Carlos de Ayala Martínez

Las Cruzadas


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Sepulcro de Jerusalén. Tampoco ayuda a entender el significado de su errática política su escandalosa autorrenuncia a ser considerado imam en 1012.

      En estas circunstancias, y parece que al margen del propio califa, se fue extendiendo la idea de que, en realidad, al-Hâkim no era sino la encarnación de Dios en la tierra. Algunos duat extremistas abrazaron la idea apasionadamente, y al frente de ellos se colocó un misionero de origen persa, al-Darâzî, que, ante los excesos, fue posiblemente ejecutado por el propio califa. Cuando en 1021 al-Hâkim desapareció misteriosamente, casi con toda seguridad asesinado, los seguidores de al-Darâzî, los drusos, afirmaron que no había muerto, ya que no podía morir quien era encarnación hipostática de la divinidad. Hubieron de abandonar Egipto y se dispersaron por Siria. La doctrina de los drusos no es fácil de conocer dado su radical esoterismo. Desde mediados del siglo XI renunciaron al proselitismo y prohibieron nuevas conversiones fuera de los círculos y familias ya existentes. Parece que su idea fundamental estriba en la creencia de que el universo se identifica con Dios y en la posibilidad de que el hombre pueda acercarse a esa radical unicidad a través del conocimiento. De hecho, los drusos no solo rompieron con el ismailismo sino con el propio islam, derivando hacia un sincretismo filosófico-religioso al que solo tienen acceso los iniciados. Su libro canónico es el llamado Libro de la Sabiduría, que contiene cartas y comentarios de los fundadores y propagadores del movimiento. No poseen lugares de culto y el Corán no es para ellos un libro especialmente sagrado. Actualmente tienen comunidades de cierta importancia en Siria y Líbano.

      El segundo de los cismas que preanuncian la desestructuración del califato fatimí se produce en vísperas de la primera cruzada; es el de los nizaríes cuyos miembros acabarían identificándose con la llamativa secta de los “asesinos”. El nuevo cisma presenta una mayor complejidad en su desarrollo. Nizâr era el primogénito y presunto heredero del califa fatimí al-Mustansir (1036-1094), y fue utilizado como bandera de un movimiento cismático que nunca llegó a apoyar. Éste se articuló en torno a otro dai de origen persa, Hasan al-Sabbâh. Su creciente descontento hacia el gobierno califal se concentró en el hombre fuerte del régimen, Badr al-Yamâlî, un militar armenio, gobernador de Palestina, que puso fin a la crisis que en los años sesenta del siglo XI habían protagonizado las distintas facciones étnicas que componían el ejército. Dueño de la situación, consiguió del agradecido califa al-Mustansir plenos poderes que alcanzaron también al sistema religioso, pasando a controlar la red misionera de los duat. El descontento de éstos no se hizo esperar: era inadmisible que se hubiera despojado de este modo al califa de sus atribuciones. Hasan capitalizó el descontento y, junto con sus seguidores, se hizo en 1090 con el control de la alejada fortaleza de Alamut, al sur del Caspio, un inexpugnable bastión rocoso de los montes Elburz.

      A la muerte del califa al-Mustansir (1094), el primogénito Nizâr fue apartado de la sucesión por expreso deseo del hijo del “dictador” Badr, que, habiendo fallecido ya, había conseguido consolidar dinásticamente su poder. El nuevo hombre fuerte de la situación, su hijo al-Afdâl, prefirió situar en el trono egipcio al segundo hijo del califa fallecido por la sencilla razón de que lo había convertido en su yerno. La resistencia de Nizâr fue sofocada y él mismo desapareció en prisión. El grupo de Alamut aprovechó la circunstancia para desligarse de la obediencia al califa de El Cairo y proclamar el imamato de Nizâr, que no habría sino iniciado una fase de ocultamiento. En su nombre actuaría Hasan al-Sabbâh, que, al frente de los nizaríes, se aplicó a poner en práctica un activismo excluyente respecto al resto de los musulmanes en el que el asesinato de oponentes era práctica habitual. En el siglo XII sus seguidores fueron llamados hashishiyun porque, se decía, que los activistas encargados de consumar los actos violentos lo hacían bajo el efecto del hasis. La hipótesis resulta hoy día discutible; lo cierto es que de esa designación deriva la palabra “asesino” utilizada en Occidente. El término hashishiyun, en cualquier caso, se lo daban sus enemigos, ellos se autodenominaban fida’i (“fedayin” = “el que se sacrifica”).

      A finales del siglo XI se constituye una nueva rama de la misma secta en territorio sirio, en torno a la fortaleza de Masyaf, bajo el control de un persa llamado Rashid al-Din Sinan, el Sayj al-Yabal o “Viejo de la Montaña”, que llegó a constituir un estado prácticamente independiente junto al futuro condado cristiano de Trípoli, “el País de los Asesinos”, en la región montañosa e inaccesible de Nosairi, cerca de Hama y Homs, y no lejos de Hosn al-Akrad, el famoso “Krak de los Caballeros”.

      El cisma nizarí marca, ahora sí, el principio del fin del régimen egipcio de los fatimíes. Estamos en el momento en que el movimiento cruzado acaba de ponerse en marcha, y los francos arribados a Tierra Santa aún habrían de contar con la sombra de poder que los egipcios seguían proyectando sobre el litoral sirio-palestino. Incluso por entonces se detecta una cierta reactivación fatimí: aprovechando los primeros efectos que el “peregrinaje armado” estaba produciendo entre los príncipes turcos que le hacían frente, los egipcios reocuparon Palestina y con ella Jerusalén; de hecho, serían los fatimíes quienes habrían de defender la Ciudad Santa contra los cruzados en 1099.

      El proceso de intermitente decadencia que sufre el califato fatimí a partir de las décadas centrales del siglo XI tiene mucho que ver con la pujante y expansiva presencia de los turcos en el ámbito de teórica administración abbasí.

      Ya antes del año 1000 el mundo islámico conocía y se aprovechaba de la mano de obra turca, sobre todo, para nutrir sus unidades militares, pero hasta ese momento entre estos turcos del islam y los otros pueblos nómadas de organización tribal, los turcomanos –como los designaban los cronistas musulmanes contemporáneos para distinguirlos de aquéllos–, existía una frontera geográfica y también cultural que iba de norte a sur desde las tierras esteparias situadas más allá de la Transoxiana hasta el norte del actual Pakistán, pasando por el tercio oriental del también actual Afganistán.

      Las zonas más orientales del islam, las que estaban en contacto con este mundo turco –básicamente Transoxiana, Jurasán y, más al sur, la región de Sistán– estaban gobernadas, bajo teórica soberanía abbasí, por emiratos autónomos iraníes desde la primera mitad del siglo IX: tahiríes y saffaríes, en el siglo IX, y samaníes durante todo el siglo X. El papel político de estos emiratos iraníes autónomos era el de contener la presión turcomana de las estepas y filtrar a Bagdad, en forma de tributo, esclavos turcos para alimentar las tropas califales. Desde nuestra perspectiva, además, su papel histórico fue el de conformar la conciencia nacional iraní, haciéndolo desde el islam pero resucitando al mismo tiempo la cultura tradicional persa. Eran regímenes identificados con las aristocracias locales de mawali –los antiguos conversos persas convertidos en séquitos clientelares de los grandes linajes árabes–, y contribuyeron, especialmente los samaníes a través de sus ricas actividades comerciales con el mundo de las estepas rusas, a desarrollar grandes emporios urbanos, como las ciudades casi legendarias de Bujara y Samarcanda, en la Transoxiana.

      Hacia el año 1000 se produce un desplazamiento histórico. Los samaníes son sustituidos en el poder por los turcos, creándose a partir de aquel momento el primer gran estado turco islámico en el flanco oriental del mundo musulmán. Establecieron su capital en la ciudad afgana de Gazna; de ahí el nombre de la primera dinastía turca convertida al islam sunní, los gaznavíes, responsables de un curioso ensayo político basado en la lógica de la expansión militar y en los lucrativos beneficios del botín, y cimentado en un inestable equilibrio cultural en que los elementos iraníes acabarían dando paso a un indiscutible predominio indio, y es que, desplazados de Irán por otras tribus turcas, harían del oriente de Afganistán y del noroeste de la India su principal base de referencia.

      En realidad, esas otras tribus turcas habían iniciado su particular proceso de penetración violenta en el mundo islámico poco después del año 1000, y lo habían hecho a través de la estratégica región de la Transoxiana. No se trataba ya de turcos islamizados que se hacían con el poder de emiratos autónomos, sino de pueblos enteros que, probablemente presionados por los mongoles esteparios, penetraban directamente en la meseta iraní. De entre todas las tribus turcas que