Alcides Bertran

Los cuadros de la muerte


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padres.

      —Mis padrastros, querrás decir —corrigió la joven.

      —Tenés razón, disculpame —respondió comprendiendo su in­genuidad.

      —Bueno, ¿voy o no? —insistió ya inquieta, y agregó con voz suave—: ¿No te gustaría hacer el amor... esta noche?

      —Vení —aceptó a secas, y antes de cortar agregó—: Pero tené cuidado. —Luego se reclinó pensativo en su sillón y sus ojos volvieron al cuadro.

      A los quince minutos, un agente hizo pasar a la joven al despacho del comisario. Atónita observó el desorden y, tomán­dose el rostro con las manos, exclamó sorprendida:

      —¡Dios mío! ¿Por qué no me dejás que te ayude, mi amor?

      —No —le respondió tajante—. No quiero que te absorba la locura. —Luego, observándola con seriedad y con expresión interrogativa, preguntó—: ¿Qué hacías en lo de Martina?

      Se produjo un ligero silencio; pero la joven, con sutileza y no menor maestría, lo controló con hábil y femenina percep­ción.

      —¡Mi amor! ¿Estás celoso? ¡Vamos! ¿Creés que no me di cuenta?

      Estas palabras lo erizaron y le produjeron un insólito es­tremecimiento, pero la joven, ajena a tal susceptibilidad, le dijo:

      —Algo indescifrable tiene en su mirada esa… parece vivir en una pesadilla; ni me habló del cuadro, que realmente era de mi interés. —Y luego de un profundo silencio, agregó—: A propó­sito, ¿no vino a reclamarlo aún ese hombre?

      No le respondió, entonces la joven, como recordando algo que se había olvidado, exclamó:

      —¡Ah! Lo que sí me dijo la psicóloga es que le gustaría conocer a esa persona. Los sueños, mi amor, me apabulló con los sueños. —Después, mirándolo fijamente, agregó—: Mi amor, ¿vos soñaste alguna vez conmigo?

      Kesman continuó sin decir palabra y ambos ni se imagina­ban que por esas horas la psicóloga y el extraño estaban te­niendo su primer encuentro cara a cara.

      Permanecieron un prolongado tiempo mudos, obser­vando el cuadro que colgaba de la pared, luego Kesman acotó:

      —Voy a dejarlo allí, algún día vendrá a buscarlo.

      La joven luego se dirigió al escritorio y, tras abrir uno de los cajones, buscó entre los papeles el atado de cigarrillos.

      —¿Dónde están los cigarrillos? —preguntó al no encon­trarlos.

      —¿Cigarrillos? —exclamó Kesman sonriendo; es­taba a la espera de un cambio de tema y, como esto ocurrió, agregó con picardía—: ¿No era que querías hacer el amor?

      —Para eso vine —respondió la joven acercándosele, luego se le colgó del cuello.

      —Los cigarrillos están por ahí, entre esos papeles o en el armario, fijate —dijo cuando logró separarse de sus labios. Pero luego, agachando la cabeza con síntomas de fatiga, mu­sitó—: Estos casos me tienen harto.

      Presentía que el asesino estaba planeando otro asesinato y no era ajeno al tiempo que estaba transcurriendo sin obtener resultados. En ese pensamiento comprendió que se encon­traba solo, excepto por Isabel que, aunque sabía que estaba lastimán­dola, ella se brindaba por completo. No sentía amor, pero sí una obsesión por tenerla, un cariño que se enrai­zaba por la ab­sorbente predisposición de la joven. En cuanto a la psicóloga Martina, estaba agradecido por el apoyo moral que le brindaba; recordó además que en su último encuen­tro ella había prome­tido ayudarlo en lo que le fuera posible.

      Se trasladaron a la habitación que usaba para descansar cuando por motivos de trabajo debía pernoctar allí. La joven cayó desplomada en el sofá, que era el único mueble junto a una pequeña mesa que poseía un velador; cuando Kesman lo en­cendió, la tenue luz azulada se escabulló por los rincones. Luego, cuando el silencio reinó, vio las blancas y bruñidas piernas de la joven que contrastaban bajo los pliegues oscuros de su corta falda y, sin decir palabra, se le acercó. Ella, al verlo, cerró los ojos y dejó que le deslizara las manos bajo la tela es­curridiza, pero cuando lo sintió en su firme y tibia mus­cula­tura se inquietó e, incorporándose, lo obligó a que le despren­diera con suavidad la blusa blanca, le desabrochara las sanda­lias y la tomara entre sus brazos. Luego, ya desnuda, sus fres­cos y sua­ves labios encontraron la boca del hombre, y pronto su pecho se estremeció ante el primer contacto. El deseo la en­volvió y los primeros suspiros inquietaron la calma de la habi­tación; las manos del hombre le enseñaban nuevos caminos. Un compul­sivo estremecimiento le recorría el cuerpo cuando co­menzó a sentir que su boca bajaba por su cuello, entonces, toda su piel se ruborizó por las caricias, que lentamente se acen­tuaban con mayor fluidez. Sus piernas blancas estaban apron­tadas a la ma­yor excitación, más aún cuando sintió que las manos de su amante comenzaban a recorrerle las cade­ras. Y ya no pudo contenerse: un compulsivo espasmo se adueñó de ella al sen­tirlo entre sus piernas, y vaya habilidad la que enjugaba su ar­diente y oblonga intimidad. Los impulsos del hombre ya no cedieron, entonces, su pecho pareció estallar, sus ojos iban al viaje de placer que tanto ansiaba abrazándose des­esperada a ese cuerpo, como queriendo que dicho vaivén se en­garzara de una vez por todas con lo más sublime de su alma. Lo amaba por su virilidad, nadie anterior a este hombre le había pare­cido igual; ni siquiera aquel joven que tan apuestamente la cortejara y que de manera fugaz ganara su corazón, y que había su­plido la primera experiencia con un amigo de la infancia, quien, ape­nas pasada la pubertad, logró sacarle la primera y descontro­lada excitación. Nada sabía en aquel tiempo, pero había com­prendido que los hombres serían su eterna debilidad. Re­cordó aquel rostro aniñando y sorprendido que casi se tirara de espal­das al verle los pequeños senos de entonces que, aunque ergui­dos, espera­ban aún juguetonas caricias y fruiciones para des­arrollar más aca­badamente sus incipientes pezones. También la sonrisa sufi­ciente de Santiago, el instructor de gimnasia, cuya muscu­latura no condecía con la energía que aparentaba. “¿Qué le pasa a los hombres? ¿No conocen a las chicas? ¡Mi cuerpo es una cons­telación donde se fusionan los sentidos!”, excla­maba y recla­maba en diálogos de amigas. En cambio, Julieta, su amiga más confidente, no se dejaba arrastrar a los lúdicos placeres; le cohibía pensar que su inma­culada anatomía fuera a tomarse por un mapa donde el geó­grafo o el profesor tuvieran libertades para señalarla con el puntero. “¡Ay, pobre chica! ¡Lo que se pierde! Yo, en cambio, soy como una tierra virgen en donde el explorador tiene todo el derecho de tomar o poner los límites”, solía decir cuando las virtudes del placer ya le habían sido descu­biertas.

      De pronto, sintió que sus brazos se desvanecían, que su cuerpo era un témpano y que la sublimación de cada impulso la hacía desfallecer. Pero algo perturbó su mente e hizo que sus piernas se contrajeran y que sus ojos se desorbitaran y, con in­creíble exaltación y casi desgarrando la espalda compulsiva y transpirada de su amante, gritó aterrada:

      —¡No! ¡No!

      Kesman se incorporó abruptamente y preguntó:

      —¡Mi amor! ¿Qué te pasa?

      —¡Dios mío! —exclamó la joven y se echó a llorar afe­rrada a él.

      Kesman, perplejo y sin comprender qué sucedía, se vistió rápidamente. Presumió algo grave; nunca la había visto así.

      —¡Isabel, por favor! ¿Qué te pasa? —volvió a insistir, ya que veía que la joven no reaccionaba y seguía con su llanto.

      De pronto, la joven se incorporó, miró a todos lados y vol­vió a agarrarse de él como no queriendo desprenderse, en­ton­ces, entre sollozos, exclamó:

      —¡Esa imagen, Ignacio, ese hombre! ¿Quién es, por favor, quién es, Dios mío? ¡Esa sonrisa! ¡¿Quiénes son, Ignacio?!

      —¿Cómo?... —preguntó Kesman, intrigado y sorprendido tras escucharla. En la mirada se le mezclaron credulidad y es­cepticismo.

      —¡Tiene