Juan Pedro Cavero Coll

El pueblo judío en la historia


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textos revelan que los israelitas sucumbieron varias veces a la contaminación religiosa de sus vecinos. Según muestran los textos bíblicos, la ira de Yahvé ante el pecado de las tribus se manifestó en sometimientos temporales a estos pueblos, de quienes eran liberados gracias a la ayuda divina y a las dotes de mando de los sucesivos jueces: Otniel encabezó la guerra que batió a las tropas de Cusán Risatáin, rey de Edom, al sur de Canaán; Éhud venció a Eglón, rey de Moab; una mujer, Débora, ejerció también de juez y profetizó la gran victoria de los israelitas sobre las huestes de Yabín, rey de Canaán; Gedeón dirigió la lucha triunfal contra los madianitas, los amalecitas y varias tribus del desierto al este del Jordán; Jefté sometió a los amonitas y Sansón murió acabando con muchos filisteos, otro de esos grupos recién llegados de lejos que, tras su fallido intento de entrar en Egipto, se habían establecido en tierra cananea.

      El libro de los Jueces muestra reiteradamente la predilección de Yahvé por su pueblo, pero también manifiesta con claridad virtudes y defectos de las tribus israelitas. ¿Cómo era el nexo entre ellas? El mencionado profesor Martin Noth las comparó con las ligas anfictiónicas de las antiguas ciudades griegas, que formaban confederaciones para atender asuntos de interés general. En su famosa obra El Próximo Oriente Asiático los historiadores Garelli y Nikiprowetzky consideran sin embargo esa comparación demasiado específica y prefieren hablar de «liga sagrada», a pesar de las cambiantes circunstancias. Indudablemente, según dichos autores, el vínculo religioso fue esencial para mantener la identidad tribal común:

      «Si pudieron mantener su cohesión durante dos siglos no fue debido a su organización política, ni tampoco al impulso salvador de los jefes inspirados; el principal lazo de unión fue el factor religioso. El pueblo de Israel tenía conciencia de haber concluido una alianza con su Dios, Yahvé, quien lo había hecho salir milagrosamente de la tierra de Egipto y había prometido darle en herencia el país de sus padres. (…) A Él (a Yahvé) se remontan los principios de la organización social, del derecho y de la moral. Entre Yahvé y su pueblo existe una solidaridad que une estrechamente lo religioso, lo político y lo jurídico. Una ruptura en relación a cualquiera de estos últimos puntos constituía una fuente de tensión que tenía siempre una resonancia religiosa».

      La cronología de la etapa de los Jueces es difícil de precisar porque están exagerados los periodos y porque, además, se unifican en la narración episodios correspondientes a distintas tribus. En cualquier caso son años de cierta anarquía, en los que el texto bíblico describe un proceso que se repite una y otra vez: el pueblo, tras su infidelidad al pacto con Yahvé, es castigado por sus pecados; a las sanciones divinas sigue el arrepentimiento y el clamor de los israelitas y, entonces, Dios suscita sucesivos Jueces para librar a las tribus de sus enemigos. Precisamente, la sencillez que manifiestan las descripciones de los errores del pueblo constituye una de las pruebas principales en favor de la historicidad de este libro de la Biblia.

      A la par del proceso histórico-político que refleja el libro de los Jueces las tribus se hicieron gradualmente sedentarias en tierra de Canaán, separándose unas de otras. No obstante hubo también uniones temporales para luchar contra los adversarios, como la alianza de las tribus del norte con las del centro. El progresivo abandono del nomadismo en favor de un arraigo cada vez mayor a la tierra cambió el modo de vida, sustituyéndose unas costumbres por otras nuevas: se intensificó la dedicación del pueblo a las actividades agrícolas, que sirvieron para completar la hasta entonces reducida dieta ganadera de la población; además, las tribus israelitas lograron la estabilidad necesaria para una primitiva organización administrativa, que pudo facilitar la formación de los primeros archivos; y pronto también el sedentarismo se reflejó en el culto religioso, en el modo de alabar y relacionarse con Yahvé, único Dios.

      Los dos libros de Samuel reflejan bien la transformación de las tribus en nación. A falta de otros escritos, es imprescindible emplear la Biblia para alumbrar esta etapa. No es fácil saber lo que ocurrió, pues se ofrecen con frecuencia distintas versiones sobre los mismos hechos. En cualquier caso está claro que el decisivo proceso histórico de formación de una nación, que había madurado con la posesión de Canaán, se consolidó con la institución monárquica. Samuel es el nexo entre el período de los Jueces y la nueva época, y en él se centran los capítulos iniciales del primero de los libros que llevan su nombre.

      Dedicado desde su juventud al servicio divino en el santuario de Siló, el lugar de culto más importante de entonces, la Biblia presenta a un Samuel escogido por Yahvé para ser su interlocutor ante el pueblo. Las tribus israelitas atravesaban un momento delicado. El anciano juez Elí acababa de fallecer tras oír que los filisteos, vencedores de los israelitas, habían capturado el Arca de la Alianza, símbolo de la presencia divina. Durante la lucha entre ambos pueblos murieron además, entre otros muchos, los dos hijos de Elí, injustos sacerdotes de Siló. ¿Qué iba a suceder?

      El texto bíblico vuelve entonces a resaltar el poder del Dios de Israel: se impuso al dios filisteo, cuyos creyentes padecieron desgracias por la presencia del arca. Poco tardaron sus príncipes en devolver a los israelitas su símbolo de la presencia divina, añorada tras décadas de separación del Señor. Pero Samuel recordó la necesidad de abandonar los dioses extranjeros y así se hizo. Convertido desde ese momento en intercesor ante Yahvé, juez y jefe guerrero contra los filisteos, Samuel fue clave en la implantación de la monarquía en Israel. El cambio político, consecuencia de la influencia de tribus extranjeras, se narra de dos maneras en el libro de Samuel. La primera explica el origen de la monarquía israelita como resultado de una petición popular, debida al alejamiento de Dios:

      «Se reunieron, pues, todos los ancianos de Israel y se fueron donde Samuel a Ramá, y le dijeron: “Mira, tú te has hecho viejo y tus hijos no siguen tu camino. Por tanto, asígnanos un rey para que nos juzgue, como todas las naciones”. Disgustó a Samuel que dijeran: “Danos un rey para que nos juzgue”, y oró a Yahvé. Pero Yahvé dijo a Samuel: “Haz caso a todo lo que el pueblo te dice. Porque no te han rechazado a ti, me han rechazado a mí, para que no reine sobre ellos”».

      Según el otro relato, Yahvé deseó la realeza israelita. Y aunque Saúl fue designado rey por suertes, antes recibió la unción de Samuel. Dirigidos por Saúl, los israelitas vencieron a los amonitas, allanándose el terreno hacia la monarquía:

      «Fue todo el pueblo a Guilgal y, allí en Guilgal, proclamaron rey a Saúl delante de Yahvé, ofreciendo allí sacrificios de comunión delante de Yahvé; y Saúl y todos los israelitas se alegraron en extremo.»

      Durante su breve reinado, Saúl, primer rey de Israel (1020-1010 a.C.), venció a los amonitas y estableció su corte en Gueba, cerca de Jerusalén. Aunque luchó contra los principales enemigos de la nación, por no destruir completamente a los amalecitas fue rechazado por Yahvé. En vida del monarca Saúl, Samuel ungió a David, que mientras sirvió en la corte venció a Goliat, distinguido filisteo que había desafiado al ejército de Israel. David trabó amistad con Jonatán, hijo del rey, quien le defendió de la envidia que sus éxitos y virtudes despertaron en Saúl y reconoció en su derecho a ser rey. La Biblia ofrece dos versiones de la muerte de Saúl: según la primera el monarca se suicidó con su propia espada, tras ser gravemente herido por los filisteos, mientras la segunda afirma que fue asesinado por un amalecita.

      Al fracaso de Saúl, asociado a una desobediencia a Yahvé, siguió el nuevo rey ungido por Samuel, David (1010-970 a.C.), miembro de la tribu de Judá y heredero de la bendición que éste recibió de su padre Jacob. Los judíos y los cristianos creen que David encabeza la dinastía del Mesías y es, por tanto, un «ungido» distinto a los demás, como el profeta Natán hizo saber al propio David:

      « [...] Yahvé te anuncia que Yahvé te edificará una casa. Y cuando tus días se hayan cumplido y te acuestes con tus padres, afirmaré después de ti la descendencia que saldrá de tus entrañas, y consolidaré el trono de su realeza. (Él constituirá una casa para mi Nombre y yo consolidaré el trono de su realeza para siempre.) Yo seré para él padre y él será para mí hijo. Si hace mal, le castigaré con vara de hombres y con golpes de hombres, pero no apartaré de él mi amor, como lo aparté de Saúl, a quien quité de delante de mí.