Omar Lares

Hijo `e Tigre


Скачать книгу

miró, no dijo nada. Me tomó del hombro y esbozó:

      —Entremos, ya debe estar lista la comida.

      Mi abuelo Salvador, jubilado del ferrocarril, con sus compañeros de trabajo se había ganado la grande; de otro modo, esa propiedad de la calle Pergamino, en Lanús, entre Álzaga y Alvear, jamás habría sido de la familia. Fue mi primer hogar. Allí, luego que mis padres escuchaban las sirenas de los barcos anclados en el puerto de Buenos Aires, anunciando la llegada del Año Nuevo, me iba a vivir de recién nacido.

      Era costumbre que un matrimonio flamante fuese a vivir a la casa de los padres, de algunos de ellos. María Isabel, mamá, y Osvaldo Oscar, Tito, tuvieron su cuarto en la casa de Rosa y Salvador, mis abuelos maternos.

      Mi tío Gaspar, recién casado con mi tía Telma, también se habían ido a vivir ahí. Pusieron una prefabricada en el fondo. Al poco tiempo la desarmaron. Se fueron para otra zona. No muy lejos. Poco después de su marcha, cuando contaba con la edad de cinco años, jugando me caí y me corté detrás del brazo derecho, con una botella rota que quedó entre la tierra y los escombros removidos. La piel me quedó colgando. Mi madre, ante la desesperación, la cortó, creyó que eso ayudaría. Cuando llegamos al hospital le preguntaron por la herida. Ella dijo: «Corté el pedacito que colgaba». En todas las etapas de mi crecimiento, hasta la adultez, cuando mi madre veía la cicatriz no podía creer lo que había hecho.

      Mis tíos se casaron antes que mis padres. Ellos, junto a sus hijos, mi prima Daniela y mi primo Rubén, se mudaron a otro barrio, a unas diez cuadras de casa. Gaspar también trabajó en los talleres del ferrocarril Roca. Fue despedido por un inconveniente serio, según rumores familiares. Deambuló por diferentes sitios, hizo changas, pero nunca consiguió otro trabajo estable. Más de una vez acompañé a mi abuela Rosa a llevar bolsas trenzadas, hechas a mano por ella, con sachets de leche, que estaban de moda en esos años. Iban llenas de alimentos para esos nietos y mis tíos. Esa costumbre duró años, a pesar de los pocos pesos que podían separar de la jubilación de Salvador y el escaso aporte de mis padres cuando podían. No siempre.

      Éramos cinco. Veintidós meses después nació mi hermano, Juan Pablo, Pablito. Típica familia de barrio, trabajadora, con costumbres y cultura de trabajo y vida cotidiana; y el pasado impregnado en las entrañas. También aquella sombra siniestra, velo de la trama familiar, nos cubría con ese manto doloroso que habitaba entre nosotros. En algún momento decidimos arrojarlo al olvido. Pero siguió allí, siempre latente, en la transmisión, en la incertidumbre. Al callar creció. Y se entrañaba cada vez con más fuerza. Allí existía, fantasmal. A veces asomaba desenmascarado. Esa contradicción nos desconcertaba y nos convocaba a un desenlace. El destino se repetía, aunque nos creíamos libres de él.

      IV. El abrazo

      En la sesión con el licenciado Daniel. Martes 14 de julio de 2015.

      «La vida solo puede ser comprendida mirando hacia atrás,

       pero ha de ser vivida mirando hacia adelante».

      Sören Kierkegaard.

      Miraba el techo; a veces las paredes o la puerta de cedro, antigua, con dos hojas, vitró repartido y banderola, y pensaba. Tenía las manos entrecruzadas sobre el abdomen, las piernas estiradas, estaba relajado. Se escuchaban, apenas, los autos en la calle. A veces había más ruido, por las cercanías a una avenida del barrio de Almagro, Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Detrás, Daniel esperaba para interpretarme y hacerme pensar.

      Las veces que había concurrido a terapia, le conté muchas cosas de mi vida: matrimonios, hijos, trabajo, deporte. En especial hablé de Tito. Conté por qué un día de diciembre de 2013 decidí empezar a visitarlo. No hablé del acontecimiento perturbador en mi infancia, ese que me angustió aquel mediodía, cuando esperaba a mi padre. Lo tenía guardado. Aún.

      —¿Cómo estás Oscar? —preguntó Daniel.

      Reflexioné. Esos segundos de silencio me parecieron una eternidad. Esperé. No dije «bien», como acostumbraba. Después dije:

      —Daniel, ¿creés en las maldiciones?

      Él no respondió. Continué:

      —No sé por qué te pregunto esto… Pero hay hechos en mi historia que tienen algo de maldito. A veces, a varias personas de una misma familia les pasa lo mismo.

      —¿Sí? ¿Por qué creés?

      –No sé. Por ejemplo: Abraham Lincoln y John Fitzgerald Kennedy. Fueron electos con cien años de diferencia. Y sucedidos por hombres del sur, ambos con el apellido Johnson. Y nacieron con cien años de diferencia. Los hombres que los asesinaron también habían nacido con cien años de diferencia. Y murieron antes de llegar a juicio. Al Presidente Lincoln lo mataron en un teatro. Atraparon a su asesino en una tienda. A Kennedy lo asesinaron desde una tienda. El asesino fue descubierto en un teatro. El apellido de la secretaria de Lincoln era Kennedy. Y el de la secretaria de Kennedy, Lincoln. ¡Decime que eso no tiene algo de maldito! ¿Qué te parece? ¡Tiene que haber algo! No puede ser pura casualidad, ¿no te parece?

      Dudé un instante, no quise quedar en ridículo, al final me decidí:

      —¿Conocés la historia de Bruce Lee? Él muere a causa de una hemorragia cerebral, en plena filmación. El personaje que interpretaba moría de un disparo hecho con un revólver que, se suponía, no estaba cargado. El hijo de Bruce Lee, también actor, veinte años después muere en medio de una filmación, porque alguien olvidó una bala en un revólver que debía estar descargado. ¿Casualidad?

      Respiré profundo, luego sentí un escalofrío extraño, desagradable. Creí haber experimentado esa sensación antes. Algo pareció moverse ante mis ojos, rápido. «Me habrá parecido», pensé, «¿una alucinación?».

      No hablé más.

      Al rato, Daniel me dijo:

      —Oscar, ¿estás bien?

      —Sí.

      —Bueno, dejemos por hoy.

      —Sí… Dejemos.

      Me levanté, lo miré y le hice la misma pregunta de siempre:

      —¿Cuánto te debo?

      —Lo mismo —respondió.

      Le pagué, esperé a que me abriese la puerta y salimos juntos al hall. Bajamos las escaleras desde el primer piso, en silencio hasta la entrada. Me despedí con un apretón de manos:

      —Daniel, hasta el martes, ¡buena semana!

      —Igualmente Oscar.

      Los dos sostuvimos la mirada.

      V. Deber, orgullo y frustración.

      Localidad de Escalada, ciudad de Lanús. Principios del año 1962.

       «Dichoso es aquel que tiene una profesión que coincide con su afición».

       George Bernard Shaw.

      Mis padres dormían en un cuarto que daba al jardín. La ventana, decorada con vitró de época, ofrecía ese mundo de plantas, que adornaban la entrada con diferentes aromas: jazmines, rosas, malvones rojos, y muchas otras, todas cuidadas por mi abuela. Era una típica casa chorizo, con los dormitorios en hilera, los techos altos, de chapa, puertas en madera y vidrio, con banderola, protegidas con postigos. El patio, previo, la galería cubierta amparaba las alcobas. Mi hermano y nuestros amigos jugábamos allí, también al fútbol. Ellos eran Ramón, Alberto, que a los catorce años se fueron a vivir a la provincia de Jujuy, y los hijos del mimbrero de enfrente. La parra de uva chinche rodeaba al pretendido comedor. Cuando las uvas chinches caían, cualquiera sin intención las pisaba. Los mosaicos se teñían de ese color borravino. Esa parriza hacía de toldo y arrojaba sombra. Los mayores se sentaban a tomar el fresco; almorzaban o cenaban allí durante los veranos muy calurosos. Detrás, en el enorme terreno, había limoneros, árboles de granada y de mandarinas. Los tomates que brotaban llenos de color,