Carlos de Ayala Martínez

Las Cruzadas


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detenido y cruelmente linchado por la población musulmana: era la respuesta a la invitación que el eclesiástico había realizado para que el emperador Nicéforo Focas no tardara en liberar Palestina de la dominación islámica. Hubo también violencias totalmente injustificadas, como lo fueron las derivadas del desequilibrado califa fatimí al-Hâkim, quien, antes de destruir el Santo Sepulcro, confiscó todos los bienes de los monasterios egipcios, hizo desaparecer en ellos las cruces o cualquier otro signo distintivo cristiano, prohibió el comercio del vino, impidiendo las celebraciones eucarísticas, y lo que es peor, obligó a todos los cristianos a llevar un humillante y pesado elemento identificativo: una cruz de cinco libras de peso colgada del cuello. Pero la locura de al-Hâkim acabó cuando lo hizo su gobierno, y el Egipto fatimí restauró sus tradicionalmente buenas relaciones con la Iglesia copta que, en general cercana al poder, a mediados del siglo XI decidió trasladar, como ya sabemos, su sede patriarcal de Alejandría a El Cairo, la capital política del califato.

      ¿En qué medida cambió la situación cuando los turcos se hicieron con el control del califato abbasí? En general puede decirse que la situación no varió sustancialmente. Es cierto que el momento mismo en que se produjeron las oleadas de penetración turca no fue fácil en general para los cristianos, como tampoco lo fue para los musulmanes, pero la pronta estabilización del nuevo régimen, profundamente respetuoso con la tradición sunní y por tanto también con sus manifestaciones de tolerancia, devolvió pronto la tranquilidad a la situación. También es cierto que si la presión pudo ser mayor sobre la comunidad melkita, lo fue por motivos de estricta estrategia política, y es que aquélla era expresión religiosa del propio imperio bizantino y de su resistencia armada; no es extraño por ello que su jerarquía, pero solo ella, se replegara hacia zonas griegas. No se puede decir lo mismo en relación con otras confesiones cristianas cuya convivencia con los turcos fue bastante más distendida. Atzig, el conquistador turco de Jerusalén, nombró inicialmente a un cristiano jacobita como gobernador de la ciudad, y cuando en 1076 reprimió con dureza una importante revuelta en ella, libró del castigo a los cristianos y permitió que el patriarca permaneciera en su puesto. Claude Cahen ha subrayado en relación con el gobierno de Malik Shâh (1072-1092) que algunos destacados jerarcas cristianos como el patriarca jacobita de Antioquía, Miguel el Sirio, o el nestoriano Amr bar Sliba coinciden en alabar la gestión del régimen selyúcida y la justicia de trato para con todas las confesiones religiosas. Y lo que desde luego también es cierto es que a ningún responsable cristiano que no fuera melkita se le ocurrió nunca hacer llamamiento alguno de auxilio a Occidente, antes al contrario, era frecuente que se interpretara la dominación musulmana en clave liberadora: el citado Miguel el Sirio, cuyos escritos son de la segunda mitad del siglo XII, ya en pleno ambiente cruzado, no dudaba en testimoniar que “el dios de la venganza [...] hizo surgir del sur a los hijos de Ismael para libranos, gracias a ellos, del poder de los romanos”.

      Desde luego, la situación de las comunidades cristianas bajo dominación turca no responde a la propaganda que las autoridades bizantinas deseaban transmitir a Occidente, pero ¿y la de los peregrinos que arribaban a Tierra Santa? La cuestión nos lleva a plantearnos en conjunto el problema de la presencia occidental en el Próximo Oriente precruzado.

      En efecto, la presencia de los latino-occidentales en el escenario de la inminente cruzada cuenta con dos manifestaciones de larga tradición: el peregrinaje y el comercio; a ellas y a los eventuales efectos que pudieron sufrir a raíz de la dominación selyúcida dedicaremos las últimas líneas del presente capítulo.

      El peregrinaje es, sin duda, una realidad consustancial a la dimensión emocional y religiosa del ser humano. Desde muy temprano –siglo III– hay testimonios de desplazamientos de cristianos a las referencias sagradas de Palestina, pero el comienzo de la “era de las peregrinaciones” a Tierra Santa estaba todavía lejos de producirse. El siglo X puede señalarse como un momento de importante dinamización. En su día Runciman señaló algunos de los factores que explican esta favorable inflexión: cese de la piratería sarracena en el Mediterráneo, recuperación del control bizantino del mar, respaldo ideológico de Cluny, progresiva consideración del peregrinaje como medio especialmente meritorio para la redención penitencial, abaratamiento de costes a partir de las rutas terrestres de la recién cristianizada Hungría... A todos estos factores y otros muchos más que podrían añadirse, hay que sumar al menos otros dos: la receptividad de las autoridades musulmanas, abbasíes o fatimíes, que valoraban de manera muy positiva los efectos económicos del fenómeno, y el creciente tráfico de reliquias entre Oriente y Occidente, que sin duda contribuyó decisivamente a generar el necesario ambiente de emotividad mistérica.

      Naturalmente el hecho de que el panorama fuera, en líneas generales, favorable a las peregrinaciones no quiere decir que fuera fácil llevarlas a cabo. Los costes, incomodidades y peligros eran evidentes, y por ello muchos peregrinos optaron por sumarse a las comitivas, a veces auténticas expediciones fuertemente armadas, de los poderosos. En el siglo XI, concretamente antes de la dominación selyúcida, se produjeron dos de características muy llamativas: la que en 1026-1027, encabezada por un abad francés, reunió a unos setecientos peregrinos protegidos por caballeros normandos, y, sobre todo, la que en 1064 organizó el obispo alemán Gunther de Bamberg quien condujo probablemente a más de 7.000 peregrinos hasta Jerusalén atravesando Asia Menor.

      Esta tendencia a organizar y proteger militarmente el peregrinaje, aunque desde luego no excluyó las “formas tradicionales” de los pacíficos e indefensos penitentes, debió consolidarse con la instalación de los turcos en el Próximo Oriente. La razón no es su mayor intransigencia o falta de receptividad, sino sencillamente el desbarajuste militar y la tensión política que acompañó aquella instalación de selyúcidas y turcos en general. Está claro que los caminos terrestres que desde Constantinopla atravesaban Asia Menor hasta Palestina quedaron inhabilitados, pero no por ello se detuvo el flujo de peregrinos por vía marítima. Ya fuera desde Constantinopla, en especial los provenientes de Escandinavia, Alemania y Centroeuropa, o desde Venecia o los puertos meridionales de Italia, los de origen occidental, lo cierto es que las visitas no cesaron pese al complejo e inestable panorama político. Ni siquiera lo hicieron en los años inmediatamente anteriores a la predicación de la primera cruzada. Condes como Conrado de Luxemburgo o Roberto de Flandes, y obispos como los de Verdún, Toul, Autún, Le Puy –el futuro líder cruzado Ademar de Monteil– o el sueco Roeskild viajaron a Tierra Santa en los años ochenta del siglo XI, y al final de esa década, el 1 de julio de 1089 concretamente, el papa de la cruzada, Urbano II, disuadía a los condes, obispos, nobles y simples clérigos y laicos de la provincia tarraconense de que peregrinaran a Jerusalén ya fuera por devoción o por penitencia, exhortándoles, en cambio, a invertir los costes correspondientes en la restauración de la iglesia de Tarragona, y es que tampoco era infrecuente la presencia de españoles en los lugares santos de Palestina.

      Por supuesto que este flujo viajero exigía el funcionamiento de instituciones hospitalarias capaces de albergar y atender a los peregrinos, en especial a aquellos cuya capacidad económica resultaba insuficiente para llevar a buen término su esforzado compromiso religioso. Este tipo de instituciones se documentan a lo largo de todas las rutas posibles; pensemos, por ejemplo, en el albergue del monasterio austriaco de Melk o en el de Sansón de Constantinopla. Pero naturalmente existían también en los distintos lugares de destino, siendo el hospital de San Juan, germen de la futura orden militar de San Juan de Jerusalén, el más conocido de todos. Ya sabemos que fueron unos comerciantes italianos provenientes de Amalfi los que lo levantaron frente a la iglesia del Santo Sepulcro, agregándolo a un complejo monástico previo compuesto de dos conventos, masculino y femenino, que precisamente en vísperas de la primera cruzada resultaba ya insuficiente para albergar a los numerosos peregrinos que seguían acudiendo a Jerusalén.

      El peregrinaje, desde luego, no es ajeno a las actividades comerciales que Occidente mantenía con la realidad próximo-oriental. Acabamos de citar el caso de los mercaderes amalfitanos que quisieron complementar sus beneficios comerciales con la inversión espiritual que supuso el hospital de peregrinos. Por eso, porque no se trataba de dos actividades ajenas entre sí, es por lo que, siguiendo a Cahen,