arbitrario. Está claro que los “semitas”, clasificados de ese modo por sus troncos paternos y maternos, vivían con la convicción de una comunidad de destino y tal vez incluso étnica en un sentido amplio; está claro que se consideraban portadores de una virtualidad histórica independiente.
«Es inevitable preguntarse a qué otro sistema de amplias proporciones históricamente verificable se puede asimilar este sistema genealógico. La mejor solución que se nos ofrece es la propagación muy dispersa, pero de una característica fuerza de choque de las tribus “aramaicas” hacia el final del segundo milenio precristiano. Esta solución tiene la ventaja de abarcar convincentemente las genealogías del Génesis y reducirlas, como unidad de tradición, a un periodo relativamente limitado. La “época de los patriarcas” (The patriarchal age) no es una época de prolija duración en una vasta región, cuyo inicio y fin se pierdan en la oscuridad o que debiera explicarse sobre la base de hipotéticos viajes de caravanas. Se trata de un período que se puede abarcar perfectamente en toda su extensión dentro de un marco étnicamente limitado, cuyas dimensiones geográficas son sin duda de cierta amplitud, pero limitadas en definitiva al flanco occidental del “fértil creciente”.»
La estancia de las tribus de Jacob en Egipto fue muy larga, cuatrocientos treinta años según la Biblia. La mayoría de los historiadores calcula que se prolongó, aproximadamente, desde fines del siglo XVII a.C. o principios del XVI a.C. hasta finales del XIII a.C. El historiador Edmund Schopen, por ejemplo, piensa que el Éxodo, la huída hacia la península del Sinaí, tuvo lugar en la primera mitad del siglo XIII a.C. y que, por tanto, la presencia en Egipto de lo que él llama «Casa de José» debió durar «por lo menos unos tres siglos en números redondos».
Si las primeras décadas de los israelitas en tierra egipcia habían dependido de la política de los hicsos, pronto dejó de ser así. Al mando del faraón Amosis I ―fundador de la dinastía XVIII y del Imperio Nuevo― los egipcios recuperaron el control de sus territorios y expulsaron a los invasores hicsos. Desde ese momento la situación cambió y los buenos tiempos quedaron atrás. Los israelitas, concentrados en el delta del Nilo, fueron esclavizados por los egipcios, como ocurrió a otros extranjeros y grupos nómadas. Muchos más de los que llegaron gracias a su fecundidad, los israelitas empezaron a ser considerados tan peligrosos para la seguridad del imperio como sus antiguos protectores hicsos. Receloso de este crecimiento uno de los faraones egipcios recrudeció, como narra el Éxodo (1,8-14), el trato con los hebreos:
«Surgió en Egipto un nuevo rey, que no había conocido a José; y dijo a su pueblo: “Mirad, el pueblo de Israel es más numeroso y fuerte que nosotros. Actuemos sagazmente contra él para que no siga multiplicándose, no sea que en caso de guerra se alíe también él con nuestros enemigos, luche contra nosotros y se marche del país.”
«Entonces, les impusieron capataces para oprimirlos con duros trabajos; y así edificaron para el faraón las ciudades de depósito: Pitom y Ramsés. Pero cuanto más los oprimían, tanto más se multiplicaban y crecían, de modo que los egipcios llegaron a temer a los israelitas. Los egipcios esclavizaron brutalmente a los israelitas, y les amargaron la vida con dura servidumbre, con los trabajos del barro, de los ladrillos, del campo y con toda clase de servidumbre. Los esclavizaron brutalmente.»
Tras fracasar en su propósito de convertir a las comadronas en asesinas de niños israelitas, el faraón extendió a sus súbditos una orden contra los israelitas: «A todo niño recién nacido arrojadlo al río; pero a las niñas, dejadlas con vida». ¿Quién fue este faraón? La respuesta no es segura. Contrastando datos de diversas fuentes, y aunque sólo la Biblia menciona los hechos que aquí se relatan, sabemos que perteneció a la dinastía XIX. Pudo ser Setis I. Sin embargo, la referencia del Éxodo a las ciudades de Pitom y Ramsés lleva a pensar que se trata de Ramsés II (1290-1224 a.C.), uno de los grandes constructores egipcios. Alguien, desde luego, tuvo que mover las muchas y grandes piedras necesarias para hacer realidad los fastuosos deseos faraónicos. Porque junto a las ciudades mencionadas fueron también iniciativa de Ramsés II, entre otras obras, el templo rupestre de Abu Simbel, la terminación del templo de Karnak, el Rameseum y el templo de Luxor.
En este contexto histórico fue engendrado de miembros de la tribu de Leví un niño que llegó a convertirse en hombre clave en la historia de Israel. Al poco de nacer la predilección divina se reflejaba ya en su nombre: Moisés, que significa «hijo» en egipcio, se llamaba así por haber sido salvado de las aguas tras ser arrojado al Nilo por la orden del faraón. Pero recogido por la hija de éste y criado por su madre natural, Moisés recibió una educación egipcia. Ello no le separó de su familia y «un día, cuando Moisés ya era mayor, fue adonde estaban sus hermanos, y vio sus duros trabajos; vio también cómo un egipcio golpeaba a un hebreo, a uno de sus hermanos». Tras asesinar al egipcio por su trato al hebreo (ibri, «persona dependiente» e incluso «extranjero», en ese contexto bíblico) Moisés trató de librarse de las iras del faraón escapando a otra tierra que le sirviera de refugio.
El Éxodo prologa la que sería una nueva etapa en la historia del pueblo israelita con las siguientes palabras:
«Durante este largo período murió el rey de Egipto. Como los israelitas gemían y se quejaban de su servidumbre, el clamor de su servidumbre subió a Dios. Dios escuchó sus gemidos y se acordó de su alianza con Abrahán, Isaac y Jacob. Dios se fijó en los israelitas y reconoció...»
A partir de entonces Moisés aparece como el elegido por Yahvé para sentar las bases del judaísmo y hacer de Israel una comunidad nacional, una sociedad políticamente organizada que, como tal, emprenda la búsqueda de un territorio definitivo donde asentarse. En su primer encuentro Yahvé revela a Moisés su misión. Libertador, guía y profeta, de Moisés nos hablan el Éxodo, el Levítico, el libro de los Números y el Deuteronomio. En ellos se le presenta como un hombre a veces vacilante y con otros defectos, pero deseoso de cumplir la voluntad de Yahvé. Y como el favor divino era para los israelitas, los egipcios sufrieron una serie de castigos en forma de plagas; el último, según el Éxodo, la muerte de todos los primogénitos egipcios. Entonces el faraón dijo a Moisés y a su hermano Aarón: «Levantaos, salid de en medio de mi pueblo, tanto vosotros como los israelitas, e id a dar culto a Yahvé, como habéis dicho. Tomad también vuestros rebaños y vuestras vacas, como habéis pedido, y marchad. Saludadme.»
La salida de Egipto de los israelitas se fecha en tiempos del faraón Merneptah (1224-1204 a.C.), hijo de Ramsés II. Judíos y cristianos interpretan que esa liberación de la esclavitud y del oprobio («Yo soy Yahvé, tu Dios, que te he sacado del país de Egipto, del lugar de esclavitud») ilustra una nueva relación entre el Todopoderoso y su pueblo. Antes de la salida de Egipto, como recuerdo vivo de su favor, Yahvé instituyó la Pascua, indicando con precisión el modo de vivirla. La ceremonia, de profundo significado teológico para el pueblo, será paradójicamente sacrificio y fiesta al mismo tiempo: «Este día será memorable para vosotros; en él celebraréis fiesta a Yahvé; de generación en generación como ley perpetua, lo festejaréis.»
Aunque según el Éxodo los descendientes de Israel que partieron de Egipto fueron «unos seiscientos mil hombres de a pie, sin contar los niños» ni las mujeres, algunos autores reducen la cifra a veinticinco mil personas. La marcha del pueblo por el desierto camino de Canaán y guiado por Moisés, con paradas sucesivas en el Sinaí, en Cades y en Moab constituye un período clave en su historia. En los montes del sur de la península del Sinaí, Yahvé y los israelitas sellaron una alianza que acompañó desde entonces al pueblo hebreo. Moisés se convirtió en intermediario ante Dios de las necesidades y peticiones de su gente, sufridora del cansancio, el hastío, el hambre, la sed y la dureza de la guerra. Por mediación de Moisés, Yahvé revela que, de obedecerle, su predilección por la descendencia de Israel les diferenciará de los demás pueblos como seña de identidad.
La libre aceptación por el pueblo de la propuesta de Yahvé es clave para entender la historia posterior. Aunque a veces se han dado criterios exclusivamente étnicos para definir lo «judío», la comprensión del pueblo en conjunto y de cada miembro en particular no puede marginar la relación con Yahvé como sello de identidad. El famoso historiador y politólogo francés Jean Touchard hablará, por ejemplo, de «pensamiento político judío», cuya «característica propia reside en la idea que el pueblo