Miguel Tornquist

Ladrón de cerezas


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por el centro. Nada admiraba más que la belleza del sexo opuesto (le costaba entender el motivo por el que a aparatos sexuales tan equivalentes se los consideraba opuestos). Quizás por esa razón jamás consideró la posibilidad de convertirse en farero en una isla desierta.

      Al perderse lo hacía a lo grande entre laberintos de uñas esculpidas, delineadores de labios, perfumes de magnesio y máscaras de pestañas que decoraban la desilusión como única puerta de salida. No se vanagloriaba por actuar de esa manera, pero no lo podía evitar. Era más fuerte que él. Respetaba ese noble quijotismo de un séquito de mujeres que aún guardaban las esperanzas de convertirlo en un hombre desprovisto de restos de maquillaje y filamentos de perfumes. Un retrato de familia que pudiera detener el péndulo justo a la mitad. Su diccionario no incluía palabras rimbombantes ni lenguaje frondoso. Esas páginas habían sido arrancadas a cachetazos y esparcidas como el polvo volátil soplado por el viento. Aunque era justo reconocer que su conducta estaba provista de una hidalguía de caballero romano. Consciente de sus limitaciones amorosas, se comportaba de manera opuesta a lo que una mujer esperaría de un hombre que pretende seducirla. Con la honestidad del último deseo del hombre condenado a la horca, se esforzaba por espantarlas de su presencia mostrándose como lo que realmente era: un ser sin capacidad de amar, desprovisto de sentimientos y ajeno al sufrimiento ajeno. Un espécimen de mariposa disecada sujetada por un alfiler sobre una espuma rígida para su exhibición, pero no para su uso. Era de suponer que muchas mujeres se sintieran atraídas por un hombre repelente, ya que buscando espantarlas no hacía más que atraerlas. No actuaba premeditadamente, sino con la inconmensurable decencia de un asesino que intenta escapar de sus oscuros pensamientos mientras sus víctimas lo corren de atrás.

      El encuentro se llevó a cabo en las oficinas de Salvaje Arregui, en la cogotudísima avenida Alvear de la ciudad de Buenos Aires, un viernes cualquiera de un mes cualquiera.

      Al relojear como de pasada por la hendidura de luz que se formaba entre el marco de la puerta y el surco de la pared, Salvaje se sobresaltó al observar a un hombre de unos cincuenta años, vomitivamente atractivo, de unos noventa kilos bien distribuidos en 1,87 metros de altura de un cuerpo impúdicamente perturbador; agonizantes cabellos negros sobreviviendo entre un litigio de canas blancas y enruladas tan complejos e indescifrables como una novela de Kafka.

      Lo examinó de arriba abajo: barba descuidada, ojos apagados, y un puñado de arrugas escondidas que develaban a un hombre de sonrisa evasiva y gesto adusto. Su modo de vestir era austero, casi desinteresado: jeans gastados, zapatillas al tono y una remera blanca clásica que contrastaba con la formalidad y elegancia del lugar. La apariencia impoluta de sus oficinas y el vocabulario prudente de todos los que allí trabajaban generaban un contraste imposible de ocultar ante el ignoto visitante. Un publicista desvariado, un sapo de otro pozo que saltaba de estanque en estanque en busca de algo de mosca. Se estrecharon las manos con la confianza que un ladrillo le tiene a una masa y pasaron a la sala de reuniones.

      Rufino era un hombre de una timidez crónica, casi patológica, que generaba un enorme contraste con su agigantada figura. Ante la presencia de desconocidos lo atacaba una sensación de sofocación y abarrotamiento de cientos de músculos del cuerpo, especialmente aquellos situados en la mandíbula y el cuello que se apretaban en espacios reducidos y le imposibilitaban expresar algún tipo de emoción más allá de la angustia. Enmudeció ante la presencia del candidato a gobernador de la provincia de Buenos Aires y se apichonó de tal manera que involuntariamente comenzó a balbucear, a transpirar las manos, a entrecortar la respiración y a acelerar la frecuencia cardíaca. Este tipo de perturbaciones eran habituales en él, que de cuando en cuando recurría a ansiolíticos para mitigar el tormento que le generaba la presencia de extraños de su misma especie, especialmente cuando se trataba de hombres de poder.

      Como era de suponer, nunca se sintió miembro activo de la familia Homo sapiens; más bien se sentía el eslabón perdido, el apéndice que constituye parte del cuerpo humano, pero nadie comprende precisamente su función. Parecía como si lo hubieran aplazado en antropología.

      En contrapartida, se sentía infinitamente más cómodo entre animales, o niños, o ante la presencia de sus pares: un cactus, una piedra, o una lata, probablemente porque no se sentía interpelado por ellos y mucho menos juzgado. La absoluta confianza que le manaba por los poros ante la presencia de una mujer se deshilachaba a pedazos ante la presencia de un hombre. Al enfrentarse cara a cara con Salvaje no logró sostenerle la mirada, escondió las manos en los bolsillos, y sus ojos se clavaron en un piso de eucalipto blanco con vetas infinitas recién lustrado que le minaban aún más su poca confianza.

      Me cago en Robinson que me recomendó entrevistarme con semejante espécimen, pensó Salvaje mientras intentaba acelerar, de alguna manera metafísica, las agujas del reloj de cola situadas en el vértice contiguo a la puerta de entrada. Se había convencido de que los próximos minutos de su vida no quedarían registrados en el museo de la Acrópolis, aunque, tal vez sí en el museo de las cosas olvidadas.

      —¿Muchas hormigas? —ironizó Salvaje tirándole un salvavidas de plomo a su inconmensurable timidez.

      Mientras los ojos de Rufino continuaban perdidos en el piso buscando vaya a saber qué, sigilosamente y de un leve impulso ascendente, elevó su pie derecho hasta alcanzar la altura de la botamanga izquierda; en busca de equilibrio extendió ambos brazos de manera perpendicular al cuerpo y se mantuvo inmóvil y en absoluto silencio evitando alertar a las hormigas de la inminente contingencia y facilitarles así su huida. Con desmedido esfuerzo elevó aún más su pie derecho hasta alcanzar la altura rotuliana de su homónima izquierda, y manteniendo la vertical en su pie izquierdo, dejó caer su homónimo derecho a una velocidad y violencia inusitadas y lo estrelló intempestivamente contra una porción del piso de eucalipto blanco con vetas infinitas recién lustrado que se quejó de semejante destrato y rechinó ante la indecencia del visitante. Al coincidir nuevamente con sus dos pies en el piso repitió el mismo proceso, pero esta vez de manera inversa; elevando su pie izquierdo hasta la altura rotuliana de su homónima derecha y dejándolo caer a una velocidad inusitada estrellándolo nuevamente contra otra porción del piso que volvió a quejarse y a rechinar por semejante destrato. Y así sucesivamente durante varios segundos al estilo de un rítmico zapateo americano interrumpido solo por pequeños intervalos de giros de cabeza de izquierda a derecha y de derecha a izquierda acompañados por un “no, no, no” acompasado que inspeccionaban rincones ocultos donde aquellos minúsculos insectos sobrevivientes pudieran haberse dado a la fuga. Se mantenía tan concentrado en su tarea que Salvaje no pudo resistir la tentación de bajar la vista y mirar el piso de eucalipto blanco con vetas infinitas recién lustrado en busca de la plaga de hormigas que supuso, incorrectamente, que deambulaban por allí.

      —¿Muchas hormigas? —replicó Rufino quitándole el plomo al salvavidas de su retraimiento.

      Su enfermiza timidez se prolongaba por breves espacios hasta que finalmente su taquicardia cedía, sus músculos se relajaban, su temblor se aquietaba, su rictus se recomponía y se convertía nuevamente en el depredador de mujeres, pero esta vez de pelo corto y nuez en la garganta. Es que no diferenciaba entre hombre y mujer. Seducía a ambos por igual.

      Al asegurarse de que efectivamente ninguna hormiga hubiera invadido el lugar, Salvaje se sorprendió al comprobar que la delgada línea entre la locura y la genialidad era tan imperceptible como el aleteo de un colibrí (y aun no podía dilucidar de qué lado del chaleco de fuerza se encontraba su entomofóbico amigo).

      —¿De dónde diablos saliste? —preguntó Salvaje abriendo las compuertas del dique para descomprimir la presión.

      —Vine a cumplir el mandato de Robinson.

      —Ahora se me ocurre eso de que hay que confiar más en los enemigos que en los amigos.

      —Mi nombre es Rufino Croda, vos me convocaste, che —dijo monótonamente mientras se acomodaba los huevos en los escrotos y tomaba aire para equilibrar los síntomas del pánico escénico que comenzaban a ceder.

      —Robinson me sugirió hablar con vos, dijo un Salvaje afligidísimo por haberse convertido en protagonista involuntario de una parodia digna del Cirque du Soleil, en el que un ignoto publicitario lo había dejado en ridículo.

      —Como