Alcides Bertran

Los cuadros de la muerte


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      —Igual a las otras, comisario.

      Reinó entonces el silencio, solo quebrantado por los relámpagos que iluminaban las colinas.

      Abatido, caminó hasta el raquítico sauce que se reclinaba sobre las aguas y se apoyó en él; allí permaneció un largo rato mirando con desconcierto, buscando respuestas. Luego ordenó cargar el cuerpo y que se lo llevaran para hacerle la autopsia; delegó las primeras tramitaciones a uno de sus agentes. Cuando quedó solo, caminó bajo la torrencial lluvia por la ribera, sin poder salir de su asombro. La suma de víctimas era de preocu­par. Pensó en Laura, la madre de la víctima, y en su responsabi­lidad de comunicarle lo sucedido. ¿Pero de qué ma­nera? ¿Cómo enfrentarla sin ninguna respuesta? Pensó en Isa­bel: eran como hermanas. Una desdicha impiadosa le carcomió el alma, más aún al comprender que la noticia del asesinato volvería a la cabecera del diario. “¡Quintana!”, exclamó supli­cante, cargado de odio y de resignación. Todo lo que había investigado fracasó y ni si­quiera con el identikit había tenido suerte.

      Los truenos y los relámpagos se acrecentaron y las arbole­das se veían inmersas en un gris de bruma y agua, incluso el contorno de las colinas se enseñaban en la distancia como amorfas on­dulaciones. Pero la inclemencia del tiempo no le importaba, estaba completamente empapado y sin ninguna idea clara. De pronto, al girar la vista hacia el vehículo, le pareció divisar a lo lejos una extraña sombra. Atisbó la mirada sobre ella, pues la cortina de agua no lo dejaba ver con claridad. Y no tuvo dudas: era una persona la que estaba allí. Cauteloso, se deslizó entre la maleza hasta tomar un sendero por detrás de aquel a la vez que una extraña sensación comenzó a inva­dirlo. En su presentimiento, todo convergía y atinó a acercársele con re­solución; debía conocer por qué motivo estaba allí. “¿Qué estará haciendo en este lugar?”, se preguntó, y no halló razo­nes, por eso, con determinación, trepó arrastrándose entre las dunas y los espinos. Cuando logró rodearlo y lo tuvo a muy corta distancia, fue increíble su sorpresa: el hombre estaba sentado sobre unas rocas en medio de la copiosa lluvia y se protegía de esta tan solo con una oscura gorra.

      —¡Está loco! —exclamó casi delatándose.

      Pero el extraño ni se dio cuenta de su presencia, se­guía impertérrito como en un mundo que le era propio; por consi­guiente, impedía que otros pudieran unírsele. Ese aisla­miento permitía intrigas, pues todo él parecía emerger de un mundo de sombras. Lo observó oculto entre el follaje mientras una vaga posibilidad se inmiscuyó en su mente; al­bergaba en ella el de­seo intrínseco de que fuera el asesino, estaba guiado tal vez por la necesidad imperiosa de lograr indicios, ya que hacía mucho tiempo que no los obtenía, desde la primera víctima. Por eso deseó que fuera el culpable, imploró que lo fuera. Desde muy corta distancia comprobó que no era del pueblo, su rostro des­cono­cido lo demostraba, entonces, y deseando no equivocarse, pensó que no era descabellada su sospecha. “Si es el asesino, merece este cuidado”, se dijo mientras recorría los últimos pa­sos hasta quedarse a metros de su espalda.

      —¡¿Qué hace usted acá?! —preguntó con energía.

      El hombre permaneció inmutable observando el arroyo.

      —¿Quién es usted? —insistió, pero al no obtener respuesta no aceptó tal silencio, entonces le gritó—: ¡Oiga!

      El hombre lentamente le tornó la mirada y le fijó los ojos con una pasmosa serenidad. Su ropa estaba sucia y desaliñada y poseía el aspecto de un desamparado mendigante.

      —También yo quisiera saber qué hace usted acá —respon­dió con voz apocada.

      Sorpresa mayúscula para Kesman, quien, por acarrear tantos problemas, desbordaba de mal carácter.

      —¡Soy el comisario de este pueblo! —gritó.

      Actitud que permitió que el extraño retornara la vista hacia el arroyo y recién, tras tomarse todo el tiempo del mundo para quitarse el agua del rostro, se dignase a decirle:

      —Pinto estos paisajes, sueño con ellos.

      Recién entonces recordó el cuadro que tenía en su despa­cho. Sí, era tal cual le habían dicho las chicas: un ser verdade­ramente extraño. Lo contempló con detenimiento y luego fue des­cartando la hipótesis de que tuviera algo que ver con el ase­si­nato. Pero a pesar de esto seguía preguntándose: “¿Qué hacía en el lugar y cuánto tiempo llevaba allí?”. Podría ser que estu­viera analizando los movimientos. Entonces, sin más, decidió su detención, pues su aspecto —cercano a la enajenación— no lo hacía exento de culpa.

      En el trayecto, el hombre no pronunció una sola palabra, solo que al pasar frente a la casa del palomar giró la vista hacia ella. Una vez en su despacho, Kesman adoptó actitudes arbitra­rias tajantes; la desesperación por mantener el orden por poco lo ciega. Ordenó la requisa del domicilio del detenido y, ante la incoherencia en sus respuestas, llamó a la psicóloga Martina; pensaba que podría ayudarlo a determinar su peligrosidad, ya fuera esta demencial o racional. Y esto a razón de que el ex­traño se mantenía inmutable ante sus preguntas, pues se re­cluyó en el lugar donde se hallaba el cuadro que se había olvi­dado en lo de Miguel. Sus ojos parec­ían incorporar ese paisaje, lo observaba con minucioso deteni­miento, y eso a Kesman lo irritó; más en el momento en que los hechos le exigían claridad y determina­ción.

      Para la psicoanalista, la noche había sido fatal; cuando logró noción del tiempo ya el sol brillaba en lo alto y el desor­den de su habitación era impresionante. ¿Qué había pa­sado? Una intensa pesadez la venía perturbando y no la dejaba dor­mir, hasta tal punto que, si bien lograba conciliar el sueño, se des­pertaban en su mente todas las preocupaciones del día; en ellas estaba Kesman con sus irresolutos problemas acarreados por las incertidumbres de los asesinatos. Y por si algo le fal­tara, debía sumarle la impertinencia de Isabel, quien aparecía en su vida con descaro demostrándole con énfasis un amor platónico por ese hombre. Esto la agobiaba y la retraía en todo momento. No, no podía permitir que una jovencita se creyera con derecho a robarle tiempo y menos, a quitarle el motivo de su pensamiento. De todos modos, pensó que debía controlar sus nervios porque recordó que la vez que ella había estado en su consultorio no supo cómo contrarrestar las incisivas pre­guntas que le hiciera, además, le parecieron tendenciosas y de mal gusto. Desde ese día supo que le traería problemas a Kes­man y que este debía liberarse de ella para dar cumplimiento a sus propósitos.

      Cuando abrió el ventanal vio pasar a los dos pequeños que iban hacia el arroyo, incluso escuchó sus discusiones. Se la­mentó entonces de su infancia desgraciada entre los oscuros claustros de un convento. En fin, “Una mala infancia es un sueño in­cumplido”, se dijo. Luego se dirigió hacia el cuarto del fondo en busca de alimentos para las palomas y quedó petrifi­cada al observar varias pisadas marcadas en las baldosas; pero su sorpresa aumentó más aún cuando vio la llave col­gando de la cerradura. Por un instante se quedó pensativa, una desapaci­ble intuición la hizo atemorizar. Tomó en­tonces una regadera y limpió el lugar. Después ingresó al cuarto; allí parecía estar todo en orden. Fue luego hasta el palomar y ahí se detuvo; las palomas comenzaban a embelle­cerse ordenando y acicalando sus plumones y las más despabi­ladas ya giraban en torno a la casa, incluso algunas llegaban hasta la alameda y el pinar. Permaneció por un instante con­templándolas, como año­rando tiempos pasados, y cuando trepó la pequeña escalera para de­positar las semillas en el receptá­culo vio a la distancia el res­plandor del arroyo y en el hori­zonte, las primeras nubes oscu­ras que comenzaban a levantarse. Se quedó mirándolas y en ellas pareció hallar un presagio in­definido de paz y de dolor.

      Ya en su consultorio, y tras hojear una y otra vez el diario, nada halló de interés y esto le trajo cierta tranquilidad. Enton­ces, desplomándose en su sillón, reflexionó con agrado sobre las verdades de su maestro preferido.

      —Si no hubiera existido alguien con tan increíble capaci­dad para demostrar todo lo que puede encerrar la mente, seguro que nadie hubiese sido capaz de diseñar su vida y ni siquiera, de proyectar sus sueños —afirmó.

      Este pragmatismo era una obsesión descontrolada en su mente