eso, y porque Alejo I necesitaba del apoyo de soldados occidentales para reorganizar y reforzar su ejército con vistas a una previsible reconquista de Anatolia, en Piacenza los embajadores bizantinos no dudaron en presentar un panorama sombrío de la situación, más sombrío de lo que realmente se correspondía con las circunstancias del momento, haciendo hincapié en los aspectos que más podían tocar la fibra sensible del papa y de su Iglesia: la resistencia del imperio no tardaría en ceder ante el empuje de los turcos y con su desaparición la opresión que ya sufrían las comunidades cristianas bajo el yugo de los infieles, se tornaría sencillamente insoportable.
No hace falta decir que la proclama de los embajadores bizantinos era exagerada. Por un lado, en 1095 la situación del imperio distaba de ser agobiante: todo lo contrario, el gobierno de Constantinopla planeaba tomar la iniciativa contra los turcos. Por otro lado, y aunque es cierto que tras la conquista de Jerusalén y la incorporación de la región palestina a los turcos en torno a 1076 la situación de los cristianos –o al menos de algunos de ellos– pudo empeorar, en vísperas de las cruzadas esa situación no era peor que quince años antes y, desde luego, no tan trágica como para justificar un llamamiento a la solidaridad así de dramático. Es evidente, que las reglas de una llamativa propaganda se impusieron, y también lo es que dicha propaganda, que tanto influyó en el papa y su entorno episcopal, acabó revolviéndose contra el emperador: éste esperaba de Occidente un buen número de disciplinados mercenarios, y se acabó encontrando con una masiva e incontralable presencia de cruzados.
HETEROGÉNEA REALIDAD DE LAS COMUNIDADES CRISTIANAS DE ORIENTE
Cuando en el concilio de Piacenza de 1095 se hablaba de cristianos oprimidos por el turco, ¿de qué cristianos se estaba realmente hablando? Claude Cahen distingue oportunamente entre tres categorías de cristianos: los que habitaban Asia Menor y ahora se hallaban bajo control de los turcos, los de los antiguos países musulmanes gobernados en este momento o bien por los propios turcos o por los fatimíes, y los peregrinos occidentales que arribaban a Tierra Santa. Las dos primeras categorías se corresponden con las comunidades cristianas orientales que, ante todo, presentan una extraordinaria diversidad doctrinal, al tiempo que situaciones sensiblemente distintas respecto a las autoridades islámicas. Detengámonos, aunque sea brevemente, en esta heterogénea realidad del cristianismo oriental.
Cuando los árabes invadieron las provincias orientales de Bizancio en el siglo VII, el imperio era ya un complejo mosaico de diversas Iglesias cristianas fruto de los conflictos doctrinales de carácter cristológico que se habían producido desde el siglo V. Ese mosaico, que, en líneas generales, se mantuvo intacto hasta el primer siglo de las cruzadas, lo componían principalmente seis Iglesias. La primera y más importante era la Iglesia imperial o melquita, también llamada ortodoxa o calcedoniana por haber aceptado en su integridad las proposiciones dogmáticas del trascendente concilio de Calcedonia de 451. Era la Iglesia gobernada por el patriarca de Constantinopla en sintonía con el gobierno imperial, y mayoritaria tanto en tierras balcánicas como en buena parte de Asia Menor, pero también con importantísimas comunidades dependientes de los patriarcados siriopalestinos de Antioquía y Jerusalén y del egipcio de Alejandría.
La segunda de las Iglesias que vamos a destacar es la Iglesia armenia. Los armenios constituyen un viejo pueblo muy tempranamente cristianizado que se extendía de modo difuso por un amplio territorio situado al noreste de Asia Menor, zona fronteriza cercana al Caúcaso y al lago Van y que presenció, por tanto, la desastrosa derrota bizantina de Manzikert. La Iglesia armenia, desarrollada doctrinalmente al margen del concilio de Calcedonia, no tardaría en asumir el monofisismo: una sola naturaleza divina en la persona de Cristo. Lo haría en 491, además de como explicación cristológica de su esencia religiosa, como expresión de especificidad “nacional” frente a la ortoxia melkita y las presiones centralizadoras del gobierno bizantino. Por lo demás, cuando los selyúcidas hicieron su aparición en tierras armenias poco antes de Manzikert, muchos de sus habitantes decidieron trasladarse a Cilicia y allí, parapetados por el Taurus, acabarían creando el reino cristiano de la Pequeña Armenia, poniéndolo al margen tanto de la soberanía turca como bizantina. A él habremos de referirnos más adelante, pues jugará un interesante papel en el período propiamente cruzado.
La tercera de las Iglesias es también precaldedonense, es decir, separada de la comunión de la “gran Iglesia” con anterioridad a la celebración del concilio de Calcedonia. Es la llamada Iglesia sirio-oriental, asiria, caldea o nestoriana, que por todos esos nombres se la conoce. Agrupaba a la inmensa mayoría de los cristianos que habitaban en el antiguo imperio persa, es decir, en los territorios islámicos de Iraq e Irán, y tenía su centro en la mesopotámica sede patriarcal de Seleucia-Ctesifonte, junto a Bagdad. Toda esta amplia zona había recibido la evangelización del primitivo núcleo cristiano de Edesa, aquél que, a su vez, una viejísima tradición asociaba a la presencia de Tadeo, el discípulo de Jesús, cuyo nombre traducido al siríaco es Addai. La doctrina oficialmente defendida por la Iglesia asiria desde el siglo V era la nestoriana, la cual, siendo muy cercana a la ortodoxa, apostaba por una radical separación de naturalezas en Cristo y rechazaba el título de Madre de Dios para la Virgen.
La cuarta es la Iglesia sirio-occidental o jacobita. Vinculada también a la vieja tradición cristiana de Antioquía-Edesa, se extendía por casi toda la región de la antigua Siria y de Palestina, siendo sus referencias de irradiación doctrinal, además de Antioquía y Edesa, la ciudad mesopotámica de Takrit. El monofisismo es su seña de identidad, y el nombre de jacobita proviene del obispo de Edesa, Jacobo el Pordiosero –Baradai en siríaco–, quien, a mediados del siglo VI, reorganizó e impulsó extraordinariamente el credo monofisita en toda la región sirio-palestina.
Dentro de la compleja realidad asiática del Próximo Oriente nos queda por mencionar una Iglesia relativamente pequeña respecto a las anteriores y circunscrita al área libanesa. Nos referimos a la Iglesia maronita. Sus oscuros orígenes se remontan a la existencia de un centro religioso de especial pujanza evangelizadora, el monasterio erigido en memoria de san Marón, un popular eremita muerto a comienzos del siglo V. El monasterio se hallaba situado junto al Orontes, cerca de la Apamea siria, y tradicionalmente se asocia con una inquebrantable adhesión a los postulados cristológicos definidos en el concilio de Calcedonia. La indiscutible ortodoxia de los seguidores de los monjes de San Marón se vio empañada por su no menor lealtad al emperador Heraclio, quien en la última fase de su reinado –década de 630– impulsó e intentó imponer una doctrina cristológica conciliadora entre las facciones en pugna, el monotelismo –las dos naturalezas de Cristo estarían gobernadas por una única voluntad–, que muy pronto sería condenada por Roma. Los maronitas quedaron de este modo vinculados a esa corriente heterodoxa, cuando lo que realmente defendían era la figura de su emperador. La inmediata ocupación del territorio sirio por parte de los árabes les obligó a replegarse hacia el sur sobre la zona montañosa del Líbano, donde han permanecido hasta nuestros días haciendo gala de posiciones doctrinales siempre identificables o al menos muy cercanas a los postulados de la Iglesia romana.
Nos encontramos finalmente con la Iglesia copta. Se trata de la “Iglesia nacional egipcia”. La propia palabra “copto” es una arabización de la palabra aigyptios. A raíz de Calcedonia se formalizó su adscripción al monofisismo. De su extraordinaria centralización, apoyada en una compleja y extensísima red monástica, nos habla su único obispado-patriarcado, el de Alejandría, que muy significativamente fue trasladado a la ciudad de El Cairo a mediados del siglo XI.
¿Cuál era la situación de este complejo y heterogéneo colectivo de cristianos en vísperas de las cruzadas? ¿Sufrían realmente la opresión de que hablaban los representantes del emperador Alejo I en el concilio de Piacenza de 1095 y que sirvió, en buena medida, de factor justificativo para la intervención de los cruzados? Desde luego, antes de la dominación turca, es decir, con anterioridad a mediados del siglo XI, por regla general las relaciones de las autoridades islámicas con las comunidades cristianas fueron pacíficas y tolerantes, en línea con lo que en el siglo IX el patriarca Teodosio de Jerusalén comunicaba a Ignacio, titular del de Constantinopla: las autoridades musulmanas “son justas y no nos hacen ningún daño ni nos muestran ninguna violencia”. De hecho, los episodios en que ese espíritu de respeto se interrumpe fueron puntuales y normalmente obedecían a causas graves que los