Omar Lares

Hijo `e Tigre


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en el ferrocarril.

      Después de dos años, cansado de viajar al interior, muy próximo a cumplir veinticinco años y con la fecha cercana de mi nacimiento, Tito renunció a la siguiente temporada que incluía los torneos chacareros. Él había tomado su decisión: sería amateur en el Club Atlético 1° de Mayo, su primer amor. En todos los equipos en los que Tito había jugado, obtuvo algún premio. Campeonatos, subcampeonatos y caballerosidad deportiva. Se llenó de medallas y trofeos. Aún están en la misma caja azul, gastada por el tiempo, junto con la medalla más grande. Se la dieron en 1978, al cumplir veinticinco años como socio fundador del club.

      Justo en el año posterior a mi nacimiento, 1963, Tito y sus amigos empezaron a jugar los sábados por la tarde. Años después, más grandes, ellos cambiaron por los domingos por la mañana. Yo lo acompañaba. Era normal, en la década de 1970, verme instalado en un lateral de la cancha; me veía gran parte del partido. Yo tenía muchos amigos en ese club, algunos los mantengo. En especial Diego; lo conocimos a través de compinche como Tato, con quien, años más adelante, comprábamos empanadas fritas, junto a Horacio y Ramón, en la feria. Su padre, Adolfo, también formó parte del grupo fundacional, junto con Roberto, el padre de Alicia, mi única amiga mujer, desde el jardín de infantes. Con Tato y otros amigos abandonábamos el partido de nuestros padres para ir a jugar el nuestro. ¿Metáfora de la vida?

      Después de la ducha en los vestuarios, papá y su grupo entraban al bar, a tomar el famoso vermú de los domingos. Los hijos también picábamos pedacitos de queso y salame. Entonces, entre los adultos surgían las cargadas: «Che, Tito, ¡cómo morfa tu pibe!». Unos a otros se decían frases similares.

      Casi medio siglo después, en algún asado con mis compañeros, o cuando jugamos con mis amigos al tute cabrero, esas mismas palabras se refieren a alguno de mis hijos, en idéntica situación.

      Tito siguió jugando hasta ser veterano. Llegamos a disfrutar juntos algunos partidos amistosos. En uno, en mayo de 1987, él se cortó el tendón de Aquiles. Era un jueves, había entrenamiento en la cancha grande del Club Atlético 1° de Mayo. Ahí se mezclaban jóvenes y veteranos, algunos con trayectoria por haber estado en Primera División, incluso en otros países. Recuerdo de dos que participaron en el plantel mundial de 1966, en Inglaterra; en especial, un central que llegó a ser suplente de mi padre, en la reserva del Club Atlético Banfield.

      Tito tenía cincuenta años. Se operó. Tuvo una relativa, buena recuperación.

      No volvió a pisar un césped de juego. Fue su retiro definitivo de los campos de fútbol.

      VI. El abuelo Juan Pablo

      Cuatro meses entre noviembre de 1963 y febrero de 1964.

      «Las palabras nunca alcanzan cuando lo que hay que decir desborda el alma».

      Julio Cortázar.

      Tito nació el 13 de julio de 1937 en San Antonio de Areco, localidad campestre a orillas del río Areco, por su cultura gauchesca: Capital Nacional de la Tradición. Ese pueblo de la región pampeana está a ciento trece kilómetros de la ciudad de Buenos Aires.

      En aquellos tiempos, era habitual que los trámites se demorasen. A papá lo anotaron en el Registro Civil tres días después.

      Años más tarde nacieron sus hermanas.

      Ricardo Güiraldes, destacado autor argentino, en su novela «Don Segundo Sombra», nombra a nuestra familia con los dos apellidos originales.

      Papá contó que ese escritor tuvo una relación estrecha con sus antepasados. Él nos dijo que nuestros mayores tenían doble apellido; en broma, Tito aseguraba que el segundo se había perdido en alguna anotación. Nuestros predecesores, abuelos, bisabuelos, tatarabuelos…, a finales del siglo XIX y principios del XX, viajaban a Europa y la fortuna que poseían en campos y otros bienes siguió el mismo camino que el segundo apellido: se perdió.

      El abuelo no encontraba tarea digna que lo hiciera sentir útil. La abuela cocinaba en escuelas. Cuando no pudieron pagar el alquiler de la casa, la familia se alojó en un colegio. Entonces, al poco tiempo, mis abuelos decidieron instalarse en Buenos Aires.

      El abuelo Juan Pablo encontró trabajo en una fábrica de jabones, en el partido de Avellaneda. Los galpones asomaban por arriba de las medianeras de las calles José María Freire y Rivadavia. No quedan vestigios o huellas de esa industria.

      La abuela Magdalena logró incorporarse como portera en una escuela, en Remedios de Escalada, Lanús. Papá cursó allí su primaria.

      Al principio caminaba las seis cuadras que separaban La Cueva, donde él vivía, hasta el colegio. Cuando la vivienda de la portería de la escuela estuvo en condiciones, la familia dejó el conventillo de la calle Aguilar al 2200 y se mudó a esa casa.

      Tito fue un muchacho de barrio; amaba, reía, sufría, se divertía entre clubes y centros de fomento de Lanús, Remedios de Escalada y Banfield. Allí conoció frustraciones, alegrías, entusiasmos. Allí se enamoró, trabajó. Allí formó un hogar.

      Tito se dedicó al trabajo y a su familia. Y al fútbol, amateur, abandonó su ilusión de ser jugador profesional.

      Con los ingresos, y el dinero ahorrado por jugar en los campeonatos chacareros, él compró un reparto de diarios. Ese trabajo, por la tarde noche, duró alrededor de catorce años. Yo cursaba el segundo año del secundario, perito mercantil. Era el año 1977 cuando papá decidió vender el reparto. Había logrado tener cierta estabilidad económica. Y emocional. A pesar de su pena por no haber podido jugar al fútbol profesionalmente.

      Mi abuela Magdalena generaba los problemas.

      Decían que nunca le demostró cariño a él, cosa contraria con el resto de sus dos hijas mujeres y su otro hijo varón. Además, la abuela no estaba convencida del matrimonio de Tito con Isabel. En cambio, mi abuelo Juan Pablo siempre demostró un amor muy particular hacia su hijo mayor, desde chico. El abuelo comprendía mucho la situación, no le sorprendía. Conocía a su esposa por su maltrato. La abuela Magdalena no escatimaba al mostrar su mal carácter. Mamá, la abuela Rosa, buenas supersticiosas, cuando se enteraban de que la abuela Magdalena vendría a visitarnos, sin que papá se diera cuenta ponían un cuerno y una ristra de ajo detrás de la puerta del comedor. Decían que cuando ella se iba, siempre alguien del grupo familiar se enfermaba.

      Yo estaba por cumplir un año. Mamá deseaba otro embarazo, era un proyecto en común con mi padre, para que yo tuviera un hermano y criarnos juntos. Esas ilusiones eran motivo suficiente para esperar las fiestas con mucha alegría y recibir el nuevo año que estaba cerca. La felicidad de Tito lograba que caminase más esbelto y elegante.

      Hasta que recibió la peor noticia.

      —¿Quién es Osvaldo? —preguntó el médico en la sala de espera del hospital Evita de Lanús.

      Mis padres esperaban sentados en una banqueta cerca del consultorio.

      —Yo, doctor —respondió Tito preocupado. El profesional había demorado mucho en salir de la consulta.

      —Buenas tardes, soy el Doctor Espósito —se presentó.

      Tito respondió y luego dijo:

      —¿Cómo está mi padre?

      —Tranquilo. Ahora va a venir el Doctor Quarracino, tengo entendido que es amigo y médico de la familia.

      —Sí —confirmó mamá.

      —Vuelvan a sentarse y esperen ahí —señaló la banqueta—. Él enseguida estará con ustedes —se retiró por un pasillo, hasta perderse entre la gente.

      Isabel y Tito le siguieron con la mirada y volvieron a sentarse muy preocupados:

      —¿Qué tendrá? —preguntó Tito.

      —Seguro que no es nada amor —trató de tranquilizarlo Isabel.

      —Tenés razón. Capaz es una pavada y con un tratamiento se soluciona. Esperemos —agregó convincente.