Alcides Bertran

Los cuadros de la muerte


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la cocina a prepararle un té; al regresar, para su alivio, la joven estaba ya serenándose. Pidió enton­ces que le detallara la alucinación. Pero no pudo describirle con precisión casi nada porque aseguró que las imágenes habían sido difusas; aunque sí enfatizó que los ras­gos le parecieron iguales a los del foráneo que viera con su amiga Julieta. Volvió a repetir la des­cripción que le hicieran entonces: oscuro, extraño y sin claridad de rostro. Pero la son­risa de alguien más que aparecía en el clímax del amor y que le hiciera descender a la realidad abruptamente le pareció que tenía el aspecto de un alienado, más el puñal que vio en sus manos motivaron a que fuera tras­ladada al terror en que desen­cadenó luego.

      Estos detalles inquietaron a Kesman y por primera vez permi­tió un resquicio por el que transitara la duda. ¿Qué de cierto y qué de aceptación podría haber en semejante confu­sión? Su ac­cionar era terrenal y nunca había permitido enigmas de este tipo, los consideraba modernos y de pocos fundamen­tos, por lo que rehusaba que se inmiscuyeran en su accionar y en su razona­miento. Pero por respeto y por no haber experi­mentado en carne propia, permitió, no tan convencido, que el comentario de la joven formara parte de los indicios con los que intentaba resolver los casos de asesinatos que venían suce­diendo. Con tantos problemas acaecidos, sumergirse en una aluci­nación extraña no lo convencía para nada; además, la in­consisten­cia de esas imágenes lo hacía dudar verdaderamente.

      Recordó el caso anterior, contado por las chicas, con des­con­cierto; estuvo con ellas esa noche y el hecho se produjo —según le habían dicho— a dos cuadras de donde las había de­jado.

      ¿Acaso tenía razón la psicoanalista Martina cuando afir­maba que debía atender más los impulsos de su inconsciente?

      Fueron al despacho y del armario extrajo un pequeño ma­letín del cual sacó el equipo de identikit. Allí, sentados frente a la lámpara, comenzaron con la difícil tarea de lograr una aproximación a las imágenes vistas por la joven; aunque inte­riormente sabía las dificultades a las que se abocaba. De todos modos, ahora se sentía obligado —aunque fuera timorata­mente— a insertar la sospecha, ya que quizás a través de estas pesadillas podría descubrir al autor de los asesinatos.

CAPÍTULO II

      La mañana del sábado se mostraba límpida; solo algunos nubarrones se levantaban detrás de las colinas del oeste, pero daban la sensación de que no perturbarían el buen día ni la alegría de los dos niños que iban dejando atrás los bosques de pinos. Habían desayunado muy temprano sus tazas de leche con medialunas y ahora, con pasos decididos, se dirigían hacia el arroyo. Las buenas notas del final del bimestre les habían otorgado los re­galos que iban a comenzar a usufructuar; para uno, era el día de pesca que le permitiría en la siesta dejar por un momento las cañas y dedicarse con exclusividad a los ba­rriletes y a la excursión con las gomeras por las rocas para lo­grar atrapar lagartijas y tórtolas; para el otro, los exquisitos helados granizados antes de las seis de la tarde. El día anterior, en la puerta misma de la escuela y para que no hubiera renci­llas, les inculcaron a sus padres que los regalos fueran los mis­mos para el uno que para el otro. Estos acepta­ron con­fiando en la buena amistad; pero lo que no les dijeron fue que la discu­sión iba a ser trasladada para ver quién obtendría la pieza ma­yor.

      Con este desafío marchaban por el sendero llevando las cañas apoyadas en sus hombros y empapándose el rostro con los agridulces mangos que devoraban. De sus cuellos colgaban las gomeras a la espera de que se acercara la siesta, y también los ba­rriletes, que, protegidos con una bolsa, eran llevados a fin de una buena brisa. Ya la alegría había comenzado el día ante­rior no bien habían dejado las mochilas, cuando decidieron que las ranas de la alcantarilla y las del estanque de los Osuna — ami­gos de sus padres que vivían a dos colinas del pueblo— serían usadas como carnadas; las atraparon internándose entre los juncos y las dejaron en un tarro con agujeros para que no se asfixiaran; solo faltaba reventarlas al otro día contra el piso y trozarlas. Y así lo hicieron antes de salir.

      Por esas horas los habitantes de la Villa parecían estar to­dos en las calles aprovechando el día en hacer compras para el fin de semana; aún no había pasado mucho tiempo desde el último asesinato y se notaba ese trastorno. Había un cierto re­chazo al tema y la tranquilidad que se percibía era efímera ante la falta de información de parte del comisario Kesman. Todos espera­ban que las noticias las diera el diario, que a la hora de informar no era reticente; aunque por estos días también había entrado en un gran silencio al retomar las informaciones cotidia­nas. El paréntesis permitía, además, que la cartelera del cine volviera a ser inspeccionada con renovado interés, y el café, que estaba frente a la plaza, hasta se atreviera a promo­cionar a un artista de subterráneos venido de la capital con un vasto re­pertorio, del cual se decía que era muy aplaudido.

      Isabel había salido temprano del conservatorio luego del ensayo sabiendo que había convencido al profesor Briamonte con la limpieza de sus notas. “¡Por fin el gran Chopin estaría orgulloso!”, había dicho este al escucharla. Andando se detuvo frente a la pizarra del café y observó los horarios, luego fue hasta el teléfono público ubicado en la plaza y llamó a su amiga Julieta; no la había visto durante el ensayo y tenía la in­tención de invitarla a la función de la noche.

      —¡Hola! ¿Julieta?

      —No, Isabel, yo soy, su madre —respondió Laura.

      —¿Podría darme con ella?

      Un silencio reinó, luego la señora, sorprendida, preguntó:

      —¿Cómo, Julieta no está con vos?

      —No —respondió Isabel—, anoche cuando volví de la heladería la llamé, pero nadie me respondió. ¡Claro! —dijo entonces como recordando—. Habíamos quedado el día ante­rior en ir a lo de Beti, pero no pude ir a esperarla. Lo que pasa es que habré llamado un poco tarde, ¡sí, sí! Fue después de las veintidós —agregó.

      —¿Pero y... entonces? ¿Dónde estará Julieta ahora?

      Se quedó pensativa, no lograba comprender el desencuen­tro, además, recordaba haberle dicho que todo iba a depender del horario en que terminara su encuentro con Kesman.

      —No puede ser, no puede ser —balbució, y luego, tra­tando de que la señora se tranquilizara, dijo—: De igual modo no se preocupe, doña Laura, seguramente estará en lo de Beti, yo ahora la llamo y después le aviso, ¿sí?

      Cuando colgó trató de pensar con serenidad y no tuvo du­das, recordó haberle dicho que no iba a asistir a clase y que iría unos diez minutos antes del horario de salida a esperarla en el arco de entrada a la Villa. Cruzó entonces la plaza y se dirigió al con­servatorio. Allí consultó con la encargada para saber si su amiga había asistido el día anterior. Pero cuando se enteró de que estuvo y de que había recibido un llamado telefónico se sor­prendió; luego la encargada solo pudo comentarle que la había es­cuchado decir: “A las veintidós me espera, sí, a las veintidós”, antes de colgar.

      No lograba hilvanar el desencuentro y no quería ser la res­ponsable de un enojo con su amiga, por eso, esperó que apare­ciera para aclarar lo sucedido y lamentó el haberse que­dado con Kesman toda la noche. Fue una mala elección y no la satis­fizo, aunque haya hecho el amor en la madrugada. “Fue lo único rescatable”, pensaba y así lo demostraban sus ojeras, que apocaban sus bellos ojos. De pronto, las campana­das de las diez sonaron en la torre de la iglesia; entonces, or­denó sus par­tituras y se dirigió hacia allí. Cuando pasó frente al consul­torio de la psicóloga Martina, vio cerradas las persianas; le pa­reció raro porque por esas horas siempre se las veían des­plega­das y con las macetas de helechos —que daban belleza a los opacos marcos— recién regadas. Además, no menos de cinco per­sonas ya esperaban frente a la puerta.

      Luego, encaminada hacia la iglesia, vio al párroco de lejos en las escalinatas y sintió temor. Una anormal sensación de culpa golpeó su corazón y entonces se acercó al quiosco de Miguel, quien la recibió con una amplia sonrisa.

      —¿Qué te trae por acá, chiquita? —preguntó no bien la vio. Su rostro desbordaba de alegría.

      —El