Omar Lares

Hijo `e Tigre


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con el gallinero. La abuela Rosa entraba y elegía la gallina, protagonista de un delicioso puchero.

      A continuación de los dormitorios, estaba el baño, conectado al cuarto de mis abuelos. Mis padres, para ir al baño, tenían que pasar por la alcoba de ellos. Supongo que esa gran incomodidad era uno de los motivos que estimulaba el deseo de papá de mudarse. De grande, yo comprendí por qué en mi hogar y, seguro que en muchos otros, existían ciertos elementos en la habitación donde mis padres dormían, descansaban y se amaban.

      Entre el comedor y la cocina, estaba el cuarto que compartíamos con mi hermano, la puerta daba al comedor. Y la ventilación, única, a la cocina. En la adolescencia, y después, bastaba con el olor a comida para que un domingo, luego de trasnochar, me despertara para almorzar en familia.

      Tito, obsesionado por tener su casa propia, nunca aflojó. Siempre trabajó a destajo. Su jornada laboral permanente, fija, terminaba a las doce del mediodía. Tenía tiempo. Llegó a tener hasta tres trabajos diarios. Fue un canillita más del barrio, término utilizado por primera vez en el año 1902, para la obra que lleva el mismo nombre, refiriéndose a un niño joven que trabajaba vendiendo periódicos y revistas en la calle, para mantener a su familia humilde. Este particular nombre, canillita, hacía mención a las piernas delgadas que los pantalones cortos del joven vendedor dejaban ver, denominadas canillas. Papá pintó casas; fue mozo de salón y de una pizzería, o agarraba cualquier otro trabajo que le ofrecieran. Su simpatía le permitía ganar buenas propinas. También lavó, por un período corto, autos en una estación de servicios.

      Mi padre tenía alta estima. Y esperanza. Quería lograr su objetivo: ahorrar para hacer la gran compra de su vida. Y disfrutarla junto a su esposa y sus hijos.

      Papá hacía de todo, menos tareas de su casa. Mamá siempre protestaba por eso. Era bastante lógico que él no se entusiasmara con esas cuestiones. Él vivía ahí. Sin embargo, no era su hogar. Para colmo, cuando a él se le ocurría hacer algo, aparecía el abuelo Salvador para opinar. Él tenía una calidez inmejorable, era muy buena persona, pero no se podían tocar sus cosas. Ni decirle nada. Salvador se había jubilado a los cincuenta años. Para entretenerse, hizo en una de las esquinas del fondo un gran galpón. Guardaba infinidad de herramientas, tornillos, maderas y cualquier objeto extraño que se le ocurriese. Solo el abuelo sabía dónde encontrar lo que guardaba en ese espacio repleto y cómo usar cualquier artefacto reposado ahí.

      Tito estaba cansado de eso.

      Papá trabajaba en la fundición de los ferrocarriles Roca. Cada tanto se moldeaba alguna imagen de bronce o de cobre: siluetas, ceniceros con forma de tortuga, caras de animales, Cristos en diferentes posiciones, no sé cuántas más.

      Un día, caluroso, mediaba la primavera del año 1973, papá, al regreso de su trabajo, llegó con la figura de una cara de caballo, con su brida perfectamente delimitada. Tito quiso ponerle un fondo en madera, trabajarlo o mandárselo a un carpintero. Él se animaba a medir, cortar y cepillar, pasar el formón, el guillame, la escofina, las limas, y darle un barniz. Después del almuerzo, durante una breve sobremesa, Tito dijo:

      —Don Salvador…

      —Sí Tito, ¿qué necesitás? —se adelantó el abuelo.

      —¿Cómo sabe que necesito algo?

      —Supongo. Por lo general estás callado durante la comida. Rosa y yo somos los más habladores. Y la rubia —le gustaba llamar a su hija, rubia, y a su esposa, negra.

      Papá, a pesar de los años que habían pasado, siempre a su suegro lo trató de usted.

      Tito sabía quedarse en silencio, también en las reuniones familiares. Parecía tildado, como si pensara quién sabe qué. En varias oportunidades, observé esa expresión de mi padre, miraba un punto fijo. Siempre me llamó la atención, parecía estar en otro espacio. Me daba cierto placer mirar a mi padre. A la vez, yo tenía otros sentimientos contradictorios. ¿Era angustia? Me cuestionaba acerca de los motivos de tanto silencio. Él, ¿en qué estaría pensando? ¿Estaría poseído? ¿Por un fantasma? ¿Qué mal lo aquejaba? ¿Podría averiguarlo? ¿Cómo? ¿Cuántos años me tomaría descubrir ese enigma? ¿Aquejaba solo a Tito?

      —¡En serio! ¿Qué necesitás Tito? —insistió Salvador.

      —¿Vio la figura del caballo que traje? La hice en el taller.

      —No. No la vi, ¿me la mostrás?

      —Sí, cómo no.

      Acostumbrábamos a dejar las cosas sobre el aparador y me resultó raro que el abuelo no hubiera visto esa figura. Papá pidió permiso para levantarse de la mesa y fue a buscarla. Volvió enseguida:

      —Aquí tiene don Salvador.

      —¡Tito! ¡Qué bonita! ¿Qué querés hacer?

      —Quiero ponerle una madera lustrada, con forma tipo escudo; algunas molduritas de terminación y atornillar la figura desde atrás, ¿se entiende?

      —¡Sí Tito! Pero, ¿cómo vas a modular las curvas en la madera?

      —Yo no hablé de curvas.

      —Pero si querés hacer un escudo…

      —Puede ser en líneas rectas.

      —No te va a quedar igual —aseguró el abuelo.

      Tito se molestó. Salvador empezaba con sus «peros». Papá sabía que su suegro quería hacer ese trabajo. Todos conocíamos al abuelo: no le gustaba que nadie tocara sus herramientas. Cuando se trataba de carpintería, él buscaba cualquier excusa para cansar al otro y hacer por sí mismo la tarea. Nos generaba cierta ternura ver al abuelo, un jubilado joven, rebuscándose para estar ocupado y sacar de escena a los demás.

      —Entonces, don Salvador, ¿cómo lo haría usted? ¿Cómo quedaría mejor? —preguntó.

      —Yo arrancaría por elegir la madera, cortarla prolija…

      —Don Salvador, ¿quiere hacerlo usted?

      —¿Te parece Tito? ¿No querés hacerlo vos?

      —¡No! No hay problema. Para mí es lo mismo, no pretendía cargarlo a usted con esto —remarcó Tito, enfático.

      —¡Hijo! ¡No hay problema! ¡A mí me gusta!

      —Ya sé, ya sé —repitió Tito, que se alejó con una sonrisa, mientras encendió un cigarrillo y fue a sentarse bajo la parra, a fumar el primer cigarro después del almuerzo y antes de la siesta.

      —¡Vas a ver que va a quedar muy bueno! —aseguró Salvador, cuando Tito se iba.

      —¡No tengo duda! Como los kartings —acotó Tito a la distancia, después de una pitada.

      Poco tiempo antes, papá había pretendido construir dos kartings con rulemanes; uno para mi hermano y el otro para mí. Le gustaba dibujar, tenía cierta facilidad. Recuerdo algunas carátulas hechas por él, cuando yo iba a la escuela primaria. Con paciencia y tiempo, él había hecho los planos, contemplaba el largo de los ejes donde se ajustaba el bulón delantero con la doble tuerca, para que el karting pudiera girar. El diseño permitía obtener espacio para poner los pies antes de la barra delantera, y elegir la dirección a desplazarse, con ayuda de una correa prendida a cada extremo. El freno estaba a la altura del asiento, apenas desplazado hacia adelante. Los rulemanes se clavaban en unos listones afinados, redondeados, aguantando bien el peso del conductor.

      Tito le mostró el proyecto a Salvador. Papá necesitaba usar un espacio del galpón. Al abuelo le encantó la idea. Se entusiasmó tanto que, poco a poco, fue desplazando a papá. Salvador disponía de más tiempo. Terminó por dar el final de la obra. Tito no intervino. Después, por si fuese poco, el abuelo Salvador se jactaba de los juguetes que había construido para sus nietos. Mi hermano y yo, felices de la vida, anduvimos derrapando por las calles del barrio en esos kartings, como nenes con chiche nuevo.

      Papá trabajó desde muy chico. Fue ayudante de lechero: repartía a domicilio, junto al dueño de la vaca, con un carro arrastrado