Alcides Bertran

Los cuadros de la muerte


Скачать книгу

¿Qué voy a decirle? No soy un alcahuete. Eso es cosa de ustedes —res­pondió, y luego agregó—: Quien sí es­tuvo preguntando por vos fue la psicóloga.

      —¿Cómo? —Esto intrigó a la joven—. ¿La psicóloga Mar­tina?

      —Bueno, en realidad, vino a buscar el periódico y pre­guntó, pero se la veía como contrariada o de malhumor y con una cara de esas que ni te cuento, decime, ¿no se medica esa chica?

      Giró entonces la vista hacia el consultorio que se divisaba con claridad casi al final de la cuadra.

      —Habrá tenido una noche de esas...

      Eso llamó la atención de Miguel que, mientras la obser­vaba, preguntó:

      —¿Qué decís?

      —Nada, don Miguel, no me haga caso, yo me entiendo —respondió.

      Luego, antes de retirarse y como si recordara, agregó:

      —¡Ah! Si la ve a Julieta o a Beti, dígale que voy a la igle­sia y después quizá vaya al parque. ¡Ay, por Dios, espero que Julieta no esté enojada! —suplicó cuando ya se alejaba.

      Al subir por las escalinatas de la iglesia, el padre Agustín giró sobre sí y le sonrió; su sereno rostro se veía cansado. Isa­bel pareció temblar, pero se calmó cuando el religioso la tomó de los hombros y la llevó al sector de jardi­nes; con lentitud comenzaron a internarse entre los rosales. En el corazón del párroco comenzaban a desatarse los dolores más atro­ces: chicas como Isabel estaban desapareciendo y él necesitaba protegerlas o, al menos, quitarles el miedo. Pero no hallaba la manera, pues no bastaban los rezos ni las plegarias y hacía ya varios días que lo visitaban buscando aplacar ese temor. Se sentaron en uno de los bancos y ella le enseñó la partitura de “La Polonesa”, de Frédéric Chopin, que había estado ensa­yando. Eso fue sufi­ciente porque, complacido e interesado, la invitó a que un próximo domingo tocara el piano para em­belle­cer la santa misa. Algo tenía ese hombre que enternecía, sus ojos transpa­rentes invitaban a la verdad; aunque en lo pro­fundo también parecía albergar un gran dolor. Luego de un instante, la joven dijo con preocupación:

      —Padre, yo no sé cómo hacerle esta pregunta, pero...

      —Hija, todas las preguntas merecen respuesta —le con­testó, animándola.

      —Es que se trata sobre el amor... padre —dijo con titu­beos.

      —¿Estás enamorada? —preguntó Agustín con serenidad y la miró profundamente como intentando darle con­fianza.

      —Es lo que no sé —respondió la joven, cargada de dudas.

      Entonces la invitó a que se levantara y comenzaron a reco­rrer el jardín hasta instalarse bajo la sombra de un fresno, cuyas hojas eran fuertes y tupidas y casi no dejaban pasar el sol; aun­que sí una leve resolana. Por el tronco agrietado del árbol, una orquídea se aferraba desprendiendo un largo tallo en cuya co­rola se desplegaba un ramillete cubierto de minúsculas flores amarillas.

      —¿Ves esa pequeña planta cómo se aferra al árbol?

      —Sí —contestó la joven, tocando con la mano las tiernas hojas.

      —El amor verdadero debe ser así, el uno para el otro, afe­rrados, consintiéndose, encontrando cada uno su lugar. Es im­posible pensar que esta orquídea pueda dañar al fresno porque vive con él y él la está protegiendo. El amor debe ser así: el uno para el otro siempre.

      La joven permaneció reflexiva observándolo y en ese ins­tante no supo qué lo unía a Kesman. Si fuera amor verdadero —pensaba— no habría cosas por las cuales disgustarse, sin em­bargo, las había. No podía entender que fuera tan frío y pro­tector a la vez y por un momento creyó que quizá no estaba enamorada. Pero se calmó al pensar que tampoco nadie anterior a este hombre le había resultado mejor.

      Las nubes, imprevistamente, comenzaron a levantarse y, ya para el mediodía, gigantescos cúmulos se desplazaban en lo alto; a la distancia se notaba cómo iban compactándose. Darío, el niño menor y el más rubicundo, fue hacia las rocas tras haber juntado un bolsillo de piedras transparentes y, luego de trepar por una de ellas, se agazapó tensando su honda, luego se es­cuchó el chasquido del disparo y el zumbido del proyectil que iba rebo­tando de roca en roca; no dio en el blanco: la lagar­tija zigzagueó vertiginosa en­tre estas y se ocultó. Se internó luego detrás de las malezas para buscar nuevas presas; a la vez que Elio, su amigo, se ale­jaba por la ribera hasta alcanzar el sauce que se inclinaba sobre las aguas a pocos metros de donde una restinga dejaba ver algunas rocas basálticas que obstruían la corriente. Encarnó el anzuelo con un trozo pe­queño de rana y lo lanzó lo más lejos que pudo, así una y otra vez. Hasta que de pronto la caña se en­corvó; era un pique, entonces la levó con fuerza por detrás de su es­palda y gritó a su amigo:

      —¡Lo saqué! ¡Lo saqué!

      Darío, que a la distancia lo escuchó, bajó corriendo de las rocas y por la emoción anuló toda competencia.

      —¡Un bagre! —exclamó una vez junto a él.

      —¡Sí! ¡Pero cuidémonos de las púas de las aletas!

      —¿Dónde lo sacaste? —preguntó.

      —¡Ahí! —señaló—. ¡Logré distancia parándome sobre esas rocas!

      Se dirigieron nuevamente hacia ellas, saltando de una en otra hasta internarse no menos de tres metros de la costa. Allí se quedaron, impactados por el bullicio que producían los cardúmenes de bagres y de mojarras. Cuando, de pronto, algo os­curo pareció ondularse en el agua a pocos metros de donde estaban. No tuvieron tiempo de ver qué era, pero se cruza­ron una temerosa mirada. Al instante, el bulto volvió a asomarse y los llenó de escalofrío. Al no poder soportar la impresión, que les produjo una mudez atroz, con grandes zan­cadas salieron de las rocas y comenzaron a trepar las colinas buscando el sendero hacia el pueblo. Por la desesperación no pudieron ver a nadie, ni siquiera al hombre que sí los vio pasar corriendo frente a la casa del palomar. Este luego giró sobre sí y se quedó mirándo­los.

      Al rato, no más de dos cuartos de hora, se escuchó una si­rena que partía rauda del pueblo y tras tomar el Camino Real se dirigió hacia el arroyo levantando una gran polvareda.

      —¿En dónde? —preguntó Kesman a los pequeños, ya a la vera del arroyo.

      —¡Allá, cerca de las rocas! —Señalaron con temor inena­rrable en sus rostros.

      No le llevó mucho tiempo descubrir el cadáver que se ale­jaba y se volvía contra las piedras en un macabro y rollizo flo­tamiento.

      —¡La cuerda! —gritó el comisario a uno de sus hombres a la vez que se introducía en las aguas que se enturbiaban con arena y lodo en cada oportunidad que el cadáver se acercaba a la costa.

      Con esfuerzos lograron sujetarlo por debajo de las axilas y lo arrastraron hasta la ribera. Kesman ordenó que los niños fue­ran llevados nuevamente al pueblo para que no presenciaran lo que seguía. Pero grande fue su sorpresa cuando giraron al cadáver sobre la arena: el bello rostro de Julieta se dejó ver por entre sus enmarañados cabellos rojizos; sus ojos verdes estaban cu­biertos por una viscosidad y no eran menos horribles que sus labios lívidos y abiertos. Al girarla, de su boca, y como transi­tando por inertes laberintos, una gran cantidad de agua se des­lizó sobre la arena sucia. No había manchas de sangre, el agua las impedía, pero cuando le descubrieron el pecho, las heridas estaban allí. Kesman, con resignación, observó a la distancia, que ya iba abrumándose por la lluvia que se acercaba arremoli­nada y con un re­pentino relámpago; el eco del trueno llegó tardío, como rebo­tando en la lejanía. Entonces, apoyando las manos en la cabeza, se dejó caer de rodillas; ya nada le im­portó. De los hechos, solo estaba logrando descubrir a las víctimas y del asesino, ni la menor pista. La angustia lo apocó y, al observar de nuevo a la joven, comprendió el dolor que causaría la no­ticia en Isabel. Allí estaba su amiga íntima, flo­tando en el arroyo y el criminal, quizá, caminando