Alcides Bertran

Los cuadros de la muerte


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él había logrado traspasar las barreras de la psique. Pero tan férrea aplicación en una ciencia en constante cambio arries­gaba embaucamientos que luego podían perturbarle razo­na­mientos lógicos; más si los ramilletes de poluciones enco­frados en la mente no siempre respondían a estructuras o encasilla­mientos. Sin embargo, su pragmatismo no le per­mitía canalizar vías disímiles, sino oscuras y extrañas interpre­tacio­nes.

      —Me agobian estos colores, presumo que provienen de un sueño —dijo apoyando su mano sobre su cabeza. Luego re­tomó—: Qué sería de nuestros espíritus si no acatáramos los impulsos del inconsciente.

      El hombre, en silencio y parado frente a ella, parecía ido y ni siquiera esa afirmación emergida del interior excitado de la joven lograba traerlo de vuelta.

      —No habrían subsistido los reinos. ¡Admiro a los hombres que protegen y se protegen con la sabiduría de los sueños! —continuó diciendo la joven analista profundizando cada afirma­ción con gesticulaciones y ademanes.

      Luego, cuando recuperó la compostura, comprendió que frente a ella había una persona; al menos así pudo conside­rarlo a pesar de su detestable desaliño, entonces, tras menguar un poco su excitación, dijo:

      —Quiero que pinte a una joven desnuda a orillas del arroyo; como verá, amo la estética —. Y luego de un silencio en el que su mirada se perdía en la inmensidad de la serranía, concluyó diciendo—: Todas las personas deberían convertir sus sueños en realidad y este sueño me perturba... Pero he de liberar mi camino para que se me cumpla.

      Cuando de imprevisto y antes de que concluyera, el ex­traño, parado enfrente y presumiblemente enajenado, ex­presó:

      —Habrá que estudiar la locura como se lo estudió a Van Gogh.

      Extraña reflexión y conjetura para quien lo escuchó con la boca abierta.

      —¿Piensa? ¿Este hombre piensa?... —balbució para sí la joven psicoanalista, luego dijo—: No era más que un loco.

      —Pintaba sus sueños —afirmó el desconocido.

      —Es verdad..., pero sus sueños eran enajenados, si hubiera pintado lo que sus ojos veían, todo hubiera sido diferente.

      —Prefirió lo que su conciencia le dictaba, y eso eran sue­ños —aseveró el hombre.

      Un extraño presentimiento envolvió a la joven analista. ¿Estaba realmente frente a un ser alienado? La serenidad pas­mosa que este le mostraba era increíble y la frialdad en sus pa­labras permitía diversas conjeturas.

      —Pero lo sacaron de la sociedad, y opino que los enajena­dos deben pudrirse en las cárceles o en los hospitales.

      —Sí —respondió el extraño, apuñalándola con la mi­rada—. Los que sueñan con la muerte o creen que cumplirán sus sueños a través de ella, deben pudrirse en la cárcel.

      Luego, colgando el caballete de su hombro, tomó por el sendero hasta perderse en la noche. La joven permaneció ob­servándolo un largo rato, en absoluto desconcierto; su rostro aniñado adoptó una mirada adusta y oscura. No logró descu­brirle la personalidad y esa introversión hermética le preocupó sobremanera; tan extraños eran sus ojos y todo lo que irradiaba que hasta tuvo que bajar la vista al enfrentarlo.

      Caminó pensativa un buen trayecto hasta que pudo despren­derlo de sus pensamientos. Pero no logró paz, esta vez su preocupación se trasladó a los problemas que incumbían al comisario Kes­man, y entonces, con profunda renunciación y convicción, ex­clamó:

      —¡Yo voy a ayudarte, no vas a estar solo, mi amor! ¡Yo voy a protegerte y a protegerme, ya lo verás!

      El escritorio del comisario —atestado de papeles— era de­plorable; con semejante desorden era imposible pensar que hubiera expedientes e informes cronológicos. Denuncias, inda­gatorias, pedidos de informes, memorándums y todo cuanto fuera papel parecía haber sufrido las consecuencias de un ciclón; hasta su mente parecía haber padecido una terrible in­clemen­cia. Su rostro no podía ocultar sus ojos ojerosos que daban la sensación de estar hundiéndose en el fondo de una ciénaga; pero a pesar de todo intentaba resistirse al insomnio, que avan­zaba y que pretendía agotarlo por completo.

      La última vez que miró el reloj de pared, este indicaba las dos de la madrugada. El despacho, con increíble sonori­dad, denunciaba todo cuanto se moviera en su interior, pues los ecos se desplazaban por los pasillos como las notas musicales sobre las cuerdas de un instrumento; era la señal de que la noche ya había extendido su tenebrosa oscuridad. La incomodidad en la que estaba descansando le hacía incorporar abruptamente de vez en cuando el desorden ya existente y desacomodarlo más aún, porque al bajar los pies del escritorio arrastraba consigo lo que allí quedaba de expedientes y de papeles. Con esto lograba darse cuenta de que aún existía, pues el sonambulismo en el que estaba sumergiéndose amenazaba con hacerle perder toda noción de tiempo y espacio.

      Las horas seguían transcurriendo cuando de pronto el es­tridente sonar del teléfono lo despertó. Se incorporó sobresal­tado y atinó a observar con atención el reloj, esta vez señalaba las dos y media pasadas.

      —¿Quién será a esta hora? —musitó, malhumorado, haciendo lo posible por despabilarse; sin poder ahogar un in­oportuno bostezo, con ronca voz, preguntó:

      —¿Quién es?

      Un fuerte silencio se produjo y lo obligó a preguntar nue­vamente; aunque esta vez con mayor inquisición:

      —¡¿Quién es?!

      Pero el silencio prosiguió y, cuando ya estaba a punto de expresar un improperio, escuchó la dulce voz de Isabel que le decía:

      —Mi amor, soy yo.

      —¡Isabel! ¡Te pido por favor, no vuelvas a hacerme esto! —exclamó.

      —¿Qué te pasa, Ignacio? Te noto raro. —preguntó la joven haciendo deslizar con sensualidad la voz.

      —No... no es nada, es que estoy preocupado —le respon­dió a secas.

      La joven intuyó el motivo de su nerviosismo.

      —Seguís con eso... ¿verdad?

      —¿Y qué querés que haga? —le espetó, como si no fuera quien le quitara el sueño.

      En el intervalo que se produjo, pareció lamentarse de su situación. Pudo en su juventud optar por dos caminos que le había propuesto su padre: seguir con sus estudios de licencia­tura aeronáutica o dedicarse de lleno a la administración de un consorcio en un complejo habitacional de la ciudad de Córdoba; allí su padre era el administrador y él colaboraba con las labores más sencillas. Pero su ingénita y vasca testarudez, heredada de su madre, pudo más, ya que siguiendo el consejo de un amigo de la infancia, a su vez proveniente del padre de este, ingresó en la academia. “Allí tendrás un futuro intere­sante”, le había dicho, y el haber aceptado hoy lo obligaba a estar en se­mejante embrollo. No pudo más que lamentarse de aquella de­cisión.

      —Ignacio... necesito verte —dijo la joven.

      —¿Qué hora es? —preguntó entonces mirando el reloj, que señalaba las dos y cuarenta de la madrugada.

      No logró más que sorpresa e, incorporando realidad, frun­ció el ceño y dijo:

      —¡Son casi las tres de la madrugada! Isabel, ¿en dónde estás? —Esta vez su voz encerraba una actitud recriminatoria.

      —Acabo de salir de lo de Beti, pero antes estuve en el consultorio de la psicóloga.

      —¿En lo de Martina?

      —Sí.

      —¿Y qué hacías allí? —preguntó contrariado.

      —¿No recordás que quedé en ir a visitarla?

      —¡A visitarla! ¿Cuándo? —exclamó enardecido.

      —Cuando te llevamos el cuadro que se había olvidado