8), asistimos a la exaltación de la ciudad santa en Jeremías: «En aquel tiempo, será llamada Jerusalén trono de Yahvé; en ella se congregarán todos los pueblos; y no seguirá la obstinación de su perverso corazón» (Jeremías 3, 17).
Con Zacarías (1, 1-6; 8, 14-15), la separación entre la era antigua y la nueva era marcada por el regreso a Sión (Jerusalén) reviste una importancia primordial.
En Joel (4, 2-3, 12; 4, 18-21), el mensaje escatológico se afirma; después de haber vencido a los pueblos hostiles (Gog, Magog) y culpables para con Yahvé e Israel, vendrá al fin un periodo de paz y de prosperidad, y el pueblo se volverá santo (kadosch).
En Ezequiel, la gloria de Yahvé adopta la forma de un extraño «carro de fuego» (merkabah) (Ezequiel 1) para aparecerle, y más lejos (Ezequiel 37), la «visión de los huesos secos» lleva al profeta a anunciar que «los muertos resucitarán». Es la prefiguración de la «Resurrección».
La espera de un rey mesiánico, el «Mesías» (en hebreo, Masiah: «Ungido por Yahvé»), se hace notar en Zacarías, que describe la entrada en Jerusalén de un rey dotado de un poder temporal y espiritual «justo y victorioso, humilde y montado en un asno» (Zacarías 9, 9-16), pero la noción de Redención sigue estando irremediablemente vinculada a la obra de Yahvé, y sólo a Él.
En el profeta Daniel, vemos aparecer las visiones apocalípticas, fuertemente influenciadas por los mitos babilonios y por la civilización helenística,[2] como el sueño prestado al rey Nabucodonosor (Daniel 4), el sueño del propio profeta (Daniel 7) o su visión de un carnero y un chivo (Daniel 8), todo acentuado por la aparición de ángeles y demonios, hasta el mismo Adversario, Satanás. Pero la justicia divina triunfará: «Y el reino y el imperio y la majestad de todos los reinos de debajo del cielo serán ofrecidos al pueblo de los santos del Altísimo» (Daniel 7, 27). El Más Allá y el destino del ser después de la muerte[3] aparecen además como preocupaciones principales en Daniel, que evoca la existencia de dos «ángeles» o de dos «reinos»: el de este mundo, aquí y ahora (hic et nunc), y el otro, el escatológico, que espera a cada ser después de la muerte (post mortem).
LA NOCIÓN DE «PUEBLO ELEGIDO» DE ISRAEL
(EL PUEBLO DE LA «ALIANZA CON DIOS», EL «PUEBLO GUÍA»)
Israel, como comunidad de los primeros creyentes monoteístas, aparece a menudo en la Biblia y en los comentarios rabínicos como el «pueblo elegido» por Dios (el pueblo de la «Alianza con Dios», el «pueblo guía»):
«Porque eres un pueblo santo para Yahvé, tu Dios, porque te ha elegido para ser el pueblo de su propiedad entre todos los pueblos que hay sobre la faz de la tierra. Si Yahvé se ha fijado en vosotros y os ha elegido, no es por ser vosotros los más en número entre todos los pueblos, pues sois el más pequeño de todos. Sino que es por amor hacia vosotros, y porque ha querido cumplir el juramento que hizo a vuestros padres, y por eso Yahvé os ha sacado de Egipto con mano poderosa y os ha liberado de la casa de Egipto. Has de saber, pues, que Yahvé, tu Dios, es Dios fiel, que guarda la alianza y la misericordia hasta mil generaciones a los que le aman y guardan sus mandamientos, pero castiga a quien le aborrece: hace que perezca sin dilación quien le aborrece, le hace sufrir un castigo personal. Guarda, pues, sus mandamientos, las leyes y estatutos que prescribe hoy, poniéndolos por obra» (Deuteronomio 7, 6-13).
«No por tu justicia ni por la rectitud de tu corazón vas a entrar en posesión de esa tierra, sino por la maldad de esos pueblos que Yahvé expulsa ante ti, para cumplir la palabra que con juramento dio a tus padres, Abraham, Isaac y Jacob» (Deuteronomio 9, 5).
«El pueblo de Israel es valioso para Dios, porque llama a sus gentes Sus hijos. Son particularmente valiosos porque han sido informados, como está escrito: Sois hijos de Yahvé, vuestro Dios…» (Deuteronomio 14, 1). «El pueblo de Israel es valioso para Dios, porque es a sus gentes a quien les dio el instrumento bendito [la Torá]. Son particularmente valiosos porque han sido informados del don de este instrumento loado por el que el mundo fue creado, como está escrito “Porque es un buen precepto el que os entrego; no abandonéis mi Torá”» (Proverbios 4, 2) (Mischna Avot 3, 14).
«Hoy has hecho que Yahvé te diga que Él será tu Dios, pero con la condición de que guardes sus leyes… y que seas su pueblo, como te ha dicho…» (Deuteronomio 26, 17-18). «El Dios santo, alabado sea, dice a Israel: me habéis hecho único en el mundo, y Yo os haré únicos en el mundo. Me habéis hecho único, como está escrito: Escucha, Israel, a Yahvé, nuestro Dios, Yahvé, el único» (Deuteronomio 6, 4), «y yo os hago únicos, como está escrito: ¿Hay sobre la tierra una sola nación que sea como tu pueblo, Israel, cuyo Dios fuese a rescatar…?» (1 Crónicas 17, 21) (Berakhot, 6a).
«El Dios santo, alabado sea, dijo a Israel: “Os he concedido mi amor porque cuando os confiero la grandeza, os hacéis pequeños [es decir, humildes] frente a mí. He conferido grandeza a Abraham y él dijo: ‘Yo no soy más que polvo y cenizas’”» (Génesis 18, 27); «a Moisés y Aarón, y dijeron: “¿Qué somos?”» (Éxodo 16, 7); «a David, y dijo: “Yo soy un gusano, no un hombre…”» (Salmos 22, 7). «Pero los demás pueblos del mundo no son como vosotros. Concedí la grandeza a Nemrod y dijo: “Vamos a edificarnos una ciudad y una torre cuya cúspide llegue a los cielos”» (Génesis 11, 4); «al Faraón, y dijo: “¿Quién es Yahvé?”» (Éxodo 5, 2); «a Nabucodonosor, y dijo: “Subiré sobre las cumbres de las nubes y seré igual al Altísimo”» (Isaías 14, 14) (Hullin, 89a).
Después de los Macabeos se estableció la dinastía hasmonea. Todavía mantenía una función religiosa bajo protectorado romano, en el año 60 a. de C. Luego, Herodes, hijo de Antipater, administrador de Judea para los romanos, fue proclamado, en el año 40 a. de C., rey de los judíos. En el año 6 d. de C., fue un prefecto quien administró directamente Judea antes de que lo hiciera un procurador romano. Y en el año 66, como consecuencia de las provocaciones del procurador Florus, el pueblo se rebeló alentado por los zelotes, o patriotas judíos, que nunca dudaban en utilizar la violencia contra los judíos romanizados, como los saduceos. Convertido en emperador de Roma el año 69, el general Vespasiano encargó a su hijo Tito la misión de acabar la campaña de Judea. Al año siguiente, el 70, exactamente el 28 de agosto, Tito se hizo con Jerusalén, destruyó el segundo Templo incendiándolo y poco después saqueó la ciudad, que acabó totalmente arrasada. El último foco de resistencia se replegó en la fortaleza de Massada, pero en vano, ya que sucumbió el año 74. En el año 133 estalló, a pesar de todo, una revuelta desesperada, encabezada por el «mesías» Bar Kocheba, bajo la autoridad religiosa de Rabbi Akiva. La reacción de los romanos fue terrible y dio lugar a una feroz represión. La consecuencia directa de ello fue una devastación de Judea por parte de su población judía, lo cual tuvo importantes consecuencias en la distribución de la diáspora, que, como hemos visto anteriormente, había empezado muchos siglos antes.
Con relación a los textos que constituían la Torá, conviene subrayar que surgen en épocas diferentes: los textos yahveístas datan principalmente del siglo X a. de C.; los textos llamados elohistas (del plural Elohim), del siglo VIII a. de C.; la redacción del Deuteronomio, del año 622 a. de C., por un grupo de sacerdotes, en el origen mismo de la base del Levítico y de otros muchos textos.
Es la traducción griega de las Setenta (número de traductores-redactores) efectuada por los judíos de Alejandría, que acabó de ordenar, en el siglo II–I a. de C., la Biblia hebraica. Además de los textos citados, esta versión de las Setenta contenía textos «apócrifos» que el canon bíblico ordenado por los masoretas se negaría a reconocer. Cabe señalar, además, la traducción aramea de la Biblia (el Targum), que matiza el antropomorfismo de esta y proporciona una interpretación tradicional.
Sin embargo, desde el siglo III a. de C, la religión hebraica se había enriquecido con numerosos textos apocalípticos nacidos de la piedad judía (hassidim), como hemos visto más arriba en lo que concierne a Ezequiel y su visión del «carro divino»; la literatura de los Hekhalot, que evocan la «mística de