Carlos de Ayala Martínez

Las Cruzadas


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con una de sus hijas, matrimonio que, como ya sabemos, nunca llegó a producirse. Por ahora su objetivo era menos ambicioso: se trataba de dar el salto desde Bari a la costa bizantina del Adriático, haciéndose con el control del estratégico puerto de Dyrrachium, el actual Durazzo; de él partía la vieja calzada Ignatia, camino de peregrinos y más tarde también de cruzados, que unía el enclave portuario con la propia Constantinopla.

      Los normandos habían cumplido su primer objetivo antes de finalizar el año 1081, y a partir de Durazzo se extendieron sin grandes dificultades por tierras tesalónicas y macedónicas. Alejo I no permaneció impasible y su contraofensiva constituyó todo un éxito. Esa contraofensiva se apoyó en dos iniciativas sin duda eficaces: la desestabilización de los territorios normandos de Italia y la conclusión de una decisiva alianza con la república veneciana. En efecto, y gracias a complejas gestiones diplomáticas que necesariamente incluían sustanciosos sobornos, Alejo I conseguía el apoyo del emperador alemán Enrique IV para poner en pie de guerra Apulia y Calabria y presionar al papa en la propia ciudad de Roma: a fin de cuentas los normandos, aunque díscolos, eran vasallos de la Sede Apostólica y nada podía satisfacer más al monarca germánico que su peor enemigo, el papa Gregorio VII, se viera en dificultades. Lo cierto es que, ante la gravedad de los sucesos y la propia llamada del pontífice, Roberto Guiscardo regresó a Italia dejando en los Balcanes a su hijo Bohemundo, el futuro protagonista de la primera cruzada. Por otra parte, no le fue difícil al emperador bizantino atraerse hacia sí el poder naval veneciano: si algo no interesaba a su dux era que los normandos extendieran su poder a un lado y otro del Adriático, lo que obviamente les dificultaría en gran medida el tránsito comercial por la zona. En consecuencia, los venecianos ayudaron a los bizantinos a recuperar Durazzo y a neutralizar la presencia normanda en la costa adriática del emperador, pero el precio fue muy elevado: el acuerdo bizantino-veneciano de 1082 establecía franquicia para los comerciantes venecianos en toda la jurisdicción del imperio, un privilegio que los situaba por delante, incluso, de los propios súbditos bizantinos. Era una jugada maestra del emperador Alejo, pero una jugada que suponía el definitivo reconocimiento por su parte de la pérdida bizantina de la hegemonía naval en el Mediterráneo.

      La contraofensiva dio sus frutos, pero apenas neutralizado el peligro normando –a ello contribuyó decisivamente la muerte de Roberto Guiscardo en 1085–, el emperador hubo de hacer frente al último y más violento ataque de los pechenegos. Dos circunstancias lo hicieron entonces especialmente peligroso: el apoyo recibido de los paulicianos y su estratégica alianza con los turcos de Asia Menor. Los paulicianos constituían una secta maniquea –creían en la existencia contradictoria de dos principios divinos, el del bien y el del mal– radicada en las regiones centrales de Anatolia hasta que la política de deportaciones del gobierno bizantino decidió trasladarlos en oleadas sucesivas a la expuesta zona fronteriza de los Balcanes. Allí, en tierras búlgaras, experimentaron a lo largo del siglo X un proceso de regeneración gracias a las predicaciones de un pope llamado Bogomila. Por eso recibieron desde entonces el nombre de bogomilos, al tiempo que se identificaban cada vez más con el espíritu de resistencia nacional eslavo contrario al autocrático centralismo bizantino. En su lucha contra él, en aquella ocasión no dudaron en apoyar abiertamente a los pechenegos. Bárbaros y bogomilos llegaron a las puertas mismas de Constantinopla, cuyo puerto, gracias a la flota de los turcos de Esmirna, coaligada con ellos, quedó bloqueado en el invierno de 1090-1091. El colapso de la capital presagiaba el del conjunto del imperio, pero en esta ocasión Alejo I también supo reaccionar a tiempo y lo hizo uniendo a su insuficiente ejército el de un aliado ocasional, los cumanos, otro pueblo bárbaro no especialmente bien dispuesto hacia Bizancio pero convenientemente comprado para la ocasión. Su aportación fue efectiva pero probablemente añadió más violencia y brutalidad al aplastamiento definitivo de los pechenegos y sus aliados en la sangrienta jornada de Lebunio en la primavera de 1091. La hija del emperador Alejo, la princesa Ana Comneno, cronista excepcional del reinado de su padre, lo refleja con toda claridad en su Alexiada: “todo un pueblo, si no infinito, al menos superior a todo número, fue aniquilado en aquella jornada sin perdonar ni a sus mujeres ni a sus niños” (VIII.v.8).

      En los años inmediatamente posteriores el emperador no cesó en sus iniciativas de estabilización militar y política: con los Balcanes sosegados y sus fronteras orientales en la tranquilidad que proporcionaba la división de los turcos, Alejo pudo empezar a respirar con algo más de sosiego e incluso pudo empezar a planificar una eventual recuperación de Anatolia. Es entonces, hacia finales de 1094, cuando la realidad del Occidente latino reclama nuevamente su atención.

      Como ya sabemos, no era la primera vez que la diplomacia del emperador Alejo se veía obligada a mirar a Occidente. Cuando lo hizo a comienzos de su reinado, las difíciles circunstancias de la invasión normanda no habían hecho sino tensar más el recíproco malestar entre Bizancio y Roma. Gregorio VII se había mostrado siempre inflexible con el “cismático” que se sentaba en el trono de Constantinopla, y después de excomulgarlo, nada bueno podía esperar de él el emperador Alejo. La muerte del papa, que coincidió con el fin del problema normando, trajo un nuevo clima de distensión en las relaciones del imperio con Roma. Ese nuevo clima fue especialmente impulsado por el papa Urbano II (1088-1099) que, nada más acceder al trono pontificio, empezó por levantar la excomunión de Alejo en el concilio de Melfi de 1089, al que habían acudido invitados sus embajadores. Al año siguiente otra embajada bizantina expresaba al papa su cordial y flexible disponibilidad de ánimo respecto al cisma abierto en la Iglesia y que, en realidad, no respondía a cuestiones teológicas de fondo. Por eso, la nueva invitación del papa para que el emperador estuviera presente a través de sus representantes en el magno concilio que la Iglesia católica iba a celebrar en Piacenza en marzo de 1095 y en el que se abordaría el tema de la unión de las iglesias, no sorprendió realmente a nadie, como tampoco lo hizo la favorable respuesta de Alejo.

      ¿Qué había detrás de este acercamiento tan evidente de posiciones entre el papa y el emperador? La cuestión no resulta difícil de responder. Urbano II, aunque abandonando los agresivos planteamientos de Gregorio VII, no fue menos firme que éste en la defensa de los postulados reformistas de la Iglesia. Aunque volvamos sobre el tema en el próximo capítulo, baste indicar ahora que el reformismo, abordado con tesón a lo largo de todo el rosario de concilios provinciales que jalonan el pontificado de Urbano II, hacía de la afirmación de la autoridad del primado apostólico la clave de su programa. Esa autoridad se extendía al conjunto de la cristiandad, por lo que la eliminación de los obstáculos que llevaba consigo el cisma y la consecución de la unidad de las iglesias se presentaban como tareas prioritarias. Pero la vuelta a la unidad –ya hemos tenido oportunidad de indicarlo– no era posible sin un acercamiento real a las autoridades bizantinas, cuyas tendencias cesaropapistas mantenían a la Iglesia del imperio en un marco de dependencia relativamente estrecho. La actitud del papa era en este sentido clara y coherente.

      ¿Y la de el emperador? ¿Qué perseguía Alejo con este acercamiento a Occidente a través del papa? Es obvio que no los mismos fines que éste. Al emperador no le interesaba una unión que alejara a la iglesia bizantina de su control. Lo que Alejo I buscaba era el apoyo de Occidente y de su líder espiritual, el papa, para afrontar con éxito la definitiva recuperación del imperio y la proyectada reintegración de las provincias orientales. El emperador interpretaba esa ayuda en forma de mercenarios o incluso de combatientes voluntarios que, en cualquier caso, habrían de estar convenientemente sujetos a su autoridad, y el papa, la persona moralmente más influyente de Occidente era quien, a través de sus predicaciones e iniciativas, podría proporcionárselos.

      Alejo I apreciaba mucho a los guerreros occidentales. Desde hacía tiempo ya combatían en las filas del ejército bizantino especializados cuerpos de soldados normandos de origen escandinavo –la guardia varega– y también mercenarios anglosajones huidos de Inglaterra a raíz de la invasión normanda de 1066. Concretamente Alejo también disponía a su servicio de 500 caballeros flamencos dirigidos por su amigo el conde Roberto el Frisón, al que había conocido cuando éste regresaba de una peregrinación a Tierra Santa; de hecho, los efectivos flamencos habían participado a favor del emperador en las difíciles circunstancias de 1091 cuando Bizancio luchaba por su supervivencia frente a pechenegos y turcos. Y es que ciertamente al emperador le agradaba el apoyo de unos soldados militarmente