Omar Lares

Hijo `e Tigre


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por respeto a los clientes dejaba su cigarrillo apoyado sobre uno de los portezuelos laterales del carruaje. Tito se aseguraba de que nadie lo viese; le daba una pitada al cigarro y lo dejaba en su lugar. Tenía nueve años.

      Por las tardes, papá concurría a un bar, estaba en la esquina de Albarracín y Juan B. Justo, también en Escalada, hoy con sus cortinas antiguas, de chapa galvanizadas, bajas, caídas, fruncidas al toparse con la vereda, y techo cayéndose a pedazos. En los buenos tiempos, caída la tarde, los vecinos iban a ese bar a despuntar el vicio. Algunos jugaban al tute cabrero; otros preferían el mus, el truco o cualquier juego de la baraja. Había quienes hacían algún deporte de taco, por lo general billar francés. Tito les servía aperitivos famosos o copas con alguna bebida fuerte para ganarse la propina. Los parroquianos que se quedaban jugando, bien entrada la madrugada, más de una vez vieron a Tito doblegado por el cansancio, dormido sobre la mesa de billar. También mi abuelo, Salvador. Aún no imaginaba que años después se convertiría en el suegro de Tito. Salvador era el mayor de cuatro hermanos: Abel, Manuel y Juan, el menor.

      Mi abuela Magdalena no le daba mucha trascendencia al hecho de que su hijo se ausentase del hogar algunas noches. En cambio, mi abuelo Juan Pablo protestaba cuando, después de trabajar muchas horas al día, llegaba a su casa y Tito no estaba, como correspondía a un niño de corta edad. Tito se identificaba con su padre en asuntos cotidianos; en la actitud hacia el trabajo y en el sentido de humanidad. Mamá siempre dijo que mi abuelo Juan, su suegro, era muy noble, bueno y generoso, igual que Tito.

      De chico también trabajó en un almacén, muy grande y de renombre, ubicado en la esquina de Aguilar y Juan B. Justo. Hoy quedan vestigios, que exponen el antiguo esplendor de ese saliente elegante, copia de algún edificio francés.

      Papá, desde muy niño, necesitaba ganarse el mango. En un radio de tres a cuatro cuadras, intentaba conseguir las changas para ayudar en su casa. En aquellas idas y venidas, es posible que él se hubiera cruzado con Isabel, también niña. Tito caminando por su barrio. Ella iba a visitar a sus abuelos paternos, Gaspar y Carola. Vivían en la calle Juan B. Justo al 2900, a escasos metros del bar. Tito nunca descuidó la escuela primaria, a pesar de haber entrado tres años después de lo debido, a los nueve. Fue su único nivel educativo. Le bastó para tener una hermosa caligrafía, sin faltas ortográficas. Le hubiera gustado seguir estudiando; ser profesional. La realidad era muy diferente a sus inquietudes. Él, desde muy chico, necesitó trabajar. Eso lo marcó a fuego para siempre.

      En los ratos libres, Tito nunca dejó de ser un niño: disfrutaba jugando con sus amigos. Lo que más le gustaba era el fútbol, la pelota, expresión que se usaba de chico. Pasión que llegamos a compartir, como también el amor por la misma camiseta, transmitido de generación en generación. Mis hijos hoy sienten la misma adoración futbolera por el club del cual somos hinchas. Era tanto el frenesí, que él se imaginaba jugando junto a sus amigos en una cancha. Yo lo vi jugar, de grande, era central, tenía clase, defensor elegante; acariciaba la pelota, decidía, marcaba la jugada y el balón llegaba al destino final, exacto.

      De esa imaginación surgió la posibilidad de tener un club propio. Papá tenía dieciséis años. Con su banda de potrero futbolero, fundaron en la localidad de Remedios de Escalada el Club Atlético 1° de Mayo. Lo hicieron sobre terrenos que habían pertenecido a los ferrocarriles y frente a una cuadra de casas de las colonias ferroviarias. Era 1953. Los muchachos empezaron a delinear su primera cancha de once. Plantaron eucaliptos alrededor del terreno, para separar las calles de tierra de lo que pretendía ser la cancha. Esos árboles formaron un gran semicírculo, media manzana quedó entre las calles Madariaga, Albarracín, Allende y los fondos de las casas que daban a Fray Mamerto Esquiú. Hoy son troncos inmensos; cubren los costados de la cancha, que aún se disfruta sábados y domingos. Ese potrero, con aroma a eucaliptos, formó parte de la vida de Tito. Y de mi infancia. Con el paso del tiempo, yo les mostré a mis hijos esos eucaliptos que había plantado su abuelo. Hoy, esos árboles brotaron, la vida transcurrió, mi infancia pasó; bajo su sombra, algún vecino de esas casas coloniales disfruta de ese contorno y el recuerdo de que alguien los plantó. En ese club, él dejó su impronta, marca que sostengo: participo, me entrego con pasión al club de mis amores. Mi padre me hizo hincha, de chico. Hoy, con mis tres hijos varones, disfrutamos de las alegrías y tristezas que nos depara el fanatismo por el Granate, único, color de esa camiseta. Sí, me enamoré del Club Atlético Lanús, ahora el club de barrio más grande del mundo. El club de toda una ciudad, ubicado a media hora en auto del centro de Buenos Aires. Al principio, papá me mostraba otros equipos, clubes más importantes de la Argentina. Según él, yo sufriría mucho por ser hincha de un club chico. Tuve que insistir mucho para que me llevase a un partido de fútbol. La primera vez que fui con él a una cancha, optó por un partido en el estadio de Lanús, el Granate contra Rosario Central. Yo tenía seis años.

      Recuerdo ese día con mucha alegría. Yo regresaba de la escuela, estaba a tres cuadras de casa, en la esquina de Bernal y Luján. Era un viernes soleado, fresco, sin una nube en ese otoño de 1969. Por lo general, mi abuela Rosa iba a buscarme al colegio. Caminamos una cuadra con grandes amigos, el cabezón Horacio y Ramón. Nos despedíamos de él en la esquina. Era un día de feria. Rosa aprovechó para hacer unos mandados. Ella, cuando podía, me llevaba. Me encantaba acompañarla. La abuela, de premio, me compraba una empanada frita. Esa costumbre se repitió varias veces en la adolescencia con los mismos amigos; íbamos a ese antiguo carrito ambulante. Lo que había sido un premio se transformó en un vicio. Esas frituras eran un manjar. Hoy forman parte de los olores de mi infancia y cuando paso por algún puesto similar, me dan ganas de parar a comprar empanadas fritas, de carne.

      Yo tenía una relación muy especial con mi padre, éramos compinches, teníamos los mismos gustos: el fútbol, leer; me encantaba acompañarlo, sobre todo los domingos por la mañana, cuando iba a jugar al fútbol, al club fundado por él. No podía mentirle, tampoco decirle qué me asustaba. Yo no hablaba de los fantasmas que me acorralaban, ni de maldiciones que pensaba y menos de los malditos miedos que me perseguían. No me animaba a decirle a él que no fumara. No me gustaba verlo con un cigarrillo en la boca, era molesto, molestaba. Me angustiaba mucho. Yo estaba convencido de que existía algo más. De noche, a veces, me despertaban crujidos, venían del techo de mi cuarto, también llantos; no sabía que eran gatos maullando, caminaban por los techos haciéndolos crepitar. Yo solo me despertaba. Mi hermano Juan Pablo seguía durmiendo. A esa hora no se me cruzaba la idea de levantarme; trataba de pensar en otra cosa, convencerme a mí mismo, por eso me repetía: «No pasa nada; es mi imaginación». Hasta que me quedaba dormido. Eso no fue obstáculo para que yo fuera un niño más. Tenía amigos, jugaba en la calle a la pelota, a las escondidas, a cachurra monta la burra, al hoyo pelota con la Pulpito, de goma roja, a rayas blancas amarillentas, a la bolita, andaba en bicicleta. Era feliz.

      Mi abuela y yo llegamos a casa después de pasar por la feria. Yo dejé el guardapolvo en el lugar de siempre, para no darle a mamá motivo de queja. Antes revisé que no se hubiese chorreado y manchado de gotas de aceite al morder la empanada. Me apuré para salir a la puerta a esperar a Tito.

      Lo vi venir, como siempre, con compañeros. Los distinguí a una cuadra y media. El viejo Cordera dobló hacia la izquierda, vivía a la vuelta, estaba a un paso de jubilarse. Tito y Pipo se acercaban, inseparables, a esa hora del mediodía.

      Papá, luego del ritual saludo, me dijo:

      —Hijo, ¡adiviná! Tengo una sorpresa para vos…

      —¿Sí? ¿Cuál papi?

      —Vas a tener que esperar un rato para que te la cuente.

      —¡Ufa papi! ¡Por favor! ¡Hoy me porté bien!

      —Ya sé hijo, ¡vos siempre te portás bien! Bueno, en general.

      —¡Decime cuál es la sorpresa! ¡Por favor!

      —Momento. Cada cosa a su tiempo. ¡No se te puede decir nada! Enseguida querés saber de qué se trata… ¿Cómo te fue en el colegio?

      —¡Bien! Bueno ya está, contame.

      —Mamá me dijo que hoy tenías prueba de matemáticas, ¿te sirvió ir a clases particulares? Ella te notaba muy distraído, ¿es verdad?

      —Un