Alcides Bertran

Los cuadros de la muerte


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su verdad filosó­fica consumiendo cada letra de las páginas amarillentas de su bi­bliografía, porque creía que en ellas estaban las razones y los fun­damentos.

      Cuando ingresó al despacho de Kesman, la lluvia aún arre­ciaba. Colgó el piloto en el perchero y le estrechó la mano. Kesman intentó desprenderse de ella lo antes posible.

      —Háganlo pasar —ordenó.

      El hombre se plantó en la puerta y tal fue la sorpresa de la joven ana­lista que, al verlo, giró la vista hacia Kesman y, tomándose de las mejillas, preguntó:

      —¿Qué hace esta persona acá?

      —Estaba rondando el lugar del crimen.

      —¿Crimen? —exclamó con ojos desorbitados.

      El extraño pareció ni inmutarse; aunque sus ojos permane­cieron sobre los de la joven con increíble frialdad.

      —Julieta, la hija de Laura —dijo Kesman rodeando el es­critorio, luego retiró su sillón, se desplomó en él y agregó—: Está en la morgue, Sierra está practicándole la autopsia.

      —¡No lo puedo creer! —exclamó la joven mirando a unos y a otros.

      De pronto, y como en un ataque de ira, Kesman golpeó con vehemencia su puño contra el escritorio.

      —¡La puta madre! —gritó.

      Un inaudible silencio prosiguió, nadie se atrevía a formu­lar palabra hasta que un agente golpeó la puerta y fue directo hacia él.

      —Solo encontramos esto en la casa, señor —dijo al­canzándole lo que traía en las manos.

      La psicóloga giró la vista hacia allí y pronta sus ojos ad­quirieron un singular brillo, aunque nada dijo. Kesman, en cam­bio, no pudo contenerse: si como prueba del homicidio debía conformarse con una pintura, indefectiblemente iba por mal camino. Sus ojos parecían decir tal cosa cuando observó con desconcierto el nuevo y deslumbrante paisaje.

      —¡Puñales, cuchillos son lo que necesito, no pinturas! —gritó levantándose del sillón.

      El agente se mantuvo en silencio y luego agregó subordi­nadamente:

      —Es todo lo que encontramos, señor, que no fuera lo ne­cesario para vivir.

      La joven profesional, que se había alejado, giró la vista hacia el extraño y se topó con su fría mirada. El cuadro que estaba sobre el escritorio era el mismo que había visto la otra noche cuando lo encontró por el Camino Real y, como aquella vez, ahora tampoco podía quitar sus ojos de sobre esas flores púrpura. Sus miradas se cruzaron una y otra vez, y en la de la joven, una peculiar duda se dejaba ver, porque sus ma­nos esta­ban temblorosas; quizá producto de tener que dirimir, por pe­dido de Kesman, la capacidad mental del ex­traño. Pero este, con su hermetismo infranqueable, le ofrendaba todas las dudas y sospechas; su mirada era algo más que un filoso puñal clavándose en sus pupilas. Fue imposible que doblegara ta­maño enigma, pues no lograba aplicar método alguno sobre ese silencio, que por segunda vez lo sintió en­jundioso. Tampoco lograba determinar hasta dónde abarcaba su razonamiento, pero no estaba dispuesta a arriesgarse frente a esa mirada enigmá­tica, puesto que no iba a renunciar a sus convicciones. Enton­ces, por orgullo, llamó a Kesman a otro despacho y una vez allí le dijo:

      —Puede ser el asesino, pero... no creo que convenga dete­nerlo. Investigalo más, Ignacio.

      Mantuvo en secreto su encuentro con ese hombre, pero, antes de retirarse, no pudo evitar quedarse un instante más ob­servando esas flores rojas que le producían un determinado desequili­brio emocional. Lo cierto es que el detenido pareció también conservar un resquicio de sarcasmo en su mirada, pues la si­guió con el rabillo hasta que ganó la puerta. Kesman, ya sin alterna­tivas, tuvo que soltarlo porque no pudo fundamentar con pruebas que tuviera algo que ver en el crimen. Dejó entonces que se retirara, pero antes le entregó los dos cuadros y lo pre­vino acerca de que no le permitiría deambular por lugares sos­pecho­sos. El ex­traño se retiró callado, tal como cuando lo hab­ían hecho entrar y le dejó, a su vez, la incógnita de si había com­prendido la recomendación o no.

      Otra angustia para el pueblo, que en silencio acompañó a su víctima. La sociedad ya estaba reacia a toda espera, por lo tanto, a los pocos días, muchas voces volvieron a escucharse implo­rando justicia una vez más. El día que el cuerpo de la joven fue depositado en el ni­cho, un cartel con una leyenda casera y es­crita bajo los efectos de la emoción decía lo si­guiente: “A la espera de justicia”. También la actitud del párroco Agustín fue diferente, imploró justicia y pidió al pue­blo que esforzara la calma. Esto provocó una crisis de nervios en la joven Isabel, que tuvo que ser in­ternada de urgencia. El doctor Emeri, no bien la vio, recomendó absoluto reposo, nada que pudiera per­turbarla y que se evitaran las visitas; aseguró que las pastillas que le recetó la calmar­ían. A pesar de esto, nada lograba que la joven se tranquili­zara, mientras se hallaba en com­pañía de Beti repetía una y otra vez:

      —Tuve que haber sido yo, ¡pobre hermanita!

      Beti solo podía consolarla.

      —Todas estamos en peligro, Isabel.

      Pero la joven no entraba en razones ni lograba manera de comprender lo sucedido, se culpaba por no haber ido a espe­rarla esa noche.

      —Me habrá estado esperando —dijo a la vez que dos lágrimas se deslizaban por sus mejillas.

      —¿Por qué no habrá ido a casa? —dijo entonces Beti, también consternada y sin poder soportar el dolor.

      —Yo quedé en esperarla, íbamos a ir juntas —respondió.

      Cuando, de pronto, recordó el comentario que le hiciera la encargada del conservatorio con respecto al llamado.

      —¡No puede ser! —gritó—. ¡No puede ser!

      Beti no entendía nada y se desesperó por serenarla.

      —¡Isabel!

      —¡A mí me querían matar! ¡A mí, a mí! —exclamó una y otra vez.

      —¿Por qué decís eso? No tiene sentido.

      —¡Sí, sí! A mí me querían matar —aseguró en medio de un llanto incontenible.

      Cuando el forense culminó su labor dio el informe, y para ello llamó a Kesman y le dijo:

      —Todo me lleva a pensar que es igual a las otras víctimas, las heridas, la manera en que fueron hechas y ningún indicio de que fuera violada; en su interior, a no ser plancton, arena y de­más, no se encontraron materias extrañas, y en sus pulmones, que eran lo más importante, tampoco.

      —¿Usted quiere decir que su deceso no fue por inmersión?

      —Así es —aseveró—. A pesar de estos microorganismos hallados en la parte superior de la laringe, la defunción cadavé­rica está en buenas formas, es más, con certeza le diría que la muerte se produjo el viernes, a más tardar el jueves, pero me inclino por el viernes.

      —¿Y con respecto al arma?

      —Puñal, cuchillo, algo así —respondió.

      Kesman se quedó en silencio, luego lo observó como espe­rando que le dijera más, pero este solo agregó:

      —Tomándola de atrás, igual a las otras; aunque esta vez con destrucción del hígado y perforación del pulmón. Imposi­ble de sobrevivir; ya estaba muerta cuando la tiraron al arroyo.

      Cuando regresaba de la reunión con el forense y traía con­sigo el informe imprevistamente le vino a la mente la pintura del desconocido. La recordó de manera vaga. Sí, había un árbol, también algo que resaltaba, pero ¿qué era? ¿Sangre? Y sin de­mora se dirigió hacia el arroyo. Al tomar el Camino Real su rostro se ensombreció, la seriedad lo agravó y cuando se in­ternó en el último tramo del sendero que lo acercaría a la ri­bera, vio de lejos el árbol en cuyo frente las aguas se encrespa­ban levemente. Era