Omar Lares

Hijo `e Tigre


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te dice cabezón? Capaz…

      —¿Vamos a las ocho?

      —¡No! ¿Para qué? ¡Vayamos más tarde! Hay que llegar cuando están todas juntas.

      Las carcajadas nacieron entre ambos. Se perdieron en el camino. La noche los esperaba.

      Mis padres terminaron encontrándose en ese baile de carnaval, encuentro muy popular por entonces. Después de cuatro años, con un noviazgo que podría llamarse normal, un 14 de diciembre de1961 se casaron Isabel y Tito.

      Antes de ir a ocupar la habitación que habían preparado para el flamante matrimonio los suegros de Tito, mis padres tuvieron su luna de miel en un hotel del gremio, en la ciudad de Carlos Paz, provincia de Córdoba. Por ser un ferrocarrilero más, papá consiguió, a muy bajo costo, su estadía mielera con los pasajes gratis. Fue el primer viaje en tren que tuvieron, y ellos se entregaron a esa aventura irrepetible. Con los años, decían que les hubiese gustado ir en automóvil, para disfrutar más los paisajes. En esos tiempos, para unos laburantes como mi viejo y mi mamá, era muy descabellado pensar en eso, resultaba muy difícil acceder a un auto. Cuando mi madre empezó a trabajar, fueron juntando peso tras peso. Mi hermano y yo nos quedábamos con los abuelos. Mis padres, con mucho sacrificio, lograron ahorrar para comprarse una Estanciera IKA, Industrias Kaiser Argentina, roja, con la raya blanca transversal. Era la versión rural, con asiento trasero; íbamos los seis muy cómodos.

      Recuerdo a papá, muy feliz, traernos de los bailes de carnaval: la familia completa, más amigos y algunos vecinos. Mi hermano y yo disfrazados del Zorro o Batman y Robin, o de payasos. Mamá hacía los trajes, con la ayuda de la abuela Rosa. Me gustaba mi epipo de combate. Así nombraba yo, ante las risas adultas, al disfraz de combate de guerra. Después de ver la serie Combate, para esas fechas festivas con más frecuencia solía jugar a ser soldado.

      En esos regresos en la estanciera, papá encendía la radio en su frecuencia favorita y nos decía: «Escuchen».

      Quedábamos atónitos con la música que salía por esos parlantes.

      Muchas veces, cuando hablo con mi amigo Ramón, médico, radicado en Alicante, España, aquel chico que esperaba a su tío Pipo, y muy parecido a él: alto, pelo algo crespo, nariz bulbosa característica de familia, y un gran pisador de pelota de fútbol, y recordamos esos momentos con mucha alegría y euforia, se ríe entusiasmado y cuenta las vueltas en aquel vehículo evolucionado del Jeep de guerra, donde pasamos noches de jolgorio escuchando tangos: el preferido de Tito: Pasional, cantado por Alberto Morán, con orquesta de Osvaldo Pugliese.

      III. La casa de la calle Pergamino

      1962. Nacían los Fab Four y alguien más.

       «Cuando un recién nacido aprieta con su pequeño puño, por primera vez, el dedo de su padre, lo tiene atrapado para siempre».

       Autor anónimo.1

      A principios del verano de 1962, un diciembre caluroso para nosotros, pero en el hemisferio norte uno de los inviernos más brutales de la historia, The Beatles acababa de grabar «Please Please Me», una canción que cambiaría el mundo para siempre.

      Entre las fiestas navideñas y las de fin de año, frente al puerto de Buenos Aires, barrio de Retiro, en el antiguo Policlínico Ferroviario Central, hoy cerrado, en estado de abandono y con un posible proyecto inmobiliario para ese terreno, asomé a este mundo.

      No es casualidad haber nacido ahí, en pleno centro porteño. Mi familia, como tantas otras establecidas en la zona sur de la provincia de Buenos Aires, era ferroviaria, expresión acostumbrada a decir en esa época, cuando uno o más integrantes que vivían bajo el mismo techo, cumplían tareas en el ferrocarril o los talleres de las vías férreas del Roca, localidad de Remedios de Escalada. Había más de siete mil personas en esos talleres gigantescos, que hace tiempo ya no existen. En aquel tiempo, cada mediodía tocaba la sirena, puntual, a las doce. La gran multitud iniciaba el regreso a sus hogares, en tren, colectivo o bicicletas. Quienes vivían cerca caminaban, como Tito, mi querido viejo. Era tal el despliegue y la rapidez para desplazarse que, vistos desde arriba, hacían recordar a Marabunta, la película protagonizada por Charlton Heston. Solían pasarla en Sábados de Súper Acción, o en Hollywood en Castellano, programas televisivos de mi infancia. En ese film una enorme colonia de hormigas arrasaba a su paso con una plantación de cacao, en América del Sur.

      En los famosos talleres de Escalada, refugio de miles de trabajadores y obreros, sus fantasmas pululan, vagan por ahí, aunque hoy están casi vacíos, rodeados de aceite y trenes abandonados. Al norte estaba el viejo puente de hierro, sostenido por bulones, que parecían saltar en cualquier momento como botones de camisa ajustada; al sur, la calle Malabia; al oeste, las vías del Ferrocarril Roca, y la avenida Pavón separaba la parte este. Al final de esta enorme masa de tierra, justo por la calle 29 de septiembre, el largo paredón, más de un kilómetro y medio, a simple vista recuerda a la tapa del disco «The Wall», de Pink Floyd; o al Muro de Berlín. Esa gran masa de ladrillos, hoy llena de humedad, pinturas y publicidades políticas, fue testigo de infinidad de historias. Alguna vez, esos obradores fueron una colmena rebosante de vida y obra. Miles de ferrocarrileros y otros tantos acentos: porteños, provincianos, europeos. A principios del siglo XX hubo una gran corriente inglesa. Los ferrocarriles estaban en manos de dueños que habitaban el Imperio británico. Dejaron huellas bien marcadas en el barrio vecino, suburbio frente al ala sur del paredón. Allí las casas habían sido construidas para esos empleados, jefes, auxiliares, encargados, inspectores, personal de locomotoras, operarios, maquinistas. Típicas viviendas inglesas de la época. Albergaron conciudadanos y también escoceses, irlandeses y galeses, que venían a trabajar al otro lado del mundo; y a locales, gente que, desde la Capital Federal, cruzaba el Riachuelo. Desatada la Segunda Guerra Mundial, los británicos regresaron a defender su patria. Al principio se alquilaban. Luego fueron vendidas. Después de que aquellos trabajadores extranjeros volvieron a su país, las casas fueron puestas a la venta para otros ferroviarios. Mis padres quisieron conseguir una casa en las colonias ferroviarias, eran muy requeridas y se anotaron en todos los lugares posibles. Nunca lograron su objetivo. A través de los años, esas casas cambiaron de dueños y mantuvieron su impronta. Hoy marcan un paisaje cultural; muestran su identidad única y peculiar. Reflejan la vida de muchos obreros y todo el personal en los talleres del ferrocarril del sur, como se lo denominaba durante la primera década de 1900, previa a la nacionalización de los trenes, efectuada en la primera presidencia del General Perón. Del paredón aún se puede disfrutar del arte urbano, simples dibujos, murales y grafitis, diferentes expresiones artísticas llenas de ideales, ilusiones y frustraciones.

      De pequeño, al regreso de la escuela, me recostaba debajo del árbol en la vereda de casa; era una alegría indescriptible estar echado. Yo esperaba allí a mi padre, a que regresara de su labor diaria. Apenas reconocía su figura, a la distancia, yo salía corriendo a avisarle a Rosa, mi abuela, de que papá ya venía. Ella preparaba la mesa y almorzábamos todos juntos, menos mamá, que a veces trabajaba y llegaba más tarde. Mientras, yo corría otra vez al árbol, a recibir el beso y el abrazo de papá. No me movía hasta que él llegaba. Yo esperaba el ritual, con esa mirada tierna, sonriente:

      —¡Hola hijo! ¿Cómo estás? ¿A qué ya le avisaste a tu abuela?

      Yo no emitía palabra, simplemente me limitaba a asentir con la cabeza.

      Tito solía llegar con un amigo, Pipo, quien vivía a la vuelta y solían jugar juntos al fútbol. Era el tío de mi mejor compinche, Ramón, yo también lo esperaba. Pipo, casi siempre me preguntaba lo mismo:

      —¿Qué hacés Oscarcito?

      Yo respondía con gesto similar al anterior. Pipo se sonreía y partía para su casa.

      Pero ese día noté algo diferente; el beso de papá fue distinto; el abrazo, más intenso. Cierta misteriosa electricidad me atravesó el cuerpo. Una sombra inexplicable se apoderó de mí. No sentí miedo. Tampoco entendí qué pasaba. Papá se dio cuenta y me preguntó:

      —Hijo,