Omar Lares

Hijo `e Tigre


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señal te lo permita. Esta avenida se llama Alsina. De nuevo tomás el primer colectivo que llegue, el 160 o el 79. Vas a volver a pasar por este lugar donde estamos ahora. Seguís seis cuadras para aquel lado —señaló— y bajás. Hijo, repetís lo mismo. Cuando cruces el bulevar, tené mucho cuidado; mirá bien a ambos lados, ahí no hay semáforo. ¿Entendiste Oscar?

      Papá me llamó por mi nombre: era un asunto importante.

      —¡Sí! —dije en voz alta y asentí con la cabeza al mismo tiempo.

      Papá me miró y dijo esas cuatro palabras que me encantaban:

      —¡Sos un buen chico!

      De regreso en la parada, papá sacó un delantal de cuerina con tres bolsillos. Uno grande; abajo, dos más pequeños, separados por una costura en el medio. Lo desplegó y me dijo:

      —Te tengo que poner esto para que lleves los diarios; acércate.

      Me incliné para que él pasase la tira del delantal y me lo ajustara por detrás. Me explicó:

      —En los bolsillos chicos ponés la plata, en uno las monedas; en el otro los billetes. En el grande van los diarios. Yo te voy poniendo varios; vos decime si te pesan, ¿entendido?

      —¡Sí! —respondí fuerte.

      Tito acomodaba los periódicos en el bolsillo grande. Yo contemplaba, entusiasmadísimo. Él me preguntó:

      —¿Está bien el peso, hijo?

      —Unos más podés poner, papi.

      —Hijo `e tigre —alardeó con alegría.

      Respondí con una sonrisa tímida.

      Tito me repetía esa muletilla cuando le agradaba algo de mí, incluso en mi adultez me alentaba a ir por más.

      —Bueno, bueno —acotó Salvador—, este niño quiere mostrar su fuerza.

      Miré a mi abuelo y levanté los hombros; no dije nada, en mis ojos se veía la felicidad.

      —Así está bien —dijo papá—. Cualquier cosa, venís a buscar más. Hijo, ¿alguna duda?

      —No papá.

      —Bueno, si estás listo podés irte, subís al bondi —a papá le gustaba usar algunos términos lunfardos—. Tranquilo, no te cobran boleto —me aclaró.

      —¡Bien! —grité.

      —¡Cuídate mucho!

      Me alejé unos pasos y volví:

      —Papá, ¿tengo que gritar «Diario»?

      Tito y Salvador rieron con ganas:

      —¡No hijo! Hoy no vas a necesitar eso.

      Llegó el 160, no tuve que pararlo, porque se bajaron varias personas. Después subí. El colectivero hizo un arranque brusco; me tambaleé y me sostuve fuerte de un pasamanos para no caerme. Entonces me vi frente a toda esa gente, mirándome, esperaban que yo avanzara. Papá tuvo razón: no necesité decir nada, me sacaban los diarios de la mano, no me alcanzaban las dos para entregar y cobrar a la vez. Di dos vueltas, entre idas y venidas. Con tanta emoción, no me percaté de que me quedaban pocos diarios. Cuando me di cuenta, pensé: «En la próxima vuelta me bajo; llevo más y sigo vendiendo». Era mi primera experiencia real de trabajo. De paso, ayudaba a Papá. Me quedaba el último periódico. Subí al colectivo hacia el kiosco de diarios y me llamó un señor sentado en la hilera final. Me costó llegar hasta él por los movimientos del viaje y por la cantidad de gente. Ese hombre compró el último ejemplar. En toda esa tarde, recién en ese momento me vi las manos; estaban negras por la tinta de los periódicos. Me quedé extrañado, nunca las había visto tan mugrientas. Al darle el diario a ese hombre, vi en la tapa la cara del muerto y pensé en el busto que había visto en el taller de pintura. Supe a quién me recordaba. Eso creía. Sentí frío; estaba a punto de tiritar, yo no largaba el diario; el señor tironeaba, hasta que reaccioné y lo solté. Me preguntó:

      —Nene, ¿estás bien?

      Asentí con la cabeza y comencé a retirarme, cuando escuché:

      —Nene, tomá.

      Volví. Me dio la plata y agregó:

      —Está bien, quédate con el vuelto.

      Le agradecí. Por la ventanilla vi que estaba pasando por la parada de diarios. Papá, sonriente, levantó una mano y me saludó. Comprendí que había estado pendiente de mí.

      Pegué la vuelta. Caía la tarde, el clima no ayudaba. Apenas bajé, papá vino a mi encuentro. Corrí y lo abracé, me quedé así un rato largo. Esa tarde gris, fría, empezaba a convertirse en una noche lluviosa. Había empezado la oscura noche de ese lunes 1 de julio de 1974.

      II. Baile de Carnaval

      Un verano de 1958 concluyó en un final feliz, primaveral, de 1961.

      «Llámalo clan, llámalo grupo, llámalo tribu, llámalo familia.

      Llames como lo llames, seas quien seas, necesitas una».

      Elisabeth Jane Howard.

      Isabel y Tito se conocían desde muy chicos, del barrio, de vista o por entrecruzar miradas. Mamá vivía donde nació, en Lanús, en una casa que había sido comprada con la fortuna de un gordo de Navidad, en la calle Pergamino, hoy Quarracino, en honor al médico de cabecera de la zona. Y de mi familia. Mamá compartía su hogar con sus padres y su hermano mayor, Gaspar.

      Papá vivió con sus hermanas menores, Noelia y Dolores, y su medio hermano, mayor que él, tío Negro. Era el hijo mayor de mi abuela, de una relación anterior. Con quién, siempre fue un misterio del que nadie hablaba. Y con mis abuelos paternos, Magdalena y Juan Pablo, en Escalada, también partido de Lanús, cerca de las vías del tren, a una cuadra del paredón, en un lugar que se llamaba La Cueva, típico inquilinato. En esa época, papá no se podía dar el gusto de no trabajar, a pesar de su corta edad. Además, él durante su infancia, y en la adolescencia, tuvo amigos en ese conventillo de la calle Aguilar, entre Juan B. Justo y Fray Mamerto Esquiú, vecinos.

      Fue en los carnavales de 1958, un sábado. Tito tenía veinte años. Uno de sus mejores amigos, el cabezón Barrientos, habitante de La Cueva y compañero desde la escuela primaria, le insistió para ir al baile:

      —Tito, ¿vamos a la Sociedad?

      —¡Cabezón, no me hinches! Estoy cansado, hoy hicimos de todo, me siento como en los días que plantábamos árboles alrededor de las canchas del club —dijo sentado en el piso. Con la espalda apoyada contra la pared en la ochava, jugaba con una ramita del naranjero.

      —Bueno, igual podemos ir. ¿Quién te dice? Capaz… ¡Hoy tenemos suerte!

      —¡Ja! ¡Ja! ¡No me hagas reír, cabezón! ¡Siempre van las mismas!

      —Hoy puede ser diferente; escuché que va a tocar una orquesta –recalcó Barrientos.

      —¿Qué banda musical puede tocar en la Sociedad de Fomento Villa Talleres?

      —Ah, no sé, vayamos a preguntarle a don Atilio.

      Atilio era el bufetero. Y bailarín. Con otros tangueros organizaban milongas. Los vecinos iban a pasar el rato. Pero los carnavales eran los carnavales.

      Las sociedades de fomentos y los clubes de barrio organizaban bailes memorables. Iban familias enteras para disfrutar el colorido y las comparsas. Se quedaban hasta largas horas de la madrugada.

      Según Barrientos, Atilio debía saber qué banda iría esa noche.

      —¡No! ¡Qué puede saber ese, dejá! —insistió Tito sin soltar la ramita.

      —Si no sabe él, ¿quién? ¡Vamos!

       —Me convenciste —Tito estiró las manos para que su amigo lo ayudara a levantarse.

      —¡Qué