y, aunque fue consagrado rey de la ciudad, no impuso su religión. Esa habilidad política con los pueblos vencidos, nunca practicada hasta entonces por los asirios, hizo ganar a Ciro II el respeto de sus nuevos vasallos. En esa línea, en el 538 a.C. firmó un edicto beneficioso para los hebreos, por entonces pueblo sin tierra. Si pretendió realizar un gesto de deferencia o la decisión formó parte de una estrategia política no interesa demasiado en el caso que nos ocupa. Pero la trascendencia de su edicto en la historia hebrea nos induce a trasmitir la voluntad del monarca, según aparece en el libro bíblico de Esdras:
«Así habla Ciro, rey de Persia: Yahvé, el Dios de los cielos, me ha dado todos los reinos de la tierra. Él me ha encargado que le edifique un templo en Jerusalén, en Judá. Quien de entre vosotros pertenezca a su pueblo, sea su Dios con él. Suba a Jerusalén, en Judá, a edificar el templo de Yahvé, Dios de Israel, el Dios que está en Jerusalén. A todo el resto del pueblo, dondequiera residan, que las gentes del lugar les ayuden proporcionándoles plata, oro, hacienda y ganado, así como ofrendas voluntarias para el templo de Dios que está en Jerusalén.»
Tras 49 años desde la tercera y más numerosa deportación a Babilonia, ordenada por el rey asirio Nabuconodosor, se iban a cumplir algunos de los oráculos de liberación anunciados por los profetas. A diferencia de lo ocurrido en el antiguo reino de Israel, las tierras antes habitadas en Judá habían quedado vacías tras la deportación de los hebreos y, por tanto, su vuelta no iba a suponer mezclas con otros pueblos. Dirigidos por Sesbasar, muchos hebreos volvieron a Judá; pero otros, como indica el historiador judío Flavio Josefo, optaron por permanecer en tierras babilónicas, donde ya se habían establecido.
Sea cual fuera la decisión adoptada por cada familia, lo cierto es que la voluntad del rey Ciro de permitir y facilitar al pueblo hebreo regresar a Judá, tras el exilio en Babilonia, marcó un hito en su historia. Significó, entre otras cosas, la posibilidad de volver a las raíces, a una tierra hecha nostalgia. Y esa vuelta se reflejó en aspectos espirituales y materiales que dejaron profunda huella. Entre otras ventajas, el edicto del rey persa posibilitó que se dieran condiciones especialmente favorables para la instrucción religiosa del pueblo. En ese ambiente se procedió a una labor de particular relevancia religiosa y, en sentido amplio, también cultural: según la mayoría de los especialistas, la redacción definitiva de los cinco libros del Pentateuco se realizó entre los siglos V y IV a.C. a partir de recopilaciones de textos anteriores.
En esa época se ha generalizado ya el término «judío» para designar a los que volvieron del exilio, independientemente de sus orígenes tribales. El gran proyecto que cohesionó socialmente a los recién llegados a Judá fue la reedificación del templo de Jerusalén. Los trabajos se interrumpieron dos veces, una por causa de los samaritanos, cuyo sincretismo religioso condujo a los judíos a excluirles del esfuerzo de reconstrucción.
Finalmente, las exhortaciones de los profetas Ageo y Zacarías y, sobre todo, el edicto del rey persa Darío hicieron posible la reanudación de las obras del santuario. Terminaron «el día veintitrés del mes de Adar, el año sexto del reinado del rey Darío», correspondiente al 515 antes de la era cristiana. Los muros de ese lugar destinado a que «se ofrezcan sacrificios» estaban formados por «tres hileras de piedra de sillería y una de madera», mucho más sobrio que el de tiempos de Salomón, y terminarse fue dedicado a Dios. Comenzó así el llamado «período del Segundo Templo», nueva etapa en la historia del judaísmo.
Reconstruido el templo, durante el reinado del persa Artajerjes (464-424 a.C.) se reanudaron y terminaron ―con el permiso real y el favor de Dios, según el libro de Nehemías― las obras en las murallas de Jerusalén y en el resto de la ciudad. El propio Nehemías, gobernador de Judá en nombre del rey persa, no se limitó a impulsar los trabajos de restauración, pues procuró también corregir determinados abusos provocados por incumplir la Ley. Comparando esa situación del pueblo judío con la «indiferencia» estatal hacia la Iglesia católica de sus tiempos, el filósofo francés Georges Sorel escribió a principios del siglo XX que tal circunstancia dio buenos frutos para el judaísmo:
«Precisamente cuando ya no tuvieron patria, los judíos llegaron a darle a su religión una existencia definitiva; durante el tiempo de la independencia nacional, habían propendido a un sincretismo odioso para los profetas; y se volvieron fanáticamente adoradores de Yahvé cuando se vieron sometidos a los paganos. El enriquecimiento del código sacerdotal, los Salmos, cuya importancia teológica había de ser tan grande, y el Segundo Libro de Isaías, son de esa época. Así, la vida religiosa más intensa puede existir en una Iglesia que vive bajo el régimen de la indiferencia.»
Al margen de las relaciones que puedan establecerse entre la falta de autogobierno y el florecer religioso, que no tienen por qué dar siempre los mismos resultados, lo cierto es que la privación de capacidad de decidir sobre su destino no mermó la religiosidad del pueblo judío, sino todo lo contrario. Cuando Nehemías, tras doce años de gobierno en Judá representando al rey de Persia, regresó a Susa, capital del reino, se reanudaron los problemas religiosos en Jerusalén. Esdras fue entonces elegido para impulsar una revitalización religiosa que las propias autoridades juzgaron necesaria. Como afirma el hebraísta Carlos del Valle, «el significado fundamental de Esdras, para el posterior desarrollo del judaísmo, fue el hacer de la Torá la norma de conducta, sancionada por la autoridad civil, del pueblo judío».
Esdras, en efecto, consiguió con sus reformas que los judíos se identificaran más como el pueblo de la Torá que como una simple nación. Las circunstancias históricas, recuerda el escriturista José Luis Sicre, no fueron ajenas a esas medidas: «En lo religioso, la época persa supone un esfuerzo por asegurar la identidad judía cuando se ha perdido la libertad y el pueblo se encuentra disperso en lugares muy distintos del mundo. Esa identidad terminará poniéndose en la idea de la raza santa y en la observancia de la Ley, especialmente de la circuncisión y del sábado. Cosas que cualquier israelita puede practicar en cualquier lugar del mundo.»
Cambios significativos se realizaron durante esta teocracia aceptada por los persas. Tras lamentar que en Israel se practicaran ritos de pueblos infieles, Esdras comenzó a enseñar el contenido de los preceptos divinos, disolvió los matrimonios mixtos y promovió el ayuno, la confesión de los pecados y la unificación de los textos de la Torá, ayudado por otros juristas de Babilonia y de Judá. Carecer de rey propio y disponer de un nuevo templo, el segundo que se construyó, explican que los sacerdotes judíos adquirieran más importancia que antes, sobre todo uno de ellos, el «sumo sacerdote». De todos modos, la labor de Esdras contribuyó con eficacia a ampliar a un nuevo grupo social el conocimiento intelectual, antes reservado a los sacerdotes. Por lo demás, la vida cotidiana personal, familiar y social, tan ligada a preceptos religiosos, comprendía actividades agrícolas y ganaderas para el mantenimiento propio y el pago de impuestos al Imperio persa. Parece que en esta etapa se consolidó el arameo como lengua hablada, aunque el hebreo siguió utilizándose para escribir.
La autonomía vigilada vivida con los persas continuó en Judea durante la dominación griega (332-167 a.C.). En su marcha al sur para conquistar Egipto, Alejandro Magno (357-323 a.C.), reciente vencedor del rey persa Darío III en la batalla de Issos, se apoderó de Siria y ocupó Judea, sin entrar en Jerusalén. Asegurado el dominio sobre Egipto, donde fundó Alejandría, el joven monarca macedonio partió hacia Persia, a la que también sometió, llegando incluso a penetrar en la India, desde donde regresó a su país. Nuevas ciudades surgieron como consecuencia de este periplo, pero la temprana muerte de Alejandro dejó inconclusa la unificación de tan extensos territorios. Sin embargo, numerosas familias salieron de Judea para poblar las urbes recién fundadas y pronto se constituyó una diáspora judía que, con el tiempo, alcanzó considerable importancia demográfica y económica.
Tras varias batallas por el control del imperio, el poder se dividió y los territorios se repartieron entre Tolomeo, Antígono y Seleuco, generales de Alejandro que encabezaron nuevas dinastías. Los Tolomeos gobernaron en Egipto, los Antigónidas en Macedonia y los Seleúcidas en Mesopotamia, Persia, Asia Menor y Siria. Aunque el reinado tolomeo en Egipto duró casi tres siglos, su dominio sobre Judá fue menos prolongado (301-200 a.C., a excepción de un corto espacio de tiempo de control seléucida durante la cuarta de las llamadas «guerras sirias», finalizada el 217 a.C.). La presencia de la dinastía en Judea