concretamente el territorio en torno a Merv. De allí expulsaron a los gaznavíes y solicitaron el reconocimiento abbasí de su dominio en la zona hacia 1040. Su caudillo, Tugrul Beg, decidió continuar sus conquistas hacia el oeste llegando en 1055 a Bagdad, y allí desplazó del poder a los buyíes, una dinastía de origen iraní y adscripción religiosa sií que durante un siglo había ejercido la autoridad en el califato abbasí con la obligada aquiescencia de sus titulares. Para éstos, en efecto, la presencia de los selyúcidas supuso un esperanzador elemento de renovación que llegaron a interpretar en clave liberadora, si bien es cierto que los califas ya nunca más recuperarían el poder efectivo. De hecho, y de manera inmediata, los príncipes selyúcidas recibieron del soberano de Bagdad el título de sultán, que precisamente a partir de entonces pasa de significar “poder” o “autoridad” en abstracto a designar la persona apta para ejercerlos. Más aun, los nuevos sultanes recibieron un segundo título más significativo si cabe: emires de oriente y occidente, o lo que es lo mismo, recibieron la capacidad para gobernar de manera efectiva el antiguo califato abbasí, cuyo titular quedaba definitivamente relegado a ser una autoridad formal de proyección exclusivamente religiosa. Precisamente esta circunstancia, la de la autoridad religiosa y la defensa de la ortodoxia, fue la gran baza legitimadora de los turcos que profesaban el sunnismo y que, teóricamente, recibieron el poder de manos del califa para proceder a extirpar la herejía en el ámbito del imperio, y especialmente en Egipto.
Fresco del siglo XIII. (Detalle) Un guerrero musulmán derribado por una lanza. Se aprecia la gran belleza de las gualdrapas del caballo
Y muy pronto hubieron de estrenarse en su cometido neutralizando una seria contraofensiva fatimí: un golpe de Estado protagonizado por un general turco aunque dirigido por el régimen egipcio, convirtió en prisionero al califa abbasí en 1059, pero la rápida intervención de los selyúcidas neutralizó el golpe y el califa de Bagdad fue restituido en el trono bajo la atenta y protectora mirada de los nuevos amos de la situación.
Los gobiernos de los sucesores de Tugrul, su sobrino Alp Arslam (1063-1077) y el hijo de éste, Malik Shâh (1072-1092), no hicieron sino afianzar el régimen selyúcida. Así, mientras el primero iniciaba la imparable penetración turca en Anatolia venciendo a las tropas bizantinas en la conocida batalla de Manzikert (1071) y poniendo las bases de la futura “Turquía”, el segundo se aplicó a la neutralización del poder fatimí en Siria incorporando su territorio del norte, incluido Damasco.
En este momento el nuevo sultanato turco, apoyado en el protagonismo militar de su eficaz caballería, logra su máxima extensión territorial; es el llamado “gran imperio selyúcida” que, en nombre del teórico poder del califa de Bagdad, controlaba Jurasán, Irán, Iraq, buena parte de Siria y el oriente de Asia Menor. Pero ya antes de que se produjera la muerte de Malik Shâh en 1092, se dieron los primeros pasos conducentes a la fragmentación del poder político, intrínseco a la idiosincrasia tribal de los turcos, a la compleja realidad geo-política de los territorios ocupados y a la heterogeneidad de sus respectivas señas de identidad cultural. Dos instituciones, una presente ya en la tradición islámica, la feudalizante iqtâ, y otra de importación turca, la figura del atabeg, darán cobertura al proceso de fragmentación.
Sabemos que la iqtâ es una especie de enfeudación de los tributos de un determinado territorio que realiza el Estado a favor de un beneficiario, que solo está obligado a pagar el diezmo correspondiente de los mismos. Se trata de un viejo sistema de concesiones temporales que no privaba al poder público del dominio eminente de las tierras entregadas ni a los campesinos que las trabajaban del dominio útil sobre ellas; tampoco comportaba en principio ningún tipo de gravamen o prestación laboral por parte de dichos campesinos. Con el tiempo, sin embargo, las concesiones de iqtâ se fueron haciendo vitalicias e incluso hereditarias, y sus beneficiarios acabaron arrogándose derechos sobre los campesinos, que poco a poco eran apartados de la comunicación directa con el Estado. Pues bien, los turcos contribuyeron de manera decisiva a la extensión del sistema y a su “feudalizante” evolución en beneficio fundamentalmente de la clase militar.
Por otra parte, el atabeg era, en un contexto como el turco que concebía el poder como algo consustancial al clan, el tutor que el sultán selyúcida asignaba a cada uno de sus hijos u otros príncipes selyúcidas en tanto fueran menores de edad, un tutor que tenía derecho a casar con la madre del pupilo en caso de enviudar. En la práctica, los sultanes selyúcidas utilizaron la fórmula como mecanismo de legitimación a favor de sus propios hombres fuertes, que, en teoría, debían ejercer el poder en nombre de un menor de la dinastía selyúcida, al que invariablemente acababan desplazando; de este modo instauraban en beneficio propio un sistema hereditario que solo en el plano formal seguía ligado al poder selyúcida.
Como ya hemos indicado, el proceso de fragmentación comenzó a producirse antes de la desaparición de Malik Shâh, y lo hizo tanto en Anatolia como en Siria, aunque en la primera no tanto mediante el sistema de atabegs como a través de sultanes y emires de amplias atribuciones. En efecto, antes de 1090 Anatolia estaba ya controlada por los turcos y dividida de hecho en dos grandes territorios: el sultanato de Rum –mitad occidental de Anatolia– con capital primero en Nicea y muy pronto en Iconion –hoy Konia–, cuyo titular era miembro de la dinastía selyúcida, y el emirato de Danishmend, príncipe turco creador de toda una dinastía que llegó a controlar el centro y el norte de la península. En Siria, en cambio, sí triunfó propiamente el régimen de atabegs, destacando los de Alepo y Damasco. Otras regiones del interior persa, como Mosul, fueron asimismo sede de gobiernos provinciales hereditarios bajo la administración de atabegs autónomos.
Resumiendo mucho, podemos decir que en el momento en que el movimiento cruzado se pone en marcha, el Próximo Oriente islámico se halla profundamente dividido. Existían dos grandes potencias, el Egipto fatimí en clara decadencia y el antiguo califato abbasí controlado por los turcos selyúcidas en trance ya de desarticulación territorial. Ambas potencias, no siempre obedeciendo a impulsos unitarios sino en el marco de la lógica que preside la galopante multiplicación de poderes locales, pugnan por el control de la estratégica región sirio-palestina donde se halla ubicada la Tierra Santa cristiana. Los cruzados, por tanto, habrán de entrar en contacto con una realidad islámica muy compleja que, en líneas generales, no fue un obstáculo para su avance sino que más bien lo facilitó.
BIZANCIO Y LAS COMUNIDADES CRISTIANAS DE ORIENTE
CRISIS DEL IMPERIO
Las provincias orientales del antiguo Imperio Romano, las que sobrevivieron al hundimiento occidental del siglo V y que la historiografía conoce como Bizancio, presentan una trayectoria irregular y profundamente condicionada por momentos críticos que en más de una ocasión parecieron augurar su próximo fin. Uno de esos momentos lo constituyen los cuarenta años que anteceden a la llegada de los cruzados de Occidente a tierras bizantinas.
El origen de esta larga crisis coincide con el fin del período macedónico, que, pese a no ser ajeno en sus últimos años a la inestabilidad, había conocido la esplendorosa época expansiva de Basilio II (976-1025), el “matador de búlgaros”, quien había devuelto al imperio gran parte de sus antiguas fronteras y, sobre todo, su dignidad. Bizancio vivió algún tiempo de sus rentas, pero hacia mediados del siglo XI viejos problemas internos y nuevos enemigos exteriores se combinaron en una demoledora crisis que a punto estuvo de acabar con su existencia.
El enfrentamiento partidario
En el interior se acrecentó una antigua pugna que enfrentaba ambiciones personales y familiares pero que, sobre todo, manifestaba la contradicción entre dos modelos distintos de entender el poder y cimentar sus interesados apoyos. Por un lado, crecía cada vez con mayor pujanza una especie de partido cortesano de naturaleza burocrática que pugnaba, desde el indiscutible protagonismo de la capital del imperio, por la imposición de una sólida administración civil, firmemente apuntalada por ciertos círculos intelectuales y por la poderosa iglesia patriarcal; la familia Ducas representaba bien este entramado de intereses. Por otro lado, un segundo “partido” lo integraban quienes desde las siempre amenazadas provincias orientales veían peligrar sus extensos patrimonios fundiarios por una política insensible