Omar Lares

Hijo `e Tigre


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Ahora dame la sorpresa.

      Atravesábamos el jardín rumbo al patio. Él dijo:

      —El domingo vamos a la cancha. Te llevo a ver a Lanús.

      —¡Sí! —grité, di un salto de alegría y me colgué de su cuello.

      La abuela Rosa me escuchó; preguntó si me pasaba algo. Tito hizo equilibrio para sostenerme y que los dos no nos cayéramos al piso. Con mi reacción, yo también lo tomé de sorpresa.

      Entré corriendo a contar el acontecimiento. No dejé de vociferar: lo anuncié a vecinos y amigos del barrio. A la noche no me podía dormir; pensaba en el domingo por la tarde, cuando por primera vez, de la mano de mi padre, entraría a un estadio de fútbol, a ver un partido oficial de Primera División. Quería ver a la gente con gorros, banderas, vinchas y las camisetas identificatorias de cada equipo. Quería que papá me comprase un cucurucho, hecho en papel de diario, lleno de maní con cáscara; saboreaba de antemano el olor humeante del carro vendedor. Me veía después del partido caminando junto a papá, guiados por el aroma, en busca del puesto en la bicicleta de tres ruedas, donde vendían las pizzas de cancha. Elegiríamos la mejor, para ir comiéndola en el camino, de vuelta a casa.

      Papá supo que, a partir de ese momento, yo podría ver a cualquier otro equipo, incluso simpatizar por alguno grande de los que él mencionaba. También sabía que mi corazón habría quedado marcado a fuego para toda la vida, con los colores que había admirado ese día.

      En esa asociación participé, durante varios años, en comisiones y subcomisiones. Ahí conocí a mi esposa, Ana, pero esa es otra historia que contaré más adelante. No solo heredé; repetí la pasión de mi padre por ese club. Hice allí mi historia, como él hizo la suya durante años en su querido Club Atlético 1° de Mayo. El antiguo carné librito, de cuerina, recalca que no es válido, sino lleva adherido el recibo correspondiente, y lo muestra a él como Socio Fundador Nro. 11. El comprobante de cuota social al día, guardada con cuidado dentro de la ventanita transparente, expresa el paso de un ciclo. El tiempo borra infinidad de situaciones. La realidad, a veces, se nota en las pequeñas cosas, como expresa ese pequeño documento vivo.

      Papá tenía su cancha propia; había construido un vestuario y el pequeño bar. La barra de amigos consiguió otra manzana, también había pertenecido a la misma compañía ferroviaria. Era más grande. Ellos lograron armarla igual. A diferencia de la otra, esta era un verdadero rectángulo; estaba enfrentada de frente, en cada lado, a las típicas casas de estilo inglés, ubicadas en la llamada colonia ferroviaria. Era la manzana formada por las calles Albarracín, Madariaga, Albariños y General Acha, hoy Héctor Guidi, en honor a ese excepcional jugador del equipo granate, apodado Los Globetrotters. Fue subcampeón del fútbol argentino en 1956, detrás del Club Atlético River Plate. Ese campeonato se escapó por muy poco. Esa tarde, papá vivió una de sus primeras grandes desilusiones. La tristeza le duró mucho tiempo.

      Ese nuevo escenario futbolero, también rodeado de eucaliptos, fue el mismo bálsamo que el primero. Tito era feliz ahí.

      La noche que inauguraron las luces para jugar partidos nocturnos, fue muy fría, se podía hacer humo con la boca. Y competir por quién hacía los mejores círculos.

      Los socios fundadores la llamaban La Grande. O la Número Uno. En la inauguración, Tito cortó la cinta, previo al partido nocturno. Jugó como capitán de su equipo. Hoy, al cerrar los ojos, veo, recuerdo los sobrenombres y distingo a los once jugadores desparramados en el campo de juego: La Tonta, Tito y Cucho. Bambino, La Mole y Corral. El Curro, El mellizo Bardeli; El potro Torres, Coco Bloise y Madorrán. Director técnico: Cañita. Papá empezó a deslumbrarme y a enorgullecerme como padre. ¡Era el capitán del equipo! Yo lo miraba embobado, con admiración. Tito transmitía gran felicidad. Su sonrisa resplandeciente —los dientes bien blancos, asomando esas paletas frontales—, mostraba sinceridad y amor por aquello que hacía y lograba. Podría haber obtenido unos cuantos logros más, si se lo hubiese propuesto. Él se sentía pleno, útil. Con eso le bastaba.

      Esa noche de inauguración, una vez terminado el partido —lo vi todo—, me senté, muy transpirado, a observar qué hacían esos hombres en el bar. Me encantaba: ellos, que hacía un rato habían sido jugadores de fútbol, unidos por una misma causa, el triunfo sobre su rival, ahora se divertían; reían y a veces gritaban. Se enojaban jugando al tute cabrero, juego que aprendí de chico. Yo miraba y competía con mi padre. Él me enseñó a jugar bien. Ahora despunto el vicio, cuando puedo, con un grupo de amigos de mi querido Club Lanús.

      Aquella noche observaba ese cabrío entre compinches. No me percaté de la correntada de aire helado. Pocos días después tuve neumonía. Grave. La inauguración con luces en la cancha grande del Club Atlético 1° de Mayo, mi familia no la olvidó nunca por lo mal que estuve después.

      Papá estaba muy preocupado, se sentía culpable, creía no haberme cuidado bien.

      Para mí había sido la mejor noche de mi vida.

      Antes de ser jugador amateur, Tito tuvo su gran oportunidad. Apenas terminado un partido, en el antiguo potrero, ya Club Atlético 1° de Mayo, un dirigente que vivía en Lanús, cercano a un club vecino, se le acercó a papá. Luego de elogiarlo, lo invitó a jugar para un equipo integrante de las grandes ligas; pertenecía a la Asociación de Fútbol Argentina. Más antagónico. Rival directo. De un día para el otro, papá pasó a formar parte de los planteles juveniles en el Club Atlético Banfield.

      Para esos años, la pica era con el Club Talleres de Remedios de Escalada, hoy el clásico es Lanús-Banfield. Cuando suceden esos encuentros, las ciudades se paralizan. Los hinchas no duermen; se comen las uñas de puro nervios. La semana previa, ese partido es tema de mesa, sobremesa, café, bar, esquina. Y club. Acapara todo.

      Cuando le hicieron esa propuesta a papá, era impensado para un simpatizante que un jugador aceptara semejante traición. El deseo de Tito era ser jugador profesional y llegar a Primera. Él estaba orgulloso de poder hacerlo, aunque su equipo fuese rival del cual él era hincha y sin importar que oscilase entre la división A y la B. Papá era hincha del Club Atlético Lanús. Aceptó. Como jugador llegó a ser parte del plantel, Tercera División. Su carné de jugador así lo acredita. Aún hoy.

      Papá siempre cumplía con sus responsabilidades. Él esperaba debutar en Primera División y alternaba sus semanas de trabajo con el entrenamiento. Sabía que en cualquier momento debería cumplir con el servicio militar. Obligatorio.

      Era 1957. Tito tenía veinte años. Una tarde, mientras dormía la siesta, llegó la notificación. Sería colimba, término lunfardo que une las primeras sílabas de las palabras: correr, limpia y barre, actividades que se delegan a quienes hacían la conscripción.

      A partir de 1970 la edad obligatoria bajó a dieciocho años. Y siguió vigente el sorteo, que decidía si el deber patriótico se cumplía en el ejército, la marina o la aeronáutica. En la Argentina, el servicio militar fue abolido en 1994, luego de la desaparición y muerte del soldado conscripto Omar Carrasco.

      Papá entró al Regimiento del Ejército en La Tablada, provincia de Buenos Aires.

      A través de las épocas, la expresión del vínculo entre padres e hijos se fue modificando.

      Tal vez, el abuelo Juan Pablo no orientó a papá en su asunto. Quizá ni siquiera se le ocurrió. Lo cierto es que, durante el lapso que duró el servicio militar, Tito nunca fue al Club Atlético Banfield, ni se comunicó con la gente de esa institución.

      Sin embargo, cuando obtuvo la baja casi a los veintidós años, el club, por sus condiciones futbolísticas, volvió a darle otra oportunidad. Papá no había entrenado durante el año y medio de servicio militar, solo jugaba al fútbol para el equipo del teniente. Muchos años después, ese hombre me ayudó, cuando me tocó a mí hacer la colimba.

      Tito volvió al Club Banfield. Al poco tiempo, una lesión inguinal le produjo un desgarro, selló su destino y terminó quedando libre.

      Luego, Tito fue a otro club del ascenso, el Atlético Temperley, pero por diferentes cuestiones tampoco tuvo éxito. Gracias a su buen juego,