Alcides Bertran

Los cuadros de la muerte


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recordaba que una de ellas era Natalia, la sobrina de Quintana, y estaba desaparecida.

      Y si algo le faltaba, también Lorena había aparecido apu­ñalada a los pocos días de su llegada a la Villa y solamente podía decirse de ella que era una chica que lo venía siguiendo desde su anterior destino debido a que —según comentarios— él la había rescatado de un prostíbulo de la capital, por tanto, no se sabía de sus amistades ni de nadie que la conociera en Tu­lumba. Tal vez por eso no hubo reclamo del cuerpo. Aunque él sí la sufrió y le dio una digna sepultura.

      La noche caía ocultando la muralla azul de la serranía y ese paredón quería encofrar el valle arbolado que ya iba oscu­reciéndose. Las forestadas arboledas, entre las que se destaca­ban las coníferas, dejaban caer a dos aguas sus lacias y raleadas cabelleras, mientras que las alamedas, espigadas y escuálidas, encerraban en su entorno un amarillo soleado de nostalgia. En­tre tanta belleza, el arroyo plateaba su deslizar, sereno, su­miso a los límites de su cauce, cuando la luna asomó su rostro mos­trando un maravilloso reflejo.

      Ya por estas horas, la tela del foráneo descansaba en el ca­ballete con un retazo adormecido de paisaje. Pero la luna ilu­minó la pendiente dejando al descubierto su oscura silueta que, frente a la tela, era como un montículo de escombros apisonado en su cimiento. Los brazos caídos al costado del cuerpo y la cabeza hundida entre los hombros daban la sensación de que había sido abatido por un profundo sueño. ¿Qué razones corr­ían por su cabeza que hacían que la estética de su pintura no concordara en absoluto con su aspecto? Ignotas razones que permitían que de él se dijera que estaba loco. Pero tanto rea­lismo y tantas virtu­des —vestigios de una mente iluminada volcados en la tela— lograban que se aplacaran o se analizaran en profundidad todas las aprontas calificativas.

      Tres horas habrían pasado de la media noche cuando se in­corporó pesadamente en el banquillo. Nada corrigió en la tela, solo se quedó observándola por un instante, como cotejando con el paisaje que frente a él era de plateada luminosidad. Esta vez el gigantesco sauce de la margen del arroyo era el motivo ele­gido, sus raquíticas hojas se desprendían tapizando de ama­rillo el suelo arenoso. Giró la vista hacia el árbol, que sufría una descalcificación de muerte y que era el único desabrido entre tantos verdes. Se quedó mirándolo un largo instante como si no comprendiera semejante despropósito; la primavera ya no lo­graba darle nuevos brotes y casi ni savia corría por los rama­jes que paulatinamente iban convirtiéndose en un oscuro esque­leto. Recogió luego sus elementos y trepó las pequeñas colinas desde donde se podía observar, como una cofradía de luciérna­gas, las luces de la Villa ya adormecida. Bajando por la pen­diente, el sendero se estrechaba y se deslizaba como una franja blanca que se perdía en la distancia; al final estaba el Camino Real. Comenzó a caminar en silencio y, cuando pasó junto a los bosques de pinos, se tornó minúsculo e insignificante. Los estilizados follajes de las coníferas oscurecieron su silueta y la luna, ocultada tras ellas, solo dejaba entrever una desflecada luz tenue de vez en cuando.

      De pronto y a lo lejos, una luz pareció destellar. Alguien avanzaba por el camino. Tal vez una linterna, pero fue fugaz y no le permitió tener la certeza de que lo fuera. El hombre si­guió avan­zando sin darle importancia; pero, al girar tras un re­codo de espesas malezas, la luz se vio nuevamente, esta vez más cercana. Hasta que la luna permitió ver —y a no más de dos­cientos metros— la imagen difusa de quien venía por el camino. Ambos avanzaron, luego se detuvieron; era inevitable el en­cuentro. Luego la distancia disminuyó y los pasos se hicie­ron lentos. El de la linterna de pronto se mostró dubitativo; la ima­gen que veía era extraña, infrecuente, y más aún con esa barba descuidada y esa ropa casi deshilachada que le acentua­ban más andrajosamente el aspecto. No, no era del lugar, y al observar la tela que llevaba en la mano y el caballete que le col­gaba del hombro, más la emanación a pintura fresca y a tremen­tina, recordó aquel cuadro que las chicas habían llevado a la oficina del comisario comentando que una persona extraña se lo había olvidado. “Sí, debe ser este”, pensó y, quebrando la incógnita y el silencio que los envolvía, dijo:

      —Usted, ¿quién es?

      Pero nadie le respondió, entonces insistió:

      —¿Usted se ha olvidado una pintura en el pueblo?

      El hombre pareció no escuchar; esa actitud inco­mo­daba. Pero pronto pudo comprobar que el foráneo la miraba muy fijo bajo la visera ensombrecida de su gorra. Esa mirada le produjo fastidio, tuvo la sensación de que la estaba escudriñando inte­riormente; además, ¿qué hacía por esas horas tan lejos del pue­blo? No podía dilucidar nada; aunque pron­to se dio cuenta de que también su presencia por allí debía generar sospechas, en­tonces dijo:

      —Soy la psicoanalista Martina, no he podido conciliar el sueño y he optado por esta caminata. —Luego insistió—: Us­ted, ¿quién es?

      El hombre pareció meditar la respuesta o no entenderla y en ese lapsus la joven pudo comprobar que nada de ese aspecto era ágil; ni siquiera las palabras, puesto que lo escuchó tardía­mente decir:

      —No tengo nombre.

      Esa respuesta le produjo sorpresa; con ligereza adoptó una fingida sonrisa y una subestimación obvia en las palabras, de­bido quizás a la ordinariez y al aspecto de troglodita que veía en el extraño. Lo miró y le dijo con ironía:

      —Todas las personas tienen nombre.

      —Yo no —contestó a secas el desconocido y, tras tornar la vista hacia el camino, retomó la marcha con lentitud.

      Giró sobre sí entonces la joven analista y por unos segun­dos se quedó observándolo: la oscura espalda y la cabellera en­mugrecida conjugaban sobremanera conformándole esa silueta casi sin contorno. Su desgarbado cuerpo se mostraba desnu­trido y enfermo.

      —Sus cuadros son muy extraños —le dijo cuando ya dis­taba de él unos veinte metros.

      El hombre, al escucharla, se detuvo y tras apoyar el caba­llete en el suelo la observó; en ese instante la joven, embele­sada, se le acercó fijando la vista en la tela. Escasos segun­dos transcurrieron cuando un extraño rubor fue encarnándole el ros­tro, un nerviosismo acrecentado le agrietó la frente. Frunció el ceño y se acercó aún más. Luego de focalizar con la linterna ese árbol sin hojas en cuya base dos flores rojas dañaban la somnolencia de un bello atardecer, preguntó:

      —¿Qué significan esas flores rojas?

      El hombre esperó otros largos segundos para contestarle y, cuando lo hizo, fue para decirle:

      —El rojo es fuerza, el rojo es vitalidad.

      —También muerte —acotó entonces la joven analista a la vez que sus ojos iban adquiriendo un extraño brillo y la agita­ción de su respirar comenzaba a inquietarle el pecho.

      —Pueden existir muertes sin sangre —agregó entonces, con serenidad, el foráneo.

      —Sí... —respondió la psicóloga y, luego de un silencio en el que no dejó de observar la tela, dijo—: Siempre he tenido interés en saber qué lleva a un artista a elegir lo que pinta. He tenido infinidad de pacientes, soy psicóloga, he cono­cido mu­chas mentes desequilibradas; pero... ¿la pintura es pa­trimonio de la locura o es el reflejo de los sueños?

      —¿Sueño?... ¿Sueño o locura?... ¿Sueño o locura? —repi­tió el extraño una y otra vez; luego, tras bajar la vista como un alumno frente a una mesa de examen, dijo—: No la entiendo.

      A la joven psicóloga le resultó inconcebible tamaña igno­rancia y lo objetó con mirada despectiva. Pero pronto, al obser­varlo de arriba abajo, supo que sería estéril toda intención de análisis, que no lograría de su parte nada de intelecto. El her­metismo que engarzaba su escuálida imagen y su introversión la enmudecieron y sintió que su espectro interior, ávido de im­pulsos, no podría ser alimentado a pesar de que esas flores ro­jas le producían una ligera intriga y una extraña vibración que no podía ocultar. Nada de valor creía encontrar en ese hombre, a excepción de su arte, pues su vasta inteligencia y su marcada vanidad solo aceptaban diálogos fluidos. Ella se vana­glo­riaba con sus estudios