Alcides Bertran

Los cuadros de la muerte


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la culpabilidad del extraño, pues nadie como ella conocía a ese tipo de perso­nas. Entonces, sin contratiempos, pero con pro­funda incerti­dumbre, regresó al pueblo.

      Ya la noche caía y no supo por qué motivo se detuvo frente a la vivienda de la joven analista. Golpeó la puerta y es­peró.

      —¡Ignacio, no esperaba tu visita! —exclamó desde el um­bral cuando lo vio.

      —No sé muy bien por qué vine. Estuve en el arroyo y todo me pareció tan extraño… —le respondió.

      —¿En el arroyo... y a qué fuiste? —indagó.

      —Es el lugar del crimen —aseveró, luego preguntó—: De­cime, ¿qué viste en esos cuadros?

      La joven no respondió, giró sobre sí y observó el interior sombrío del living.

      —Pasá, pasá —le dijo señalando el interior—. Pasá que preparo algo para tomar.

      Cuando volvió al living lo hizo bebiendo de su copa, y luego dijo con tono determinante:

      —Ese hombre tiene una increíble maestría, es magistral en su estilo. ¿Te acordás de aquella muestra a la que asistimos en donde un artista europeo ya deslumbraba con esos trazos? Re­alista, pero con un escape de locura. —Y luego de un sorbo ase­veró—: Aunque es imposible pensar que los clásicos per­mitir­ían pinceladas así.

      —Pero ¿por qué ese lugar? —la interrumpió Kesman, contrariado y perplejo al no encontrar nada en claro en las dis­plicentes respuestas de la analista.

      —¿Qué lugar?

      —El lugar del crimen —respondió.

      La joven se levantó y con pasos ágiles se acercó a la puerta; en sus ojos se notaba una inesperada excitación.

      —¿Otra copa, Ignacio? —preguntó, como si se desintere­sara del comentario que le hiciera.

      Pero Kesman, que estaba tan obsesionado por hallar res­puestas, volvió a insistir.

      —Decime, Martina, a estas personas, ¿su patrón emocional les permite momentos de olvido o vacíos? Vos me entendés, no sé cómo explicártelo.

      La joven pareció no querer prestarse a tales preguntas, pero luego, tras aspirar una bocanada de aire puro de la ven­tana, dijo:

      —La mente da para todo, pero vos tenés que elegir los sueños. Si te guías por ellos, vas a lograr tus propósitos. El gran maestro descubrió esas virtudes y puedo asegurarte que estos provocan los hechos; nunca permitiré a los innovadores que pretenden quitarle la espontaneidad al cosmos. Dejá que guíen tu futuro. Los de Jung dicen, estúpidamente, que el espí­ritu y el alma se armonizan en un dios interior; pero mi Dios, Ignacio, no es interior, sino universal. —Luego de estas pala­bras pareció for­talecerse, y agregó—: No creo que ese extraño tenga un dios interior, tan solo refleja lo que ve; aunque nada de su alrededor le transmite algo. Es más, Ignacio, estoy segura de que ni siquiera sabe expresar lo que hace.

      —Sí, pero ese árbol está allí y en su pintura también, lo acabo de ver —respondió mirándola.

      La joven profesional dio media vuelta sobre sí y bebió con sorbos lar­gos hasta concluir su copa.

      —Inerte, sin vida, Ignacio, pura casualidad, solo él lo ve así.

      —¿Y esas flores? —preguntó entonces Kesman.

      La joven calló fijando los ojos en un punto inexistente y luego dijo con un tono muy apocado:

      —Son solo flores, mi amor. Pero sí debo decirte que la enajenación produce vacío y en ella puede caber hasta la muerte.

      Kesman no lograba atar cabos, pensaba que si fuera un psicópata, jamás transitaría al descubierto sin dejar algo al azar que lo descubriera. Además, alguien en algún momento lo de­lataría, puesto que sus actitudes y sus movi­mientos no eran del todo normales. Si bien había estado en el lu­gar del hecho, más le pareció que por ausencia mental que por haber participado en él.

      Al llegar a su despacho se sorprendió cuando vio que Beti estaba esperándolo.

      —¿Qué pasa? —preguntó.

      —Isabel quiere verlo urgente —respondió la joven.

      Cuando ingresó a la clínica, la enfermera le anticipó del estado depresivo de la joven, que estaba bajo fuertes tranquili­zantes. Se instaló a su lado y la tomó de la mano; a la vez, una notable desesperanza se dibujaba en su rostro. Luego, en no más de un cuarto de hora, la joven comenzó a transpirar y a girar la cabeza de un lado para el otro, y a pesar de su esmero por tranquilizarla quitándole la transpiración con un pañuelo, nada la calmaba.

      —¡Fue a mí, fue a mí! —balbució la joven dando muestras de que las pastillas ya estaban menguando su efecto.

      —Isabel... querida —se desesperó.

      —¡Me quiere matar!

      —¡Isabel, por favor, despertate!

      La joven parecía entrada en un trance, pues su pecho co­menzaba a agitarse y su respiración, a obstruirse.

      —¡No! ¡No! —gritó de pronto—. ¡Me quiere matar!

      —¡Isabel, tranquilizate! —suplicó intentando despertarla.

      Pero nada podía hacer, la joven continuaba excla­mando:

      —¡Me va a matar, tiene un puñal, Ignacio! ¡No!

      Ya desesperado, la tomó de los hombros y la sacudió con vehemencia, a la vez que llamaba a las enfermeras. Cuando la joven logró despegar sus párpados, comenzó a inspeccionar la habitación sin comprender dónde estaba; sus bellos ojos se veían desorbitados y la blancura de su rostro impresionaba sobremanera.

      —Otra vez la pesadilla —balbució la joven una vez que comprendió su situación, y se echó a llorar en sus brazos.

      Kesman se sintió culpable al recordar que desmereció lo dicho por la joven con respecto a esas imágenes horribles; se lamentó por no haber logrado una aproximación sobre ellas. ¿Qué le restaba por hacer? ¿Ahondar las sospechas efímeras sobre el extraño de la colina? Se trasladó imaginariamente al día siguiente y supo lo difícil que sería llegar a su despacho y ver los informes sin respuesta sobre el escritorio; la amargura lo estaba traicio­nando y pensó que aún faltaba lo peor. Sintió temor con solo imaginar lo que diría Quintana, y hasta creyó que Agustín tam­bién exigiría su detención, pues ya era un re­clamo imperante. No se podía seguir permitiendo que esos hechos sucedieran, Dios también había creado la justicia de los hom­bres. Pero todo le llegaba a la cabeza oprimiéndolo y pro­vocándole indecisión.

      Cuando la joven se serenó, le comentó lo del llamado y eso le llamó la atención. Por primera vez el posible asesino había tenido palabras; era lo que esperaba, que diera indicios de que merodeaba por el pueblo. Y, aunque una y otra vez tuvo que esquivar los fracasos y las detenciones equivocadas, en un ra­malazo de pensamientos recorrió todas sus sospechas. Sabía que era alguien que andaba entre la gente, de eso no tenía du­das. Pidió a la enfermera que cuidara de Isabel, y a Beti, que tranquili­zara a la madre, porque la señora sufría de hiperten­sión. Luego de averiguar el domicilio de la encargada del con­servatorio, se dirigió hacia allí. Era necesario que le pudiera aclarar algo; si era verdad lo del llamado, entonces habría fun­dadas razones para el estado de la joven.

      Luego de golpear la puerta, permaneció por un instante ob­servando la calle entumecida. Supo de su responsabilidad, aun­que la víctima pasara a ser un número más en los archivos de homicidios. Pero lo que no cerraba en su análisis era cómo había podido el asesino matarla en la entrada del pueblo y trasladarla luego hasta el río.

      La encargada llegó hasta el umbral, compungida y atemo­rizada y, al verle la rigidez en la mirada, supo a lo que iba.

      —Pase —dijo entonces—. Tome asiento.

      Kesman