Omar Lares

Hijo `e Tigre


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respeto. Entró a la clase unos minutos antes del horario habitual. Saludó y recorrió la sala para ver nuestros trabajos. Cada uno retomaba lo que había dejado la clase anterior. Yo estaba bastante distraído. Quería dibujar alguna de esas figuras de yeso, me sentía capacitado para hacerlo, pero ese día no podía concentrarme. Intenté trazar algunas rayas, líneas. Borraba seguido. Fijé la vista en el busto que elegí al azar. Cada tanto volvía a la figura que me recordaba a alguien y no conseguía reconocer.

      Me decidí a empezar: «Que salga lo que tenga que salir», pensé, «de última, si no me gusta cómo queda, lo rompo».

      Entró Matilde y fue directa al encuentro de su padre. Le susurró algo en el oído; él se sorprendió. Nos miró a todos y dijo:

      —Chicos, pasó algo importante. Voy a corroborar la noticia y vengo enseguida. Sigan trabajando.

      Desde la calle llegaban ruidos y murmullos desacostumbrados para esa hora de la tarde. Miré por la ventana y no logré distinguir nada especial.

      Nos mirábamos entre nosotros. Algunos hicieron chistes; volaron algunos lápices y bollos de papel.

      Mi rostro no dejaba de mirarme.

      Antonio se demoró en volver, entonces nos dio la noticia:

      —Murió Perón. Es el presidente del país. Suspendemos las clases. Recién con Matilde, avisamos para que los vengan a retirar. Llamamos a sus casas o al vecino en algunos casos.

      No todos teníamos teléfono. Yo tampoco. Mis padres daban el número de doña Emilia, vecina lindera, por alguna urgencia. Me angustié. No sabía si Mamá le había dado a Antonio el número de doña Emilia. No me atreví a preguntar.

      Media hora después, mi abuelo Salvador vino a buscarme. Fuimos directos a casa, en el primer colectivo o autobús que pasó. Cuando llegamos, la familia estaba muy conmocionada. Los televisores, a todo volumen, informaban en cualquier rincón de la casa. Todos estaban pendientes. Mamá y la abuela se habían instalado frente al aparato, en el cuarto de los abuelos. El abuelo entró y fue con ellas. Mi hermano, tirado en el piso de madera pinotea, miraba sin saber qué sucedía. Además, la radio encendida era un fondo difuso. Saludé con un beso, como siempre entre nosotros. Era costumbre de familia que cuando uno entraba, o salía, nos saludábamos de esa forma.

      Papá iba y venía de un lado a otro. Se preparaba para ir a trabajar, mientras prestaba atención a las noticias. Cuando entró, él me observó, se detuvo, se inclinó para darme un beso y me dijo:

      —Hijo… ¡Hoy me acompañás!

      —¡Sí! —exclamé, y me lo quedé mirando. Él me revolvió el cabello medio rubión y me sonrió. Me pareció notar cierta tristeza en su mirada.

      Al rato, cerca de las tres y media de la tarde, papá, el abuelo Salvador y yo nos fuimos a esperar los diarios. Ese día llegaban una hora antes.

      Seguía muy nublado, amenazaba lluvia fuerte. Caminamos a paso lento esas ocho cuadras, hasta toparnos con la puerta del ferrocarril, sobre el paredón de Escalada. Yo los escuchaba a ellos referirse a lo sucedido. Papá llevaba su bicicleta con las dos manos, para acompañar los pasos del abuelo.

      Aún faltaba una cuadra, vimos a los canillitas, que repartían diarios por zonas diferentes a la de papá; esperaban que llegara el camión. Todos suponían que las distribuidoras enviarían más del doble de periódicos que un lunes en circunstancias normales. Era a viva voz que el tiraje de ese día había sido muy superior.

      Había empezado a caer una garúa suave, paró enseguida. Pero fue suficiente para humedecer la acera. Hacía frío, eran más de las cuatro y media de la tarde. El camión no había llegado. Yo era el único niño que acompañaba a su padre. Los presentes ahí, a la espera, comentaban que era normal. Ángel, el diariero más vivaz, no paraba de hablar. Yo lo conocía y él dijo:

      —Tito, la noticia se dio por televisión entre las dos y las dos y cuarto, por eso la demora.

      —Sí —contestó papá—, pero seguro que las editoriales lo sabían desde antes.

      —Dicen que habría muerto alrededor de una hora antes del anuncio —agregó Angelito.

      —¡Por eso te digo! —insistió papá—. La noticia ya la tendrían, pero es verdad, hasta que imprimen todo, demora.

      No hizo más que decir eso, cuando en la curva vimos doblar al camión, con su leyenda «Diarios». Angelito dijo:

      —Muchachos, ¡a prepararse! Estos hijos de puta nos van a revolear los diarios por la cabeza.

      —¡Va a ser así! ¡No te quepan dudas! —aseguró papá y agregó—. Estos tipos van a estar apuradísimos.

      Los canillitas murmuraban y se movían de un lado a otro. Todos querían encontrar el mejor lugar para atajar sus paquetes.

      —Encima, con la llovizna el piso está muy mojado —dijo Angelito.

      —Angelito, me parece que estás exagerando un poco, che, ¡cayeron tres gotas!, el suelo apenas está húmedo —afirmó papá.

      —Bueno, supongamos —Angelito quiso tener la última palabra.

      Los diarieros se echaron a reír. Fiel a su estilo, Ángel continuó:

      —Nene, ¡te quiero ver! —me miró con sonrisa sarcástica al buen estilo Patán.

      Al principio, él me había caído bien, creí que era divertido. A esa altura de la tarde, había dejado de parecerme simpático.

      Varios diarieros, a viva voz, le dijeron en diferentes tonos que no me asustara. Papá y el abuelo me sonrieron; ese gesto me tranquilizó. Yo estaba nervioso: era mi primera gran experiencia como un verdadero vendedor de diarios. Muchas veces había acompañado a mi padre a hacer el reparto dentro del canasto de la bicicleta. Yo no sabía, de manera real, con qué me iba a encontrar. Mi padre sabía moverse en ese ambiente. Yo lo imitaba lo mejor posible. Eso me daba cierta seguridad.

      Papá puso diarios y revistas en el canasto; los demás en el portaequipaje de la bicicleta, eran muchos.

      El abuelo, papá y yo caminamos junto al paredón del ferrocarril otras ocho cuadras, sin cruzar ninguna calle hasta la parada.

      Sobre el final del paredón, en el lado sur, donde exactamente empieza la ciudad de Banfield, estaba el kiosco de diarios. No era de papá. El dueño, un hombre bajo, calvo, de cara redonda, colorada, mayor que papá, le prestaba un espacio en el escaparate. Tito acomodaba los periódicos; separaba los que ya tenía asignados para sus clientes fijos, a domicilios, y otros venían a buscarlos personalmente. Ese día, más de uno intentó darnos conversación. Papá, con mucho respeto, les explicaba que teníamos mucho por hacer, porque el camión había llegado tarde.

      Una vez que estuvo todo listo para empezar a vender y a entregar, papá me tomó de un hombro y nos alejamos unos pasos del puesto. Yo llevaba las manos en los bolsillos de un pantalón de gabardina marrón con pitucones de cuerina oscuros, que hacían juego con los del pulóver puesto sobre una camisa floreada. Mamá había insistido en ponerme por encima una campera de cierre, con la excusa del frío y la lluvia. El calzado: zapatillas «Flecha». Me miró y dijo:

      —¿Ves este lugar? —señaló la parada de colectivo.

      —Sí —asentí con la cabeza, sin emitir palabra.

      —Aquí paran dos líneas de colectivo: la 160, que es roja y blanca, y la 79, que es celeste y amarilla.

      Yo presté mucha atención. Tenía once años y medio, ya había viajado en colectivo. Conocía las líneas que pasaban cerca de casa. Esas no.

      Papá propuso:

      —Ahora caminemos hasta la esquina y te explico.

      Volví a asentir en silencio, estaba ansioso, contento y emocionado por la aventura.

      Apenas llegamos, él dijo:

      —El primer colectivo que pase,