de la prueba, y, por lo tanto, el tratamiento de la verdad ha de pasar, necesariamente, por un estudio más amplio y profundo del tema, que va más allá de los límites del derecho, lanzando miradas sobre otras ciencias27. De modo que la cuestión de la finalidad de la prueba debe orientarse por el estudio del mecanismo que regula el conocimiento humano de los hechos.
Aunque toda la teoría procesal esté, como se ha visto, sobre la base de la idea y el ideal de la verdad (como el único camino que puede conducir a la justicia, en la medida que es un presupuesto para la aplicación de la ley al caso concreto), no se puede negar que la idea es alcanzar la verdad real sobre un acontecimiento no pasa de ser una mera utopía.
La esencia de la verdad es inalcanzable. Ya lo decía Voltaire, afirmando que “les vérités historiques ne sont que des probabilités”28. Así también lo percibió Miguel Reale, al estudiar el problema, deduciendo, entonces, el concepto de quase-verdade, en sustitución de la verdad, que sería inútil e inalcanzable29.
De hecho, la reconstrucción de un hecho ocurrido en el pasado siempre viene influenciado por aspectos subjetivos de las personas que asistieron, y todavía del juez, que ha de valorar la evidencia concreta30. La interpretación sobre un hecho —o sobre una prueba directa derivado de ella— altera su contenido real, añadiendo un toque personal que distorsiona la realidad. Más que eso, el juez (o el historiador o, por último, el que debe tratar de reconstruir los hechos del pasado) jamás podrá excluir, terminantemente, la posibilidad que las cosas puedan haber pasado de otra forma.
Creer que el juez puede analizar, objetivamente, un hecho, no agregarle ninguna dosis de subjetividad es pura ingenuidad31. Este análisis, por sí mismo, ya envuelve cierta valoración de hecho, alterando su sustancia e inviabilizando el conocimiento del hecho objetivo, tal como ocurrió. Por otra parte, como bien observó Giovanni Verde32, las reglas sobre la prueba no regulan solo los medios que el juez puede servirse para “descubrir la verdad”, sino también fija los límites a la actividad probatoria, tornando inadmisible ciertos medios de prueba, resguardando otros intereses (como la intimidad, el silencio, etc.) o, condicionando la eficacia del medio probatorio con la adopción de ciertas formalidades (como el uso de instrumentos públicos). Teniendo en cuenta esta protección legal (de fuerte intensidad) a otros intereses, o, incluso, sumisión del mecanismo de “revelación de la verdad” a ciertos requisitos, no parece ser difícil de percibir que el compromiso que tiene el derecho con la verdad no es tan inexorable como aparenta ser.
Hay una contradicción en este aspecto, como bien demuestra Sérgio Cotta33. Querer que un juez sea justo y apto para develar la esencia “verdadera” del hecho que ocurrió en el pasado, pero reconocer que la falibilidad humana y el condicionamiento de este descubrimiento a las formas legales no lo permiten. El juez no es un ser divino, pero aun así tiene como objeto de investigación a la verdad objetiva, verdad que, como todo lo demás, es inalcanzable. Se exige, por tanto, que el juez sea un dios, capaz de develar una verdad velada por la controversia de las partes, donde cada uno entiende estar revestido con una “verdadera” verdad y, por lo tanto, con la razón.
Sin que se necesite más esfuerzo para llegar a esta conclusión, tal obra es imposible si es que se ofrece como argumento retórico para justificar la “justicia” de la decisión tomada. El juez es un ser humano como cualquier otro y está sujeto a las valoraciones subjetivas de la realidad que le rodea. La mítica figura del juez, como alguien capaz de descubrir la verdad sobre las cosas y, por eso mismo, apto a hacer justicia, debe ser desenmascarada. Este fundamento retórico no puede tener más el papel destacado que ocupa hoy en día. El juez no es —más que cualquier otro— capaz de reconstruir los hechos que ocurrieron en el pasado: lo máximo que podrá exigirse es que la valoración que ha de hacer de las pruebas llevadas a los autos sobre un hecho a ser investigado, no sean divergentes de la opinión común que se haría de las mismas pruebas.
De toda suerte, la idea que el conocimiento se alcanza a partir del descubrimiento de la realidad ha sido completamente superada en la filosofía. El llamado paradigma de objetos —típico de la antigüedad— parte de la premisa que los objetos, todos, tienen su esencia, que es revelada a un sujeto cognoscente a partir de la relación emprendida en el conocimiento (el sujeto cognoscente no hace más que descubrir esa esencia, existente en el objeto)34. A propósito, vale recordar las palabras de Ludwig, que, sobre el tema, diserta: “De hecho, Parménides establece el comienzo de la filosofía como ontología: ‘el ser es, el no-ser no es’. El ser es considerado como el fundamento de los entes. El fundamento del mundo. Lo que no es, no lo es. No es nada. El ser no es pensado, comprendido como un fundamento distante y aislado del mundo. Al contrario, un ser con fundamento significa que el mundo, los entes, las cosas (tà ónta), los útiles (tà prágmata) son vistos, como iluminados por él. El ser y el mundo coinciden”35.
Como se puede observar en la historia, esta perspectiva prevaleció en la filosofía absoluta hasta mediados del siglo XVIII. Desde entonces, el nuevo paradigma estuvo bajo la influencia de las nuevas ideas racionalistas e ilustrados emergentes, denominado paradigma del sujeto. A partir de entonces, la relevación se estableció en el sujeto cognoscente, y no el objeto de conocimiento. Pienso, luego existo36, dijo Descartes, sintetizando magníficamente el espíritu de este modelo. Los objetos solo existen porque el sujeto puede conocerlos. Desplaza, por lo tanto, el núcleo de interés del objeto al sujeto.
Específicamente en relación con el tema de la “verdad”, la falibilidad del paradigma de objetos se pone al desnudo por completo. El concepto de verdad, por ser algo absoluto, solo se puede lograr cuando se tiene por cierto que determinada cosa pasó de tal manera, con exclusión de cualquier otra posibilidad. Y, como es obvio, esta posibilidad va más allá de los límites humanos. Así lo señaló Carnelutti, cuando subrayó que “exactamente porque la cosa es una parte del ser y no ser, se puede comparar con una moneda en cuyo anverso está inscrito su ser y en el verso el no ser. Pero para conocer la verdad de la cosa, o, digamos, apenas una parte, es necesario conocer tanto el anverso como el reverso: una rosa es una rosa, enseñaba Francesco, porque no es alguna otra flor, esto significa que, para conocer realmente una rosa, es decir, para llegar a la verdad, se impone no solo el conocimiento de aquello de lo que ella es, sino también lo que ella no lo es. Por eso la verdad de una cosa no aparecerá hasta que no podamos conocer todas las otras cosas, por lo que no puede conseguirse más que un conocimiento parcial (...). En suma, la verdad está en el todo, no en la parte, y el todo es demasiado para nosotros (...). Así que mi camino, iniciado con atribuir al proceso la búsqueda de la verdad, condujo a la sustitución de la verdad por la
certeza”37.
De hecho, es irrefutable el argumento traído por Carnelutti. A pesar de que las pruebas no tienen la aptitud para conducir con seguridad a la verdad sobre el hecho ocurrido —solo muestran elementos de cómo, probablemente, un hecho ocurrió— son un indicativo, pero no llevan necesariamente a la caracterización absoluta de un hecho, tal como efectivamente ocurrió (o, al menos, no se puede decir que existe seguridad absoluta sobre esa conclusión)38. Como dice Wach, “aller Beweis ist richtig verstanden nur Wahrscheinlichkeitsbeweis” (todas las pruebas, en verdad, no son más que pruebas de verosimilitud)39. Y, específicamente sobre la prueba más difundida en nuestros días (la prueba testimonial), recuerda Voltaire que: “El que escuchó decir una cosa de doce mil testigos oculares no tienen más que doce mil probabilidades, iguales a una fuerte probabilidad, la cual no es igual a la certeza”40.
Por tanto, es imposible llegar a la verdad sobre cierto evento histórico. Se puede tener una elevada probabilidad de cómo sucedió, pero nunca una certeza de obtener la verdad. Y eso se torna aún más evidente en el proceso. Aquí se está frente a una controversia. Los litigantes, ambos, creen que tienen razón, y sus versiones sobre la realidad de los hechos son, normalmente, diametralmente antagónicos41. Su contribución a la investigación de los hechos es parcial y tendenciosa. El juez debe, por lo tanto, optar por una de las versiones de los hechos presentados, que no siempre es fácil (lo que es peor) demuestra la fragilidad de la operación de búsqueda de la verdad realizada. Las pruebas no son, generalmente, concordantes. Incluso la confesión es un argumento peligroso, ya que puede representar, como de hecho no es raro, una perturbación psíquica