Miguel Tornquist

Ladrón de cerezas


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desafió Salvaje de una manera esquiva, aunque ya sin relojear las agujas del reloj.

      —No es momento de arrepentimientos, tal vez la charla te resulte sustancialmente tolerable.

      —Espero llevarme algún aprendizaje de esta jornada.

      —No vas a perder el tiempo conmigo, che.

      —Si lo que tenés para decir es tan malo como tu actuación de bailarín de malambo mata hormigas te voy a echar a patadas en el culo de mi oficina.

      —Vos sí que tenés un don especial para motivar a la gente, hermano.

      Salvaje se rascaba la cabeza sin lograr comprender si se encontraba frente a un hombre desquiciado o a un puto genio.

      —Estuve investigando acerca de tu trabajo, consulté con algunos colegas. ¿No te habrás imaginado que iba a quedarme únicamente con la opinión subjetiva de Robinson?

      —Ahí vamos… —dijo resoplando Rufino.

      —Y lo que escuché no fue justamente la Quinta sinfonía de Beethoven.

      —Bueno, pero si estoy aquí parado frente a vos al menos habrás escuchado algo parecido a una serenata.

      —Digamos, más bien un corito de niños.

      —Ideas que se hace la gente nomás…

      —Veo que le das una importancia relativa a lo que las personas piensan de vos.

      —Depende de qué personas. Respeto la opinión de aquella gente que valoro. ¿Pero qué sentido tiene hacerse mala sangre por lo puedan pensar personas que no te merecen ningún respeto? Que hablen de mí es lo importante; bien o mal me tiene sin cuidado.

      Salvaje estiró sus huesos en su mullido sillón color ocre, se sirvió un Johnny Walker etiqueta azul, e invitó a Rufino a acompañarlo.

      —¿Sabés cuál es el motivo por el que estás aquí sentado? —preguntó Salvaje.

      —Puedo imaginarlo —contestó Rufino.

      —A ver…

      —En las dos últimas elecciones a gobernador de la provincia de Buenos Aires fuiste derrotado por candidatos del Partido Popular que no te ataban ni los cordones. Es evidente que andás necesitando una estrategia de comunicación que, de un plumerazo, remueva las telarañas que cuelgan de tu autorretrato y permita de una vez por todas que el marco de metal se exhiba, inmaculado, en la parte de arriba del escaparate. Perdoná la franqueza.

      A Salvaje le dieron unas ganas locas de cagarlo a trompadas, pero de alguna manera lo cautivaba la palabra descarnada, el relato desnudo, el caldo desabrido de un hombre incapaz de sazonar la sopa. La contraposición entre un discurso atrozmente demoledor y una personalidad inexorablemente vacilante impulsó a Salvaje a apoyar cómodamente el culo en el sillón.

      —¿Qué pensás de mi campaña publicitaria?

      —No pienso en tu campaña publicitaria, ese es justamente el problema.

      —¿Al menos tendrás algún recuerdo?

      —Lo que recuerdo es que era un reverendo bodrio; algo así como ir a misa un martes a la mañana o escuchar la cátedra de un epidemiólogo en un congreso en Copenhague —se aventuró Rufino caminando descalzo entre brasas calientes—. Al menos te reconozco la monumental contribución de lagañas pegajosas secretadas por el aparato lagrimal de involuntarios testigos de semejante suplicio.

      No había atisbo de maldad en las palabras de Rufino. Era consciente de que había sido convocado para remover las cenizas de los ojos de Salvaje y aportar un nuevo punto de vista que lo impulsara a convertirse finalmente en gobernador de la provincia de Buenos Aires, y lo habilitara a él a recibir una buena paga por ello. Un simple intercambio comercial, nada más. No lo inquietaba trabar relación personal con él.

      —Puedo comprobar que vas al hueso y sin anestesia —se ofuscó Salvaje.

      —Es que de esa falta de originalidad no podía salir nada bueno —dobló la apuesta Rufino—. Tus asesores en comunicación te ofrecían al mejor postor, no te mostraban a cara lavada ni reflejaban la verdadera personalidad abandonada que tu mamá mecía en la cuna. Te exhibían como la joya de la abuela, el príncipe de fábula, el marido perfecto: intachable, prodigioso, conservado en formol. ¿Pero sabés lo que pasa? Las personas son imperfectas, defectuosas, incompletas. Carecen de lo que presumen tener. Se inclinan por las muñecas de trapo a las de porcelana, los almacenes de barrio a las grandes tiendas comerciales, los perros callejeros a los huskies siberianos. No se reconocen en los príncipes de cartón de urna que les refriegan en la cara su linaje y su virtud aristocrática. Hombres de cera que no se despeinan si una mujer los cachetea. Parece que no cagan ni salpican la tapa del inodoro al mear. La gente vota candidatos de carne y hueso, tipos que alguna vez se hayan cagado a trompadas en un bar o no se hayan podido mantener en pie por efectos del alcohol.

      A lo mejor valía la pena asomarse por el cristal del vaso de whisky y escuchar lo que este tipo tenía para decir, pensó Salvaje.

      —“Por una educación más justa y equitativa, vote a Salvaje Arregui” —dijo Rufino—. Guau, qué original concepto de campaña. ¡A ustedes sí que les brilla la bombilla en el mate! “Más trabajo y menos desempleo”, a-lu-ci-nan-te razonamiento económico. ¡Mamita, qué salto al vacío!

      En el preciso instante en que Rufino se incorporaba e interpretaba a capela un irónico aplauso de manos estrellándose repetidamente una contra la otra al grito de “bravo”, “bravísimo”, “bravo”, Salvaje se precipitó entre mandarlo al carajo o lanzarle el vaso de whisky en medio de la trompa, pero lo intimidaba la contextura física de Rufino y la caprichosa incoherencia de un hombre que pasaba de la genialidad a la estupidez en un abrir y cerrar de ojos. Las palabras que salían a borbotones de su boca le adormecían el ego, le zamarreaban el yo, el superyó, el ello y vaya a saber qué otro concepto fundamental freudiano.

      —“Ciudadanos libres y delincuentes presos”, qué concepción tan perspicaz sobre seguridad —continuó Rufino—. ¿Qué persona en su sano juicio podría no estar de acuerdo con semejante afirmación? Me tomo la libertad de decirte qué, si la campaña te la hicieron gratis, te salió tan cara como haber perdido la elección.

      —¿Este tipo entiende que yo estoy sentado frente a él? —se preguntó en voz alta Salvaje dirigiéndose vaya uno saber a quién.

      Rufino cabeceó en varias direcciones en busca del destinatario del mensaje, pero se sobresaltó al notar que solamente ellos dos se encontraban en la sala. Lo alucinó el descubrimiento de que tal vez Salvaje estaba loco como una cabra.

      —¿A quién le hablas vos, che? —quiso saber Rufino.

      Salvaje prefirió ahorrarse el adoctrinamiento.

      —Lo que ocurre es que la gente busca candidatos con ideas previsibles —afirmó Salvaje.

      —Sí y no —concedió Rufino—. Las ideas previsibles nos trajeron hasta acá. Hoy lo que la gente busca es un candidato imprevisible que se anime a romper con el típico “sálvese quien pueda” argentino y nos regale un par de binoculares que nos permitan adentrarnos al horizonte que se encuentra más allá de los próximos cuatro años. Un estadista que haga pedazos el nefasto cortoplacismo argentino. De una vez por todas y para siempre debés tomar el toro por las astas y atreverte a poner en tela de juicio todo lo que te hizo llegar hasta acá, incluyendo esta conversación conmigo. ¿Nunca te cansás de no ser vos mismo?

      —No sé. Nunca me lo pregunté.

      —¿No te cansás de no hacerte ninguna pregunta? ¿No te cansás de andar por la vida en piloto automático?

      —En piloto automático también se llega a destino —lo contradijo Salvaje.

      —Sí, pero en zona de turbulencia, en lugar de un robot, los pasajeros suplican por las manos firmes de un piloto que tenga tanto para perder como ellos en caso de accidente —aseveró Rufino.

      —¿Y