Giuseppe Ricciotti afirma que «la Biblia pone, como fundamento de toda la historia del pueblo de Israel, un hecho esencialmente místico: la vocación de Abraham». A este respecto el Génesis narra la relación especial que Yahvé estableció con un hombre llamado Abrán, o Abram según otras grafías. Seguros de su existencia muchos y dudosos otros, Abrán aparece en la Biblia como el primer patriarca del pueblo hebreo. Carecemos de datos que permitan fechar con exactitud su vida y la de sus descendientes, y hay quien piensa que no tiene sentido seguir intentándolo. Ciertas referencias hacen pensar que Abrán pudo haber nacido hacia el siglo XIX a.C. en Mesopotamia, quizá en Ur, que era de origen amorreo y jefe de un clan seminómada de pastores. Sólo el Génesis relata que estando Abrán en Jarán, ciudad septentrional de Mesopotamia, Dios le pidió salir de su tierra. Además le prometió acabar con su vida de emigrante y darle la descendencia que, pese a su ancianidad, aún no había llegado:
«Yahvé dijo a Abrán: “Vete de tu tierra, de tu patria y de la casa de tu padre a la tierra que yo te mostraré. De ti haré una nación grande y te bendeciré. Engrandeceré tu nombre; y sé tú una bendición. Bendeciré a quienes te bendigan y maldeciré a quienes te maldigan. Por ti se bendecirán todos los linajes de la tierra”.
«Marchó, pues, Abrán, como se lo había dicho Yahvé, y con él marchó Lot. Tenía Abrán setenta y cinco años cuando salió de Jarán. Tomó Abrán a Saray, su mujer, y a Lot, hijo de su hermano, con toda la hacienda que habían logrado y el personal que habían adquirido en Jarán, y salieron para dirigirse a Canaán.
«Llegaron a Canaán, y Abrán atravesó el país hasta el lugar sagrado de Siquén, hasta la encina de Moré. Por entonces estaban los cananeos en el país. Yahvé se apareció a Abrán y le dijo: “A tu descendencia he de dar esta tierra.” Entonces él edificó allí un altar a Yahvé que se le había aparecido. De allí pasó a la montaña, al oriente de Betel, y desplegó su tienda, entre Betel al occidente y Ay al oriente. Allí edificó un altar a Yahvé e invocó su nombre. Luego Abrán fue desplazándose por acampadas hacia el Negueb.» (Gn. 12, 1-9)
A cambio de romper con su presente, como afirman los profesores franceses Esther Benbassa y Jean-Christophe Attias, Abrán recibió de Yahvé promesas de futuro:
«La ruptura ordenada es, a la vez, local o geográfica, y familiar o genealógica. Son el desarraigo, la infidelidad al lugar y la necesidad de convertirse en extranjero respecto a él los rasgos que definen, a primera vista, la condición abrahámica. Además, la tierra hacia la que Abraham se dirige todavía no tiene nombre, ni siquiera está localizada; sólo es la tierra que, llegado el momento, Dios le mostrará. El patriarca es, así, el hombre que va de una tierra conocida, con la que rompe, hacia una tierra misteriosa, de la que aún no sabe nada. Se entrega al viaje, y la promesa divina de descendencia, bendición y renombre todavía no concede ningún lugar especial a esa tierra hacia la que se dirige. [...] Tierra Prometida, aún no poseída, aún muy incierta. Realidad temporal más que espacial, porvenir de una familia mucho más que su lugar.»
En su libro El legado de los judíos el escritor estadounidense Thomas Cahill también advirtió la profundidad del relato del Génesis:
«“Salió Abram”: estas dos palabras figuran entre las más osadas de la literatura. Marcan el alejamiento de cuanto había ocurrido hasta entonces en la prolongada evolución de la cultura y la sensibilidad. De Sumeria ―depósito civilizado de lo previsible― parte un hombre que no sabe adónde va, pero sale hacia el desierto desconocido por incitación de su dios. De Mesopotamia –sede de mercaderes astutos y cautos que usan a sus dioses para garantizar la prosperidad y los favores― parte una caravana acaudalada sin objetivos materiales. De la antigua humanidad –que desde los oscuros comienzos de la conciencia ha buscado en las estrellas sus verdades eternas― parte un grupo que viaja sin dirección conocida. De la estirpe humana –que sabe instintivamente que todo esfuerzo acaba con la muerte― destaca un líder que declara que le han hecho una promesa imposible. De la imaginación mortal nace el sueño de algo nuevo, algo mejor, algo que está por ocurrir, algo que pertenece al futuro.
«Si hubiésemos vivido en el segundo milenio a.C., el de Abram, y hubiéramos hecho un sondeo por todas las naciones del planeta, ¿qué habrían dicho del viaje de Abram? [...] En todos los continentes y en todas las sociedades Abram habría recibido el mismo consejo que sabios tan dispares como Heráclito, Lao Tse y Sidharta dieron posteriormente a sus seguidores: quédate quieto en lugar de viajar.»
A contracorriente, Abrán creyó a Yahvé y marchó a Canaán, estratégica región situada entre Mesopotamia y Egipto, donde otros grupos humanos estaban ya asentados. Su fe se vio premiada y Dios concedió un hijo a su siervo. El niño, fruto de la unión de Abrán con Agar, la esclava egipcia de su mujer Saray, recibió el nombre de Ismael. Pero Yahvé intervino de nuevo en la historia de Abrán, estableciendo la circuncisión como señal de la nueva alianza. También cambió el nombre de su elegido (Abrán por Abrahán) y prometió que su mujer Saray (a la que llamó Sara) le daría un hijo, que habría de llamarse Isaac. Éste sería, hizo saber Yahvé, el sujeto de su alianza y la cabeza de muchos pueblos. El texto bíblico también incluye la promesa divina de hacer de Ismael cabeza de muchos pueblos, pero limita la nueva alianza a Isaac y a su descendencia.
Como reconoce el judaísmo rabínico actual, la Biblia expone la historia del pueblo hebreo en función de un «pacto» entre dos: de una parte, Yahvé; de otra, los descendientes de Abrahán y quienes a ellos se incorporaron por la circuncisión. Con texto de la Escritura, el filósofo francés Étienne Gilson recuerda que la sangre no fue condición sine qua non para entrar en esa alianza:
«No es menos cierto que, al mismo tiempo que el vínculo de sangre, otro lazo asegura la unidad de los hijos de Israel: la circuncisión. Este rito fue prescrito al principio por Yavé como simple señal de la alianza sellada entre Él y su pueblo, y como símbolo de la fecundidad prometida; pero se vio inmediatamente que dicha señal, por la cual se reconocía a la raza elegida, puede sustituir al vínculo de la sangre y dispensar de él. En este sentido, el pueblo judío era un pueblo y no una simple raza: llegó a serlo desde el día en que fue posible que uno se agregase a él con sólo someterse a unos ritos y participar de un culto, aun sin ser descendiente de Abraham.
«Así, desde sus orígenes, el pueblo de Dios aparece como una sociedad religiosa, que se recluta preferentemente entre una determinada raza, pero que no se confunde con ella: “Cuando tenga ocho días, todo varón entre vosotros, de generación en generación, será circuncidado, haya nacido en la casa o haya sido comprado, y mi alianza estará en vuestra carne como alianza perpetua. Un varón incircunciso, que no haya sido circuncidado en su carne, será rechazado de su pueblo: habrá violado mi alianza” (Génesis, XVII, 12-14). Hay, pues, descendientes de Abraham que no forman parte del pueblo de Dios, y no todos los que integran este pueblo son descendientes de Abraham (Génesis, XVII, 27).»
Continuando la vida de Abrahán, la Biblia relata el nacimiento de Isaac y refiere después un hecho querido por Dios, pero doloroso para el Patriarca: la expulsión de Agar y de Ismael, hijo de ambos y ancestro de Mahoma según los musulmanes. Según el Génesis (21,8-21) Yahvé cuidaría de la mujer y del niño:
«Creció el niño y fue destetado, y Abrahán hizo un gran banquete el día que destetaron a Isaac. Cuando vio Sara al hijo que Agar la egipcia había dado a Abrahán jugando con su hijo Isaac, dijo a Abrahán: “Despide a esa criada y a su hijo, pues no va a heredar el hijo de esa criada juntamente con mi hijo, con Isaac.” Abrahán lo sintió muchísimo, por tratarse de su hijo, pero Dios dijo a Abrahán: “No lo sientas ni por el chico ni por tu criada. Haz caso a Sara en todo lo que te dice, pues, aunque en virtud de Isaac llevará tu nombre una descendencia, también del hijo de la criada haré una gran nación, por ser descendiente tuyo.” Abrahán se levantó de mañana, tomó pan y un odre de agua y se lo dio a Agar; le puso al hombro el niño y la despidió.
«Ella se fue y anduvo por el desierto de Berseba. Como llegase a faltar el agua del odre, echó al niño bajo una mata y ella misma fue a sentarse enfrente, a distancia como de un tiro de arco, pues pensaba: “No quiero ver morir al niño.” Sentada, pues, enfrente, se puso a llorar a gritos.
«Oyó Dios la voz del chico;