Alcides Bertran

Los cuadros de la muerte


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      —Mi hermano y su mujer murieron en un accidente.

      —Sí, lo recuerdo —respondió el párroco, luego agregó—: Fue un otoño fatal.

      —Milagrosamente, Natalia se había salvado entonces; era aún una niña. —Tras decir esto hizo un prolongado silencio, luego continuó acongojado—: La crié como a una hija. Como usted sabe, yo... enviudé y ella era todo para mí.

      —Sí, hijo, lo sé —respondió Agustín, observándole los ca­bellos encanecidos que circundaban una calvicie incipiente que le sumaba años. Tuvo, además, la sensación de que si no ocurría algo importante en la vida de ese hombre, jamás sus ojos firmes y llenos de decisión lograrían otra vez hacerse de algún brillo de sonrisa. El dolor había sido profundo y había dejado sus huellas.

      —Algo indescriptible siento en el alma, no la he podido proteger —aseveró Quintana, y tras estas palabras sus ojos fue­ron llenándose de lágrimas hasta que se desmoronó—. Veinte años acababa de cumplir, ¡Dios mío!, no podré perdonarme jamás —dijo tomándose el rostro con sus manos entintadas.

      Al salir el padre Agustín de la redacción, vio a lo lejos, nítidamente reflejada en el cielo azul, una nube de pa­lomas blancas que giraron de modo uniforme sobre una pequeña ar­boleda. Se detuvo al contemplarlas hasta que se perdieron tras la alameda. Luego dijo para sí con devoción, como no pu­diendo despren­derse de ciertos remordimientos que le vidria­ban los ojos:

      —¡Queridos hermanos, recemos mucho!

      Los días fueron pasando con mucha monotonía, nada no­vedoso había ocurrido; aunque Kesman, favorecido por esos días de calma, continuaba con su escritorio atestado de papeles intentando en vano, una y otra vez, sacar algo en claro. La des­cripción del hombre que Isabel y su amiga Julieta aseguraban las había estado siguiendo, lo perturbaba. Ellas no fueron capa­ces de precisar detalles debido al susto y solo pudieron decirle que era alto y de abundante cabellera. “¿A quién buscar?”, se pregun­taba internándose en la construcción imposible de un identikit. ¿De rostro ovalado, cejas pobladas, nariz aguileña? Cuán­tos detalles fundamentales le hacían falta. Recordó que había ocu­rrido en altas horas de la noche, y esto le hizo pensar, ob­ser­vando los acetatos, que dependía más que nunca de la ge­niali­dad inventora de Hung Mc Donald y de su propia capaci­dad.

      Las horas transcurrían inexorables hasta que de pronto, como salido de sí, se incorporó del sillón y sus ojos se fijaron en un punto inexistente; transitaba en su mente el re­cuerdo de la única persona que fuera acusada por una similar y horrenda virtud. Un joven, quien luego de evadir los claustros de la cárcel de Córdoba, fuera recapturado e internado en un hospital por estricto pedido del juez de turno. Este había optado por enviarlo allí porque se decía del lugar que era lo más apropiado para conocer los infiernos.

      En silencio observó la luz de la lámpara, que hacía esca­bullir la oscuridad penosamente hacia los rincones del despa­cho; quizá, pensando que necesitaba un halo de luz similar para esclarecer los hechos, ya que lo único concreto y que atesti­guaban los informes del forense era que, en todas las víctimas, las dos heridas de arma blanca no habían sido efectuadas de frente. Esto lo llevó a deducir que fueron sorprendidas o que en ningún mo­mento habían pensado que podían ser asesinadas. Luego las extrañezas se trasladaron a las heridas: eran oblicuas en el abdo­men y con la particularidad de que el mayor espesor de las incisio­nes estaba en la parte inferior.

      —Esto es curioso —advirtió mientras trataba de compren­der la metodología usada por el asesino—. Ahora, si no las atacó de frente... mm... ¿Por la espalda? —murmuró tomándose la cabeza.

      Lo cierto es que ninguna de ellas poseía heridas en la es­palda, por tanto, irresoluto y repasando nuevamente y por sexta vez los informes, verificó si hubo signos de violación. Su ánimo de repente se desvaneció porque nada decían al respecto, ni un mínimo indicio. “Estrangula­ción—pensó entonces— seguida de muerte”, pues eran comunes en las mentes violentas y pervertidas. Pero de nuevo los in­formes lo aplazaron sumán­dole ansiedad.

      —Qué misterio todo esto —dijo mientras el reloj denun­ciaba inquebrantable el paso del tiempo.

      De pronto, algo se inmiscuyó en su mente, se levantó y, de manera enérgica, marcó el número del hospital público.

      —Soy el comisario Kesman —dijo con voz rígida—, co­muníqueme con el doctor Sierra.

      Sierra era el médico forense que muy de mala gana se in­corporó en la cucheta de la guardia y, luego de observar el re­loj, preguntó molesto:

      —¿Qué le pasa?

      —No... no me pasa nada —respondió Kesman.

      —¿Y para eso me llama, para decirme que no le pasa nada, y a esta hora? —se quejó el forense.

      —¡Escúcheme, Sierra, por favor! Estoy acá con sus infor­mes y me remito a su experiencia, es sobre el caso de las chi­cas.

      —¿Qué chicas? —preguntó este aún sin despabilarse.

      —Las chicas muertas.

      —¡Ah! Sí, dígame.

      —¿Qué sensación le dio al ver los cuerpos, específica­mente las heridas?

      —¿Qué quiere que le diga, comisario? Que estaban bien muertas —aseveró el forense.

      —¡Sierra, por favor! ¡No se haga el estúpido! —le recri­minó.

      —Bueno, bueno. Es que quizá lo sea, comisario...

      —Bien, pero trate de no demostrármelo.

      —Discúlpeme, comisario —interrumpió entonces el fo­rense—, el que está quedando como un estúpido es usted.

      —¡Eso no se lo permito! —refunfuñó confundiendo su enérgica expresión con el rechinar del sillón, pues la manifiesta verdad de su interlocutor comenzó a irritarlo y a incomodarlo.

      —No se ofusque, la gente lo interpreta de este modo —dijo insultante el forense, y luego respondió a la pregunta di­ciéndole—: Mire, lo que me llamó la atención es no encontrar en los cuerpos ningún signo de violencia. Es extraño, no es común que eso suceda.

      —¿Y con respecto a las heridas?

      —Bueno, como abrazándolas y apuñalándolas después —aseveró el forense.

      Prosiguió un silencio que concluyó cuando Kesman, retri­buyéndole ironía, le dijo:

      —Gracias y siga durmiendo. —Pero, antes de cortar y para reco­brar un pacífico diálogo, agregó—: Tuve la misma sensa­ción que usted.

      Permaneció pensativo bajo el cono de luz de la lámpara. Una muerte aislada le hubiese resultado más sencilla, pero en una sucesión de crímenes era difícil hallar la punta de la ma­deja. Recorrió sus conocimientos fundados en viejas enciclo­pedias policiacas; pero la academia formaba y lo que allí había aprendido eran simples connotaciones basadas en hechos con­sumados. Lo podía tomar como ejemplo, aunque no podría contribuir con nada sobre estos hechos, era necesario aplicar nuevas metodologías y afianzar perspicacias. Con todo esto, se abocó a analizar que ninguna de las chicas era prostituta, casi todas venían de hogares conservadores, de crianzas rígi­das, en su mayoría eran la tercera o la cuarta generación de inmigran­tes euro­peos, y la Villa, conformada por población de clase media, era ajena a la marginalidad de las grandes capitales en donde era previsible que sucedieran hechos aberrantes. Los más ancia­nos y más aferrados a las tradiciones poseían —por así decir—la frialdad europea, ya que muchas colonias se hab­ían confor­mado a efectos de la Gran Guerra. Esto era una cuestión de naturaleza, aunque no así la criminalidad, puesto que esta no distingue geografía, razas, clases ni rango; bastaba con recordar los crímenes en las urbes londinenses o aquellas que rodeaban las calles céntricas de Manhattan. Pero las calles de la villa, que en viejas épocas eran calmas y demasiado man­sas, fueron adquiriendo notables