de los electrones que nos constituyen[13] es una memoria portadora de una infinidad de informaciones. Los electrones tienen la capacidad de comunicarse entre sí, instantáneamente y en el lugar que sea, ya que el alejamiento en el espacio no tiene ningún efecto en su difusión.
Demostrando que cada uno de nuestros electrones encierra un tiempo y un espacio de la mente, Jean Charon llega a la conclusión de que la mente es lo que constituye verdaderamente al ser humano. Las interacciones permanentes de las informaciones contenidas en nuestros electrones se resumen entonces en un verdadero «intercambio espiritual» sobre el que descansa toda nuestra vida.
Esto nos conduce a concebir la intuición como intercambio de informaciones, en un universo en el que resulta que quizá sea la mente, a través de los electrones, que son también «campos vivos» – y «sabios», por su saber casi eterno–, la que condiciona la materia. En este sentido, ya no es necesario ver para saber, sino simplemente existir. El conocimiento intuitivo, portador de saber profundamente escondido en nuestros electrones, puede así utilizar nuestros cinco sentidos para transmitir sus mensajes a nuestra conciencia.
En la actualidad hallamos esta noción de conocimiento adquirido y conservado con el tiempo, accesible en ciertas circunstancias a cada uno de nosotros, en los trabajos de Rupert Sheldrake,[14] que, al definir lo que denomina los «campos mórficos», ilumina los fenómenos intuitivos con una nueva luz. Según Sheldrake, todo sistema natural que exista tiene su propio «campo», en cierto modo es la suma de las informaciones que lo caracterizan.
Todos los intercambios, los contactos, las influencias entre una persona y otra, entre un ser humano y un animal, o un vegetal, o más ampliamente con una cosa – y, evidentemente, por extensión, entre dos elementos existiendo en el mismo plano de materialización– dependen de una conexión entre un campo mórfico y otro que le corresponde. A partir de entonces, la transmisión de informaciones que tiene lugar, en perfecta conciencia o implícitamente, representa una forma de «armonización», de equilibrio de los niveles vibratorios que llevan al conocimiento, y se realiza sin ningún límite en el espacio, pero tampoco en el tiempo: «Cuando un sistema organizado particular deja de existir – cuando un átomo se desintegra, cuando un copo de nieve se funde o cuando un animal muere– su campo organizador desaparece del lugar específico donde existía el sistema. Pero, en otro sentido, los campos mórficos no desaparecen: son esquemas[15] de influencia organizadores potenciales, susceptibles de manifestarse de nuevo, en otros tiempos, en otros lugares, en otras partes cada vez que las condiciones físicas sean las apropiadas. Cuando es el caso, encierran una memoria de sus existencias físicas anteriores».
Todas estas aproximaciones al fenómeno intuitivo, aunque muy diferentes, se revelan complementarias, en el sentido de que descubren un proceso sorprendentemente natural y, a la vez, de una complejidad sin límites. Porque, a fin de cuentas, al recorrer los estudios de los grandes pensadores, deteniéndonos a leer entre líneas, desde Leibniz,[16] que asegura que «todo fragmento de materia es una colonia de almas», hasta Teilhard de Chardin,[17] que considera que «el universo material se baña en un tejido físico», o incluso Costa de Beauregard,[18] que afirma que el «universo material estudiado por la física no es todo el universo, sino que esconde, demuestra y deja entrever la existencia de otro universo mucho más primordial, de carácter psíquico, del que sería un doble pasivo y parcial», nos damos cuenta de que, en realidad, de estos análisis, como decíamos, se deduce que hemos subestimado hasta ahora la realidad de nuestra existencia, en lo vivido por nosotros diariamente, la extensión de nuestros conocimientos – que son infinitos– y, desde luego, la naturaleza indisociable e indispensable de nuestras capacidades intuitivas.
A partir de este momento, nos centraremos en entender mejor y, para ello, redefiniremos el proceso intuitivo, así como las estrechas relaciones entre intuición y conciencia.
Segunda parte
INTUICIÓN Y CONCIENCIA
Todos los conocimientos derivan de lo que sentimos.
Leonardo da Vinci
Existen algunos temas que, más que otros, son portadores de sueños y misterios. La intuición es uno de ellos.
A medida que penetramos en su universo, que pedazos de definiciones van delimitando sus impalpables contornos, es necesario reconocer que entramos en un mundo «aparte», «ajeno»… y, sin embargo, tan relacionado con nosotros que sin este probablemente no podríamos existir tal como lo hacemos hoy en día.
En realidad, dirigimos la mirada a esta parte de nosotros mismos nunca escondida, más allá de la materialidad y de las apariencias de nuestro cuerpo. Allí donde todo es confuso, movido, a menudo indescifrable con nuestras pobres palabras y, sin embargo, tan esencial: en las fascinantes esferas de lo que llamamos «conciencia».
Sensaciones, percepciones, impulsos se mezclan en una serie interminable, como tantos estímulos llamados a mantenernos con vida. Nuestra existencia es alimentada sin cesar, colmada con esas aportaciones, pero también atada, golpeada, empujada según esos «vientos interiores» con una violencia a veces temible.
A menudo son sólo debilidades internas e íntimas, alegrías o dolores impronunciables, momentos de comunión intensa con un ser o un objeto, un entorno, que traducen nuestra existencia, nuestra vibración en comunión o discordancia con lo que nos rodea. Mucho antes de entrar en los hechos, de traducirlo en nuestro cuerpo con los actos y en el tiempo y el espacio con sus consecuencias materiales, aquí está nuestra vida, en el corazón de nuestra mente.
A partir de este momento es inevitable asociar intuición y conciencia, ya que ambas proceden, en grados distintos, del mismo impulso que reúne percepción, comprensión, expresión. Evidentemente, la intuición procede de la conciencia y la conciencia procede del conocimiento intuitivo. Hasta tal punto que en muchos casos la frontera entre ambas es tan tenue como una simple sensación y es muy difícil relacionarla con la ciencia pura o un embrión del proceso intuitivo.
Mucho más que esas perturbadoras similitudes, que de hecho se parecen mucho más a una complementariedad real, la intuición desempeña la función de «desencadenante», de instigadora, de detonante, respecto a la conciencia, que resulta ser, de pronto, de suma importancia. Todo demuestra que la intuición, por sus atisbos de certidumbre, sus surgimientos repentinos y luminosos – que razonablemente pueden asimilarse a una forma de saber–, está al servicio de nuestra conciencia.
La mejor manera de captar todo el alcance de esta interacción tan estrecha entre conciencia e intuición es interesarse, una vez más, por los trabajos de la ciencia, por un lado en ese campo particular de la conciencia que es la intuición y, por otro, en el estudio afinado de los detalles del proceso intuitivo.
Capítulo 4
La intuición y la ciencia
No existen vías lógicas
que conduzcan a las leyes naturales,
sólo la intuición descansando en el entendimiento
puede llegar hasta ellas.
Albert Einstein
Hace tiempo, por su propia naturaleza, el estudio de la intuición se consideró un tema reservado a mentes dedicadas al pensamiento. Tal y como hemos recordado brevemente, durante muchos siglos, filósofos, pensadores y otros exploradores del alma humana se interesaron de forma distinta por el fenómeno de la intuición, dando su opinión, elaborando teorías, buscando sus efectos, descubriendo aquí y allí muchas justificaciones para intentar delimitar mejor sus causas.
Como pasa a menudo cuando el tema carece de parámetros concretos, se ha dicho todo sobre la intuición, desde las hipótesis más sabias hasta las más fabulosas, con frecuencia sin dedicar tiempo a llegar verdaderamente al fondo de las cosas. Con todo, teniendo en cuenta la «fluidez» de nuestro tema, no podemos