Juan Pedro Cavero Coll

El pueblo judío en la historia


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asistió al chico, que se hizo mayor y vivía en el desierto, y llegó a ser un gran arquero. Vivía en el desierto de Parán, y su madre tomó para él una mujer del país de Egipto.»

      Yahvé quiso verificar de nuevo la fe de Abrahán, sometiéndole a la dura prueba del sacrificio de su amado hijo Isaac. La heroica obediencia de Abrahán agradó a Yahvé, que evitó a tiempo la muerte de Isaac y renovó las promesas a su siervo fiel. La redacción del relato permite entrar en el dolor ese padre que, por amor de Dios, está dispuesto a inmolar a su propio hijo. Sólo en la Biblia (Gn. 22,1-19) encontramos el testimonio de lo que ocurrió.

      « [...] Dios tentó a Abrahán. Le dijo: “¡Abrahán, Abrahán!” Él respondió: “Aquí estoy.” Después añadió: “Toma a tu hijo, a tu único, al que amas, a Isaac, vete al país de Moria y ofrécelo allí en holocausto en uno de los montes, el que yo te diga.” Abrahán se levantó de madrugada, aparejó su asno y tomó consigo a dos mozos y a su hijo Isaac. Partió la leña del holocausto y se puso en marcha hacia el lugar que le había dicho Dios. Al tercer día levantó Abrahán los ojos y vio el lugar desde lejos. Entonces dijo Abrahán a sus mozos: “Quedaos aquí con el asno. Yo y el muchacho iremos hasta allí, haremos adoración y volveremos donde vosotros.”

      «Tomó Abrahán la leña del holocausto, la cargó sobre su hijo Isaac, tomó en su mano el fuego y el cuchillo, y se fueron los dos juntos. Dijo Isaac a su padre Abrahán: “¡Padre!” Respondió: “¿Qué hay, hijo?” ―“Aquí está el fuego y la leña, pero ¿dónde está el cordero para el holocausto?” Dijo Abrahán: “Dios proveerá el cordero para el holocausto, hijo mío.” Y siguieron andando los dos juntos.

      «Llegados al lugar que le había dicho Dios, construyó allí Abrahán el altar y dispuso la leña. Alargó Abrahán la mano y tomó el cuchillo para inmolar a su hijo.

      «Entonces le llamó el Ángel de Yahvé desde el cielo diciendo: “¡Abrahán, Abrahán!” Él dijo: “Aquí estoy.” Continuó el Ángel: “No alargues tu mano contra el niño, ni le hagas nada, que ahora ya sé que eres temeroso de Dios, ya que no me has negado tu hijo, tu único.”

      «Alzó Abrahán la vista y vio un carnero trabado en un zarzal por los cuernos. Fue Abrahán, tomó el carnero y lo sacrificó en holocausto en lugar de su hijo. Abrahán llamó a aquel lugar “Yahvé provee”, de donde se dice hoy en día: “En el monte ‘Yahvé se aparece’.”

      «El Ángel de Yahvé llamó a Abrahán por segunda vez desde el cielo y le dijo: “Por mí mismo juro, oráculo de Yahvé, que por haber hecho esto, por no haberme negado tu hijo, tu único, yo te colmaré de bendiciones y acrecentaré muchísimo tu descendencia como las estrellas del cielo y como las arenas de la playa, y se adueñará tu descendencia de la puerta de sus enemigos. Por tu descendencia se bendecirán todas las naciones de la tierra, en pago de haber obedecido tú mi voz.”

      «Volvió Abrahán al lado de sus mozos y emprendieron la marcha juntos hacia Berseba. Y Abrahán se quedó en Berseba.»

      La llegada a Canaán de Abrahán y su gente coincidió con un periodo de invasiones de pueblos orientales en Mesopotamia. La condición de encrucijada de la gran región de Oriente Próximo y Medio convirtió en habituales durante la historia antigua hechos como éste. El clan de Abrahán era uno más, probablemente nómada en esa misma tierra, aunque su monoteísmo les distinguiera de los otros grupos tribales. El cumplimiento de la promesa de una tierra definitiva para la descendencia del patriarca se realizó de manera progresiva y lenta, a lo largo de siglos. En el transcurso de esas centurias, los textos bíblicos muestran la insistencia con que se recuerda al pueblo que el disfrute de la tierra está sujeto a la observancia del compromiso contraído con Yahvé.

      Tras años de vida en Canaán murió Sara, mujer de Abrahán. Su marido decidió entonces sepultarla en la tierra del país donde falleció: «Si estáis de acuerdo con que yo retire y sepulte a mi difunta, escuchadme e interceded por mí ante Efrón, hijo de Sójar, para que me dé la cueva de Macpelá, que es suya y que está al borde de su finca». La compra finalmente se realizó. «Así fue cómo la finca de Efrón que está en Macpelá, frente a Mambré, la finca y la cueva que hay en ella y todos los árboles que rodean la finca por todos sus lindes, todo ello vino a ser propiedad de Abrahán, teniendo como testigos a los hijos de Het y a todos los que entraban por la puerta de la ciudad». La posesión legal de esa tierra por Abrahán y su descendencia significó, de alguna manera, dejar de ser extranjeros en Canaán. Era, sin duda, un modo de empezar a concretarse la promesa divina. En Macpelá quedó sepultada Sara y también, más adelante, Abrahán, Isaac, Rebeca, Lía y Jacob.

      Muerto Abrahán, su hijo Isaac recibió del propio Yahvé las promesas hechas a su padre:

      «Yahvé se le apareció y le dijo: “No bajes a Egipto. Quédate en la tierra que yo te indique. Reside en esta tierra, y yo te asistiré y bendeciré; porque a ti y a tu descendencia he de dar todas estas tierras, y mantendré el juramento que hice a tu padre Abrahán.»

      Isaac continuó la vida nómada de su padre. De su unión con Rebeca, esposa y pariente, nacieron Esaú y Jacob. Cuenta uno de los relatos bíblicos más sorprendentes que Jacob, no siendo el mayor, compró a su hermano el derecho de primogenitura por un pan y un guiso de lentejas y engañando a su padre recibió de él la bendición que concedió poco antes de morir. Además de beneficios temporales, gloria de la primogenitura era el señorío sobre pueblos y naciones, que pasó a fecundar la descendencia primogénita de los israelitas, estirpe de Jacob, y no la de los edomitas, sangre de Esaú. Y es que Esaú se había casado con mujeres hititas «que fueron causa de amargura para Isaac y Rebeca». Derramando su bendición sobre Jacob, así habló Isaac a quien creía Esaú:

      «Es el aroma de mi hijo como el aroma de un campo que ha bendecido Yahvé. ¡Pues que Dios te dé el rocío del cielo y la grosura de la tierra, cantidad de trigo y mosto! Sírvante pueblos, adórente naciones, sé señor de tus hermanos y adórente los hijos de tu madre. ¡Quien te maldijere, maldito sea, y quien te bendijere, sea bendito!»

      Aconsejado por su madre y escapando de las iras de su hermano, Jacob emprendió la huida a Jarán, en la Alta Mesopotamia, recorriendo de vuelta el camino andado por Abrahán. Antes de marchar, Rebeca aconsejó a su hijo no unirse con las mujeres cananeas que encontrara de camino, sino con alguna de las hijas de Labán, hermano de ella asentado en tierra mesopotámica. Para asegurarse, Rebeca comentó el asunto a su marido Isaac, que insistió:

      «Llamó, pues, Isaac a Jacob, lo bendijo y le dio esta orden: “No tomes mujer de las hijas de Canaán. Levántate y ve a Padán Aram, a casa de Betuel, padre de tu madre, y toma allí mujer de entre las hijas de Labán, hermano de tu madre.»

      De camino a Jarán y en sueños, Jacob escuchó unas palabras de Dios. La respuesta sincera e interesada de Jacob a la ayuda divina se concretó en un voto y en un compromiso de fidelidad. Llegado a Jarán y tras años de servicio en casa de su tío Labán, este engañó al sobrino, que casó con su prima Lía, la mayor de las hermanas. Nuevos años de trabajo fueron necesarios para obtener de Labán, por fin, la mano de su hija Raquel, la mujer verdaderamente amada. Pero la infertilidad inicial de Raquel y la posterior de Lía llevaron a Jacob a unirse también a las esclavas de sus esposas. Así, de cuatro mujeres distintas Jacob tuvo una hija y doce hijos, cabezas de otras tantas tribus. De su primera esposa, Lía, nacieron Rubén, Simeón, Leví, Judá, Isacar, Zabulón y una hija, Dina; Bilhá, esclava de Raquel, concibió a Dan y a Neftalí; Zilpá, esclava de Lía, engendró a Gad y a Aser; y de su enlace con Raquel, la más amada, Jacob tuvo a José y a Benjamín.

      El Génesis cuenta la lucha nocturna que enfrentó a Jacob con un hombre misterioso, quizá espiritual, que finalmente le bendijo. Del diálogo entre ambos contrincantes, interpretado a veces como una batalla interior y otras como imagen de la eficacia de la oración, surgió por vez primera el nombre de Israel:

      «Y habiéndose quedado Jacob solo, estuvo luchando alguien con él hasta rayar el alba. Pero viendo que no le podía, le tocó en la articulación femoral, y se dislocó el fémur de Jacob mientras luchaba con aquél. Éste le dijo: “Suéltame, que ha rayado el alba.”