Alcides Bertran

Los cuadros de la muerte


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fue esa comunicación?

      Tardó en responderle, pero luego le dijo:

      —Como todas, muchas personas llaman a las chicas, in­cluso usted lo ha hecho.

      —Me refiero a si algo le llamó la atención —aclaró mirán­dola.

      —No, solo dijo: “¿Con el conservatorio?”. Por eso pensé que no era habitual su llamado.

      Se quedó un instante pensativo tras esas palabras, luego preguntó:

      —Dígame, ¿cómo fue el diálogo con esa persona?

      —Usted sabrá, comisario, entre pianos y violines uno no puede recordar mucho, pero se la veía alegre. No tengo duda de que era con alguien conocido.

      —¿Recuerda usted exactamente qué se dijeron?

      —No, solo la escuché decir: “A las veintidós me espera, sí a las veintidós”, luego cortó.

      —¡Sí, entonces tenía razón Isabel! —afirmó Kesman, gi­rando la cabeza de un lado a otro.

      —¿Cómo? —preguntó la mujer, sorprendida.

      —¿No se da cuenta? No era a Julieta a quien quería matar, sino a Isabel.

      —Pero la mataron a ella y... No entiendo —agregó tomán­dose la cabeza.

      Kesman tomó distancia, sus ojos iban hacia el ca­llejón, en donde las débiles luces titilaban y dejaban una incons­tante pe­numbra y claridad.

      —Quería matar a Isabel —balbució, y luego agregó enfáti­camente—: Que haya matado a Julieta pudo haber sido por dos motivos: uno, por equivocación y el otro, para prevenirla.

      —¿Prevenirla de qué, comisario? —preguntó entonces la encargada, que nada entendía.

      —Eso no sé decirle —le respondió mientras se levantaba.

      Y cuando ya estaba en la calle escuchó la súplica de la mujer, que desde el umbral le decía:

      —¡Detenga a ese asesino, comisario! ¡Deténgalo, por fa­vor!

      Con cautela subió a su automóvil y permaneció un largo rato al volante escudriñando la noche; para entonces, la ala­meda y el pinar contorneaban en oro sus siluetas y la luna re­cién comenzaba a deslizar su luz plateada por las lade­ras. Las intermitentes luciérnagas aggiornaban ese anochecer deam­bulando sobre la hierba y sobre la imperceptible bruma que recién comenzaba a levantarse al final del Camino Real. ¿Cómo aceptar que tan bella geografía fuera escenario de ase­sinatos? Esa zona solía ser frecuentada por muchos enamora­dos que se alejaban a la vera del arroyo, pues era propicio para el amor. Cuántas veces llevó a Isabel a caminar por ese sendero bajo el sol sangrante del ocaso a la espera de las primeras es­trellas. Ni cuenta se dio de que su automóvil ascendía las coli­nas y de que, tras pasar el pinar, se detenía en el mismo lugar en donde había visto al extraño sen­tado bajo la lluvia. El sauce que se delineaba plateado era un testigo amorfo de lo sucedido, como el ondear de las aguas que se perdían tras un recodo me­cido ante la brisa que parecía lle­var los sueños de la joven muerta.

      Cuando los ecos sordos de las sierras le llegaron a los oí­dos con el cantar de los gallos y el ladrido de algunos perros, tuvo noción del tiempo transcurrido; en el aserradero comen­zaba la labor a las cuatro de la madrugada. Al retomar la mar­cha, una inesperada alucinación pareció poseerlo, creyó ver otra vez a ese hombre sobre la colina; pero le bastó refregarse los ojos para asumir la cruda realidad: nadie estaba allí, solo él con su preocupación y su desconcierto. Entonces, no tuvo otra opción más que esperar a que la joven se recuperara para que ahondara en los detalles concernientes a su pesadilla. Si hubiera seguido el consejo de su padre, hoy sería un tranquilo hombre de negocios, un administrador de consorcios. Pero no valía la pena re­morderse la conciencia ahora por el error come­tido; no obstante, por primera vez veía con serios problemas que le otorgasen el cargo que ambicionaba. Es más, ya lo des­cartaba, pensó que no había hecho nada en su carrera en los últimos años que mereciera una buena consideración para lo­grarlo, y menos ahora con algo tan intrincado y confuso como era esta serie de asesinatos.

CAPÍTULO III

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