo que debería considerarse algo parecido al amor.

      —¡Lamento no poder decir lo mismo! —la reprendió Jalid, consumiéndola como a un plástico que se retuerce al calor extremo y desprende efectos tóxicos de gases en combustión—. Nos has deshonrado, te has convertido en la vergüenza del partido, en la única candidata derrotada en su provincia. Y no en cualquier provincia, en la más importante del país, la más poblada, la más rica y promisoria. Para peor fuiste víctima de un viejo anticuario que reacondicionó su fachada y ofrecía sus trastos y sus cacharros al mejor postor como si fuera una moderna tienda de Apple.

      —¡Intenté alertarte de que algo inexplicable estaba sucediendo con la campaña de Salvaje! ¡Te lo advertí y no me escuchaste! —se lamentó Micaela absolutamente alterada y en estado de shock.

      —Esto me sucede por pensar que la rendija de las urnas de cartón y las de la carne deberían retroalimentarse entre sí —balbuceó Jalid.

      Micaela se apretó las manos contra la cara y soltó un llanto espasmódico que convulsionó el difuso límite entre lo que se puede dejar pasar y lo que no tiene vuelta atrás.

      —No malgastes tus lágrimas conmigo —sentenció Jalid.

      —Tal vez haya sido lo más inteligente que te escuché decir en años —lo incriminó Micaela entre sollozos mientras se sacaba el asco que tantos años de Jalid le habían producido.

      —No acepto perdedoras en mi partido, mucho menos en mi cama. De ambas debés retirarte en este preciso instante —sentenció Jalid con la frialdad de un depósito de cadáveres que aguarda al médico forense dispuesto a practicarles la autopsia.

      Micaela se encontraba aletargada, como adormecida. Las palabras de Jalid le habían anestesiado el cuerpo mientras experimentaba una especie de flotación de limbo doctrinal que pergeñaba su alma desde arriba, pero en una dimensión diferente de gestos despectivos y descalificaciones que provenían de la boca de la persona que supuestamente la debía alentar. ¿Cómo era posible que se hubiera equivocado tanto con ese rufián? Aunque tal vez era momento de quitarse la careta y reconocer que ambos estaban hechos de la misma madera. Había intentado engañar a la pasión con luces apagadas, al amor con conveniencia política. Como si el amor pudiera moldearse con alquitrán o con agregados de arcilla que cambian de forma hasta convertirse en vasijas de cerámica incapaces de retener el líquido por estar desprovistas justamente del pedazo de arcilla que debía obstruir el orificio de salida. Debía acostumbrarse a seguir siendo el amor de nadie y el juguete de todos.

      Al despabilar su aturdimiento, un cataclismo de proporciones extraplanetarias se apoderó de ella, le aplastó la cara de un cachetazo y lo eyaculó de su vida para siempre.

      En su primer día como gobernador electo de la provincia de Buenos Aires, Salvaje convocó a Rufino a su nuevo despacho en la ciudad de La Plata, más conocida como la ciudad de las diagonales, no tanto por lo complejo que puede resultar extraviarse entre tantas ve cortas y equis entrelazadas, sino por lo sencillo que puede resultar perder el rumbo y acertar el camino equivocado.

      Rufino no alcanzaba a comprender lo que veía. Salvaje lo recibió convertido en un fragmento decorativo del expedicionario que supo ser. Una especie de metal corroído recubierto por una pintura sintética de base acuosa que no ataca la enfermedad, sino que la cubre momentáneamente hasta que tarde o temprano el óxido arremete contra la pintura. Para peor se descalzó las zapatillas, se arrancó la informalidad, se despegó sus pantalones erosionados por las inclemencias del tiempo y los encestó haciendo triple en la pieza del fondo, en esa parte de la casa de memoria frágil.

      El nuevo expedicionario escalaba un volcán en erupción vestido de saco, corbata, y mocasines de charol de ala ancha con una hebilla plateada que lo encandilaba y no le permitía ver con claridad a la persona en la que se había convertido. Aquel atuendo no parecía el adecuado para llevar la embarcación hacia aguas menos turbulentas. Su barba blanca y su extensa melena se habían ido de excursión sin él y yacían olvidadas en el desagüe de algún depósito de baño y encarpetadas en vinilo como una obra de colección.

      —No tengo más que palabras de agradecimiento, Rufino —dijo Salvaje—. Sin un buen envase no me hubiera convertido en gobernador.

      —Envase que acabás de reemplazar por uno más del montón —se sinceró Rufino descargándole un botellazo de ira en la cabeza.

      —Ah, veo que tus ojos te sirven para diferenciar al candidato del gobernador —manifestó Salvaje sin retroceder un ápice en su disposición de convertirse nuevamente en un pez ahogándose en el mar—. Me parece que ha llegado el momento de verter el contenido del producto en un envase más prudente. Un gobernador debe parecer gobernador, no debe parecer un hombre común y silvestre; debe cuidar las formas y adecuarse al sistema. Ya es hora de bajar al expedicionario del bote y subir al ejecutivo al transatlántico.

      —La gente votó la agilidad del bote para virar y cambiar rápidamente de dirección y no la lentitud del transatlántico incapaz de maniobrar con la suficiente velocidad para eludir un iceberg —lo reprendió Rufino.

      —En un transatlántico se viaja mejor y se llega más lejos.

      —Salvaje, hasta aquí te trajeron tus zapatillas desgastadas y tu camisa leñadora que arremetió con un hachazo en las urnas y le gritó en la cara a Micaela Dorado: “fueraaa, abajooo”, y encima con la fortuna deliberada de que el árbol seccionado golpeó de lleno contra el ego de Jalid. Todos sabemos lo difícil que es mantenerse en el poder. Ahora más que nunca debés reconciliarte con el expedicionario que hay en vos. No te seas infiel a vos mismo, no cometas semejante sacrilegio.

      —Por una vez en la vida deberías ponerte en mis zapatos y entender que un gobernador no puede andar derrapando por la vida.

      —¿Cómo me voy a poner en tus zapatos cuando deberías andar en patas pisando caracoles en la arena?

      —En patas uno