Alcides Bertran

Los cuadros de la muerte


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también lo conozco —respondió la joven.

      —Sí, ya lo sé… —aseveró Miguel—. Te vi el otro día en su auto.

      —¿Me vio?... —reaccionó sonriente la joven, sin pu­dor, a la vez que sus hermosos ojos se almendraban más aún.

      —Sí... te he visto —reiteró el quiosquero mirándola, y luego agregó—: Sos una pícara, es un hombre casado.

      —¡Ay, don Miguel! En el amor nada importa, usted es muy antiguo, me parece.

      —Es verdad —acotó el alemán recobrando la son­risa—. En mi juventud, las chicas eran más recatadas; pero bueno, te deseo suerte antes de que el padre Agustín se entere y co­mience con sus sermones.

      —¡Oh, no me haga acordar, tengo que ir a confesarme! —respondió la joven, a la vez que todas sus amigas, riéndose, le decían a coro:

      —¡Sos una pecadora!

      Vencido Miguel, Isabel y sus amigas llevaron el cua­dro hasta la comisaría para que el comisario Kesman ubicara al hombre o mandara a uno de sus agentes a que se lo hiciera lle­gar.

      Al ingresar en el despacho, este salía acompañado por la jo­ven psicóloga —Martina— quien, al observar el cuadro, adoptó una expre­sión de júbilo y, tomándose el rostro absolu­tamente impre­sionada, corrió hacia ellas.

      —¡Increíble! ¡Increíble! ¿Quién es el artista que logró esto? —exclamó deslumbrada.

      —Un hombre extraño —respondió Julieta ensenándole la pintura en el instante en que Isabel se alejaba con Kes­man hacia un sector menos concurrido del despacho. Ambos parec­ían ence­rrarse en un diálogo privativo en el que ella dibujaba una son­risa agradable, quizá como retribución a los halagos que en todo momento este le ofrecía, porque era evidente que se sentía afectado por su belleza, y vaya, las virtudes juveniles del cuerpo de la joven no eran para menos. Cómplices miradas intercambiaban cuando Martina, inoportunamente, los inte­rrumpió diciendo:

      —¿Viste esto, Ignacio?

      Pero la joven, al instante de decirlo, se dio cuenta de su grave error.

      —¡Perdón! —se corrigió—. ¿Vio esto, comisario?

      Las chicas se miraron entre sí y se rieron.

      Al no hallar respuesta, levantó la vista y vio la espalda de Isabel protegida por los brazos cariñosos de Kesman.

      —¡Ignacio! —exclamó entonces, súbitamente, arro­jando la pintura sobre el escritorio y ya sin importarle la ma­nera de di­rigirse. Su voz fue grave.

      Recién entonces Kesman reaccionó, pero la analista, fijos los ojos en los de Isabel, recibió la retribución de ella: una son­risa desagradable.

      —¡Sí... sí! —atinó a decir Kesman, como dándose cuenta de la situación—. ¿Quién... quién ha pintado esto?

      No tuvo respuesta, entonces, con parquedad, fue acercán­dose al grupo de alumnas que se mostraban sorprendidas por las in­esperadas actitudes.

      —Un señor se lo olvidó en el quiosco de don Miguel —respondió una de las jóvenes, luego agregó—: Un señor forá­neo que no conocemos y pensamos que usted podría de­volvér­selo.

      —Sí, claro, cómo no —contestó, tratando de ocultar sus nervios.

      Martina, que estaba alejada, se les reunió; aunque con ros­tro grave. Volvió a observar el lienzo para luego decir con voz pausada:

      —Me gustaría conocer a esa persona, hay algo en su pin­tura que es excitante.

      —¿Cómo qué? —preguntó Isabel, observándola, pues había hecho una tregua en su enojo.

      El cuadro poseía una tonalidad penetrante de rojo púrpura que de manera extraña contrastaba con un sol que se hundía en un horizonte de extrema languidez. La armonía se quebraba con ese entorno desgarrado que caía como san­gre coagulada.

      —Esto —dijo pasando los dedos sobre las extrañas pince­ladas.

      —Me inquieta el análisis de una psicóloga —dijo en­tonces la joven, insultante, y luego agregó—: Me encantaría tener la posibilidad de descubrir una obra de arte desde su perspectiva, ¡doctora!...

      La joven analista pareció no amilanarse e incorporando ironía, que se evidenció aún más por la vivacidad de sus ojos, le res­pondió con increíble frialdad:

      —Deberías visitarme uno de estos días. —Al decir esto giró la vista hacia Kesman, que se hallaba alejado apo­yando una de sus manos en la barbilla.

      Concluido este episodio, una de las chicas, oportuna y sen­sata, dijo mirando a sus compañeras:

      —¿Nos vamos?

      Fueron saliendo del despacho, instante en que Isabel apro­vechó para encarar a la joven psicóloga; se le acercó y le dijo con vehemencia al oído:

      —¿Nos vemos?

      Esta retiró su rostro de al lado del de la joven y, con ani­mosidad, efectuó un movimiento pre­ciso de cabeza que causó que su oxigenado flequillo se ubicara correctamente sobre su frente y dejara al descubierto sus ojos irritados y hundidos en sus cuencas; si no fuera por el preciso delineado de sus cejas y por la tonalidad de sus pómulos salientes, más se asemejaría a un ser sin vida que a una bella mujer que recién se aproximaba a los treinta y cinco años.

      Cuando quedaron a solas en el despacho, un absoluto si­lencio reinó.

      —Yo también me voy... Ignacio —dijo Martina, dubi­ta­tiva, como esperando a que Kesman la detuviera.

      Pero él le esquivó la mirada y permaneció en silen­cio, en­tonces, y ya desde el umbral, ella preguntó:

      —¿Qué tiene que ver esa chica... Isabel, con vos?

      Kesman la observó detenidamente por un instante y luego fue tajante:

      —Está enamorada de mí.

      Cuando cesó la enloquecida campanilla que pendía de la puerta, Kesman vio cruzar frente a los cristales la silueta ende­ble de la joven y luego oyó el raudo alejamiento de su auto­móvil. Afuera, la noche ya era cerrada y las luces de la ciudad resplandecían alejando la espesa oscuridad hacia los jardines, de donde emanaban aromas fragantes de romeros y de cedro­nes.

      Los días subsiguientes fueron de mucho sol y escasa nu­bo­sidad, pero aquel día la mañana primaveral se mos­traba des­lumbrante. El sol resplandecía en el cielo azul y una fresca brisa hacía mecer los rosales del jardín de la vi­vienda del padre Agustín. Ana, la viuda del profesor de lite­ratura que ejerció en el magisterio, fue quien sugirió ubicarlos allí, al costado y al fondo de la parroquia. Agustín acató dicha sugerencia creyendo que embellecería el predio de la iglesia y sabiendo, además, que significaba un home­naje póstumo para quien fuera no solo un profesor respe­tado, sino un eximio urbanista y que su pro­yecto, junto con otros, pretendieron ser en vida aportes para los paseos de la ciudad. Pero con su muerte se convirtieron en de­seos in­cumplidos. Con sumo interés observó los planos cuando supo que eran de Pablo. Una vez construidos los peque­ños canteros y los caminitos de polvo de ladrillos, admiró con asombro la capacidad del profesor; lamentó su muerte, re­cordó que se produjo al poco tiempo de haber sido él desig­nado párroco de la iglesia. Cuánto tiempo había pasado desde enton­ces. Nunca pensó que profesaría la vida espiritual y cuidaría de tan buena gente, y menos imaginó que Nuestra Señora del Ro­sario fuera la patrona y la protectora de una región de hombres esperanzados. Por eso, al abrir la ventana de la habitación, se sintió absorbido por cierta reminis­cencia de su tiempo de misio­nero por aquellos sufridos países del África, por esos lu­gares en donde todo era dife­rente. Retenía en su mente aún a aquellos niños desnutridos y hambrientos por consecuencia de las gue­rras intestinales que destrozaban toda fe, toda fuerza. No podía creer el buen pastor —pues daba por sentada la existen­cia