Priscila Serrano

Nuestro amor en primicia


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por qué no le dije nada cuando lo vi, cuando según él, vino a buscarme. Y la verdad era que no lo sabía, podría habérselo dicho, pensé que nada cambiaría, que él igualmente se iría de nuevo y me olvidaría como creía que había hecho. Las revistas lo mostraban todo y cuando decía todo, me refería a que la última que vi, se le veía muy feliz de la mano de una modelo alemana preciosa. ¿Y dónde entraba yo? En ningún lado, mi bebé y yo, nunca seríamos parte de su vida.

      De igual manera, solo lo hice por él, porque decirle que iba a ser padre le complicaría la vida, haría que todo por lo que su familia había luchado, generación tras generación, se fuera a la mierda por un escándalo como este. Ya leía los titulares de su propia revista; Sergio Fisher, el soltero más cotizado de Alemania, deja embarazada a una pobretona adolescente. Seguro que no es de él, que solo quiere endosarlo para que le pase una buena pensión y vivir del cuento. No, definitivamente, no quería eso para mi hijo. Y puede que sí, que solo era una adolescente, aunque acabase de cumplir los dieciocho, pero prefería ser lo que era, a ser alguien que no quería. Prefería vivir feliz criando a mi hijo cómo me enseñaron, con valores en la vida, sabiendo que había que luchar para llegar alto a tenerlo todo sin comerlo ni beberlo. No es que pensara eso de Sergio, yo le conocía, o bueno, lo conocía antes... Realmente ya no sabía quién era él, quien era ese hombre de mirada perturbada que solo salía en las portadas de revistas tonteando con una y con otra. Para ser sincera, cada vez que las veía, me destrozaba el alma y sabía que jamás iba a olvidarle, que siempre sería ese amor que me enseñó a amar, el que me enseñó todo lo bueno de estar enamorada, aunque también lo malo.

      Mi madre siempre decía que Dios cerraba puertas, pero abría ventanas y cuando ese día le cerré la puerta en las narices, casi la abrí yo misma, pero para tirarme. Era tal el dolor que sentía que estaba rota por dentro. Menos mal que tenía a mis padres, ya que tras conocer que iban a ser abuelos, decidieron no separarse y seguir junto a mí, aunque no tuviesen esa relación de antes, aunque solo fuera para demostrarme que estaban conmigo y enseñarme que había que luchar por lo que uno quería en la vida, por lo que tenía y quería mantener y lo único en lo que pensé fue en mi hijo, en mi único y verdadero amor.

      —Cuando cuente tres, empuja —me pidió la matrona.

      Miré a mi madre asustada mientras apretaba su mano al escuchar ese maldito tres. Un grito desgarrador salió de mis labios al sentir como mi hijo intentaba salir por ese hueco tan pequeño. No podría estar al otro lado mirándolo, seguramente me haría replantearme el no tener más hijos, aunque ya lo tenía más que pensado.

      —Venga Lucía que lo estás haciendo fenomenal, ya casi está fuera —anunció.

      Mi frente sudaba, mi cuerpo se contraía y tras un último empujón, el llanto de mi hijo me hizo ver la realidad; soy madre, pensé... Había tenido un hijo joven, demasiado joven y sin padre. La verdad eso no me preocupaba, yo era capaz de sacar a mi príncipe adelante por mí misma. Además, contaba con la ayuda de mis padres que sabía que los tenía ahí.

      —Es un niño precioso. —Se acercó a mí con el bebé entre sus brazos y lo colocó con sumo cuidado entre los míos.

      Lo observé, miré cada facción rosada de su hermoso rostro y por un momento me di cuenta de que sería duro, que iba a ser demasiado duro para mí criarlo. Incluso había llegado a pensar en darlo en adopción, pero todas esas tonterías se borraron de mi mente en cuanto sus ojitos se abrieron y me miró. Yo sabía que no vislumbraba realmente bien, que más bien veía solo siluetas, pero apretó mi dedo con fuerza y tras darle un beso en la frente, sellé nuestro amor a primera vista, enseñándome y aclarándome todas mis dudas. Sí, me quedaría con él, cuidaría a mi hijo y lo haría inmensamente feliz.

      Meses después.

      Haber sido madre a los dieciocho y siendo una joven con las cosas tan claras en esta vida, era muy complicado. Había comenzado al fin la universidad y estaba estudiando para ser profesora de secundaria. Sí, puede que el tener un hijo me abriera los ojos para al fin poder decidirme, pues no tenía idea de qué hacer en la vida.

      Me desperté por la mañana, muy temprano y mi hijo, mi pequeño Edu ya estaba despierto. Lo llamé así por mi padre y él estaba orgulloso de que su primer y único nieto, de momento, tuviese su nombre. Caminé hasta la cuna donde mi príncipe me miraba con esos ojazos azules que, por suerte, había heredado de mi familia. Lo cogí en brazos con cariño y tras llenarlo de besos, haciéndole cosquillas, arrancándole más de una carcajada, salí de mi habitación para ir a la cocina, donde mi madre ya nos esperaba para desayunar. Ya tenía el biberón de su nieto preparado.

      —Buenos días mamá —dije al entrar—. Buenos días abuelita. —Miré a mi hijo y cogí su manita para que saludase a su abuela a la vez que ponía voz de niña pequeña.

      —Pero que payasa eres —expresó mi madre caminando hasta nosotros y cogiendo al niño entre sus brazos.

      Era muy querido, lo adorábamos con locura y haríamos todo lo que estuviese en nuestra mano para que no le faltase de nada. Había momentos en los que Sergio entraba en mi cabeza, aunque intentara olvidarle, decirle a mi corazón que no lo amara, era algo imposible, siempre lo iba a amar. Y tener un hijo de él no me facilitaba las cosas.

      Cuando terminamos de desayunar, fui hasta mi habitación para vestirme y salir corriendo, como cada día para la universidad. Siempre llegaba tarde, pero no podía hacer otra cosa. No me daba el tiempo suficiente para hacer todo, el día debería tener más de veinticuatro horas.

      Sobre las diez de la mañana estaba llegando y, aunque debería de haber llegado antes, no pude.

      Aparqué el coche de mi madre en el aparcamiento de la universidad y al bajar, me crucé con el mismo chico que llevaba viendo hacía ya un mes, ni si quiera sabía su nombre. Nunca habíamos cruzado más de un saludo, pero sin saber el motivo, me acerqué a él para presentarme. Era un chico muy dulce y la verdad me atraía; tenía los ojos color café, el cabello negro rizado y una barba de tres días que lo hacía ver mucho más atractivo. Había llegado el momento de olvidar, de expulsar de mi mente y corazón a ese hombre que, sin miramientos destrozó mi alma.

      —Hola ¿qué tal? Me llamo…

      —Lucía, lo sé. Encantado, yo soy Pablo —me interrumpió y presentó a su vez.

      Sabía mi nombre, me conocía y nunca se acercó ¿por qué? No lo entendía, pero ya habría momento de averiguarlo. Me miraba intensamente, poniéndome nerviosa. La verdad que después de Sergio, este era el único hombre que había conseguido ponerme nerviosa. Me mordí el labio y él sonrió, mostrándome unos hoyuelos que me habían dejado completamente loca.

      —¿Así que ya me conocías? —Asintió rascándose la cabeza. Estaba nervioso—. Mmm ¿por qué nunca te has acercado a mí?

      Sí, a veces podía ser demasiado directa.

      —No sé, pensé que no querrías conocerme. —Abrí los ojos sorprendida. Él volvió a sonreír.

      —¿Y por qué? Va, déjalo. A veces puedo ser demasiado preguntona. Creo que, en vez de estudiar magisterio, debería de haber elegido periodista. —Ambos soltamos una carcajada.

      Estuvimos un rato hablando y casi me pierdo la siguiente clase. Eso me hizo pensar, si consiguió hacer que mi tiempo volase, que no me importase nada de lo que pasara a mi alrededor, podría conseguir que olvidara a Sergio ¿no? Al menos podría intentarlo.

      Mientras caminábamos para volver cada uno a su clase, me contó que estudiaba ingeniería y que estaba en su último año. Era mayor que yo por cinco años, aunque no me importó. Antes de que nuestros caminos se separaran, él me pidió salir a tomar algo después de la universidad. En un principio le dije que no podía, que debía cuidar de mi hijo. Se sorprendió al saberlo, pero más me sorprendí yo al saber que no le importaba. Entonces quedamos para cenar por la noche, ya hablaría con mis padres para que cuidasen de Edu. Nos despedimos con dos besos en las mejillas, unos besos que provocaron un cosquilleo en mi interior. No lo entendía, la verdad no me entendía a mí misma. ¿Por qué me ponía así