Él vendrán, cubiertos de ignominia,
todos los levantados contra Él.
Por Yahvé será victoriosa y gloriosa
toda la raza de Israel.
• La clamorosa resurrección de Jerusalén
¡Levántate y resplandece, pues ha llegado tu luz,
y la gloria de Yahvé alborea sobre ti,
mientras las tinieblas se extienden sobre la tierra,
y la oscuridad, sobre el pueblo!
Por encima de ti se yergue Yahvé,
y su gloria aparece sobre ti.
Los pueblos caminan hacia tu luz
y los reyes hacia tu naciente claridad.
Alza tus ojos y mira:
todos se reúnen y acuden a ti.
Llegan de lejos tus hijos,
y tus hijas son traídas en brazos.
Ante esta vista, estarás radiante,
tu corazón se henchirá de emoción,
porque hacia ti llegarán las riquezas del mar,
las riquezas de los pueblos en ti se juntarán.
Multitudes de camellos te cubrirán,
dromedarios de Madián y de Efa.
Todos vendrán de Saba,
trayendo oro e incienso,
y cantando alabanzas a Yahvé.
Todos los rebaños de Cedar en ti se reunirán;
los carneros de Nabayot estarán a tu servicio.
Subirán para ser aceptados en mi altar,
para embellecer el Templo con mi Esplendor.
¿Quiénes son aquellos que vuelan como nubes,
como palomas a su palomar?
Sí, se reúnen para mí las naves,
con los navíos de Tarsis en cabeza,
para traer de lejos a tus hijos,
con su plata y su oro,
a causa del nombre de Yahvé, tu Dios,
a causa del Santo de Israel, que te ha embellecido.
Los hijos del extranjero reconstruirán tus murallas
y sus reyes serán tus siervos,
pues si en mi ira te herí,
en mi clemencia he tenido piedad de ti.
Y tus puertas estarán siempre abiertas,
no se cerrarán ni de día ni de noche,
para traerte los bienes de los pueblos,
y para que sus jefes los traigan.
Porque la nación y el reino que no te sirvan perecerán,
y los pueblos serán exterminados.
La gloria del Líbano vendrá hasta ti,
con el ciprés, el plátano y el boj,
para embellecer el lugar de mi Santuario,
para glorificar el lugar en el que me encuentro.
Hacia ti vendrán, humillados, los hijos de tus opresores;
a tus pies se postrarán todos los que te despreciaron.
Te llamarán ciudad de Yahvé,
Sión del Santo de Israel.
De abandonada que eras,
odiada y sin viandantes,
te haré eterno prodigio,
motivo de gozo para todos los siglos.
Mamarás la leche de los pueblos,
las riquezas de los reyes.
Y sabrás que yo, Yahvé, soy tu Salvador,
tu Redentor, el Fuerte de Jacob.
En vez de cobre traeré a ti oro;
en vez de hierro, traeré plata;
en vez de madera, bronce;
y en vez de piedra, hierro.
Te daré por magistrado la Paz,
y por soberano, la Justicia.
No se hablará más de violencia en tu tierra,
ni de saqueos ni de ruinas en tu territorio.
Tus muros serán llamados salud,
y tus puertas, alabanza.
No tendrás más el sol por luz, de día,
ni te iluminará ya la claridad de la luz,
sino que Yahvé será tu luz eterna,
y tu Dios será tu esplendor.
Tu sol no se pondrá nunca más,
ni menguará tu luna,
porque Yahvé será tu eterna luz,
y los días de luto acabarán.
Tu pueblo será un pueblo de justos,
que poseerán la tierra para siempre,
renuevos de las plantaciones de Yahvé.
Serás la obra de mis manos, hecha para ser bella.
El más pequeño en ti será un millar,
y el más insignificante, una poderosa nación.
Yo, Yahvé, he hablado;
a su tiempo actuaré.
Libro de Ezequiel
• Visión del «carro de Yahvé» (merkabah)
Y entonces fue cuando la mano de Yahvé cayó sobre mí. Yo miraba: hubo un viento de tormenta, procedente del norte, con una gran nube rodeada de un esplendor, un fuego del que brotaban resplandores, y en medio de todo esto brillaba algo de color bermejo.
En el centro pude ver algo así como cuatro animales, cuyo aspecto era el siguiente: tenían forma humana, pero presentaban cada uno cuatro rostros y cuatro alas. Sus piernas eran rectas y sus pies parecían pezuñas de buey, y brillaban como el bronce pulido.
Bajo las alas surgían unas manos humanas; sus caras, las de los cuatro, estaban giradas hacia las cuatro direcciones.
Sus alas estaban una unida a la otra; no se volvían al caminar; iban de cara hacia adelante.
En cuanto al aspecto de sus caras era el siguiente: una era de hombre, y los cuatro tenían una cara de león a la derecha; y los cuatro tenían una cara de toro a la izquierda, y todos tenían una última cara de águila. Sus alas estaban desplegadas hacia arriba; cada uno de ellos tenía dos alas que se tocaban y dos alas que les cubrían el cuerpo; e iban todos hacia adelante; iban allí donde los llevaba el espíritu; no se giraban al caminar.
En medio de los animales aparecían como unas brasas, semejantes a antorchas, que iban y venían entre las bestias; y el fuego les lanzaba su resplandor, y del fuego salían chispas. Y los animales iban y venían, como un rayo.
Yo, mirándolos, descubría junto a cada uno de ellos una rueda. Esas ruedas parecían