Olga Rodríguez Cruz

El 68 en el cine mexicano


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de las labores más difíciles fue la reconstrucción de la banda sonora. Afortunadamente Rodolfo Sánchez Alvarado, uno de los técnicos de Radio UNAM, al mismo tiempo profesor de la escuela, consiguió limpiar bastante el material original que se había transmitido por Radio Universidad, acerca de los comunicados del Consejo Nacional de Huelga, y con eso se rehízo la película, que se terminó a finales de 1969.

      El grito se exhibió de manera privada una sola vez, en el condominio de productores, y luego la Universidad temió que fuese una herramienta de agitación. El clima de represión estaba muy fuerte y se decidió reservarla y no mostrarla hasta dos años y medio después.

      Terminado El grito, Leobardo López Arretche tenía un guion para hacer un largometraje, que había titulado El cambio, en el que habíamos trabajado ambos, pero la idea original era suya.

      Como fin de mi trabajo escolar filmé con López Arretche mi primer largometraje en 16 mm, blanco y negro: Crates. Desafortunadamente, Leobardo se suicidó el 19 de julio de 1970, lo que me dejó un poco como en el aire; no pude tocar durante meses la edición de la película. Leobardo era un actor protagónico, pero a principios de 1971 pensé que tenía una deuda moral con él, retomé el guion de El cambio, lo reelaboré con Luis Carrión y entre los dos rehicimos el planteamiento original, respetando el fondo del asunto y el romanticismo de aquellos días de hacer el cine independiente.

      El CUEC nació de alguna manera a espaldas de la industria cinematográfica, porque en aquel tiempo estaba totalmente cerrada, impedía la renovación de cuadros; nosotros pensábamos en el cine como arte o como medio de expresión que no requería del aparato industrial.

      Una vez terminado el guion, en agosto de 1970, inicié la producción en forma muy romántica y apoyado por el Departamento de Actividades Cinematográficas de la UNAM. Éramos cinco personas: el camarógrafo, el asistente de cámara, el sonidista, el jefe de producción y yo. La película se realizó en tres semanas: una semana en México y dos en Tecolutla, prácticamente sin recursos y a la aventura. Los actores principales fueron: Héctor Bonilla, Sergio Jiménez, Ofelia Medina y mi hermana Sofía Joskowicz. Ellos trabajaron con nosotros por un salario simbólico, porque la Universidad no tenía grandes recursos. Raúl Kamffer, egresado del CUEC, nos prestó una cámara de 35 mm; conseguimos una grabadora; los actores nos ayudaban a cargar los reflectores en la playa, no había staff. Fue realmente fue una aventura importante, para demostrar que se podía hacer cine sin el aparato industrial.

      Se trató de la primera película en 35 mm en color que hizo la Universidad. Demostramos que podía lograrse con medios muy reducidos. Al final del rodaje, como anécdota curiosa de las dos semanas que habíamos trabajado en Tecolutla, no nos alcanzaba para pagar la cuenta del hotel, y ahí nos quedamos Tony Kuhn, Oscar Blancarte y yo, mientras se conseguía el dinero, que obviamente no nos pudo mandar la Universidad y que tuvo que enviarnos la familia. Nos quedamos embargados por una semana, hasta que nos dieron el dinero y pudimos regresar a México.

      El cambio representó una metáfora muy modesta de lo que había sucedido en Tlatelolco. Cuando la película estuvo terminada, de antemano sabíamos que la Dirección de Cinematografía seguía al pie de la letra el reglamento de mucho grado de censura sobre el vocabulario en el cine, y para evitar que nos censuraran una «mala palabra», plagamos de groserías todo el celuloide.

      El director de Cinematografía, el licenciado García Borja, nos llamó al maestro González Casanova y mí, y nos dijo que no era posible autorizar la película, ya que en la parte final matan a uno de los personajes y uno de los actores le dice al policía «eres un hijo de tu rechingadísima madre»; eso era lo que más alarmaba. Discutimos alrededor de una hora por esto, pero como detrás estaba el escudo universitario, no se pudo parar la película y finalmente se exhibió comercialmente.

      En los años posteriores al 68 se politizó el cine estudiantil del CUEC. Después las cosas cambiaron; ahora hay una despolitización muy grande entre la juventud, por lo menos entre los estudiantes de las escuelas de cine y de ciencias de la comunicación. Veo a los muchachos muy decepcionados de todos los movimientos políticos, de toda la ideología política. Creo que hay un derrumbe de valores en términos generales, desapareció la confianza en la familia, en la sociedad.

       Jorge de la Rosa

      Anteriormente se habían dado movimientos de maestros, médicos, electricistas, ferrocarrileros, campesinos, todos ellos con demandas justas: el gobierno estaba traicionando el movimiento popular revolucionario agrícola campesino, obrero y magisterial del que había emanado.

      En agosto del 68, Leobardo López Arretche me dijo:

      —Jorge, ¡mataron a estudiantes en el Zócalo, hubo un pleito, hay muertos, heridos, y además los quemaron en el Campo Militar número 1!

      A lo que le contesté:

      —Ustedes los comunistas siempre le dicen mentiras a la gente, no puede haber un gobierno tan criminal que haga eso.

      Al mismo tiempo que empezaba el movimiento del 68, los alumnos del CUEC tomamos el control de la escuela, sacamos cámaras, película y comenzamos a hacer brigadas para filmar. El maestro González Casanova estaba cerca de nosotros. Aparentemente, para muchos, en realidad nos espiaba, quizá estaba en contacto permanente con el Departamento Jurídico de la UNAM, por si pasaba algo en contra nuestra, pero en realidad nos cuidaba, lo demostró al proteger a los estudiantes del CUEC ante la invasión de la Universidad por el ejército.

      Una de las manifestaciones que más recuerdo es la de las antorchas.6 Llegué al Zócalo con Jaime Ponce, me parece que iba también Ramón Placencia, entre otros. La primera barrera que encontramos fue plantearnos desde qué lugar íbamos a hacer la escena, a dónde nos subiríamos. No hallábamos un sitio al que pudiéramos acceder, lo único que mirábamos era el Palacio Nacional, la Catedral y el Departamento del Distrito Federal, y resultaba prácticamente imposible poder entrar a cualquiera de esos lugares. Ante esa sensación de impotencia, me di vuelta y observé un edificio en la calle de Moneda.

      Penetramos en la azotea, y mi primera sorpresa fue avistar a familias que rentaban pequeñas casas de madera. Era un México que no conocía; pero esa fue la menor impresión. De repente, entre la oscuridad salió una señora gorda, dio unos cuantos pasos hacia una reja de palos, que nosotros podíamos abrir y meternos, pero no lo hicimos y nos preguntó:

      —¿Qué quieren?

      —Bueno, queremos filmar a las antorchas que se van a prender allá abajo.

      —No se puede.

      Un señor que me llamó mucho la atención porque traía tirantes, sin saco, con sombrero, se acercó y nos dijo:

      —A ver, muchachos, ¿qué quieren?

      La señora empezó a decir cosas, mas el hombre de tirantes y sombrero continuó:

      —¿Quiénes son ustedes?

      —Somos estudiantes.

      —A ver sus credenciales.

      Yo no la llevaba; los demás sacaron sus credenciales del CUEC.

      —Está bien, los voy a dejar que filmen un minuto. ¿Ven esas almenas que están en el Palacio Nacional? Atrás de cada una de ellas hay un soldado y estamos amenazados, por favor escóndanse.

      —Sí señor, tardaré únicamente 45 segundos.

      Entonces, preparé la cámara, fui inclinándome, medio me escondí, esperé un instante y disparé la cámara haciendo un pequeño paneo. Después pensé que debí haber hecho dos tomas.

      Regresé con los muchachos y les dije: «¡vámonos!» Me entró la paranoia, porque el material que teníamos en nuestras manos era muy valioso.

      Mientras que bajábamos las escaleras, me comentaban:

      —Nos contó el señor que vio desde aquí el momento en el que hirieron y mataron a estudiantes y cómo desde el balcón,