al redactor del Evangelio según San Lucas, las catorce Cartas de San Pablo (los textos más antiguos del cristianismo, ya que datan de los años 50-60 d. de C.), la Epístola de Santiago, las dos Epístolas de Pedro, las tres Epístolas de Juan, la Epístola de Judas y, por último, el Apocalipsis de San Juan, cuyo nombre, apocalipsis, significa «revelación» (del «Juicio Final» y de la «Parusía»).
Con el fin de constituir la Biblia cristiana, el canon se apoya también en el Antiguo Testamento – aunque Marción de Sínope se opone a ello muy pronto (en el siglo II)– y extrae de la tradición hebraica todo lo que de manera alegórica y profética anuncia la llegada del Mesías (Masiah, en hebreo: «Ungido por Dios»), que para los cristianos no puede ser más que el propio Jesucristo. El Antiguo Testamento canónico cristiano reúne cuarenta y seis libros bíblicos (históricos, poéticos, sapienciales y proféticos).
LA MISIÓN DE JESÚS DE NAZARET
A TRAVÉS DE LOS EVANGELIOS
La infancia de Jesús
Según los Evangelios, Jesús nació en un simple establo en Belén. Su padre, José, era un modesto carpintero – aunque, según los evangelistas Mateo y Lucas, su genealogía lo hace descender de Abraham y David– y su madre, María, concibió a su hijo conservando su pureza virginal, de ahí el dogma proclamado más tarde de la «Inmaculada Concepción» mariana:
«Jesucristo fue concebido de la siguiente manera. Estando desposada su madre María con José, antes de que conviviesen, se halló que había concebido en su seno por obra del Espíritu Santo. Pero José, su esposo, que era justo y no quería denunciarla públicamente, deliberó repudiarla en secreto. Estando él en este pensamiento he aquí que un ángel del Señor se le apareció en sueños, diciendo: “José, hijo de David, no temas recibir a María tu esposa, porque lo que se ha engendrado en ella es obra del Espíritu Santo; y dará a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús, pues él salvará a su pueblo de sus pecados”. Todo lo cual se hizo en cumplimiento de lo que había dicho el Señor por el profeta, que dice: Sabed que la virgen concebirá y parirá un hijo, a quien pondrán por nombre Emmanuel [Isaías 7, 14], que traducido significa “Dios con nosotros”. Con eso, José, al despertarse, hizo lo que el ángel del Señor le había ordenado, y recibió a su esposa. Y, sin haberla conocido, ella dio a luz a su hijo primogénito, y le puso el nombre de Jesús» (Mateo 1, 18-25).
San Lucas (1, 27-31), por su parte, evoca la concepción virginal de María mediante la intervención de la Anunciación del ángel Gabriel, que le predijo, acerca de Jesús: «“Este será grande, y será llamado Hijo del Altísimo, al cual el Señor Dios dará el trono de su padre David, y reinará en la casa de Jacob eternamente. Su reino no tendrá fin”. Pero María dijo al ángel: “¿Cómo ha de ser esto? pues yo no conozco varón”. El ángel, en respuesta, le dijo: “El Espíritu Santo descenderá sobre ti, y la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra. Por cuya causa el santo que de ti nacerá será llamado Hijo de Dios”» (Lucas 1, 32-35).
De este modo quedó establecido de entrada el destino mesiánico de Jesús.
La tradición cristiana exige que después de que los pastores acudieran a adorar al Niño Jesús en su cuna (Lucas 2, 1-20), tres Reyes Magos procedentes de Oriente y guiados por una estrella vinieran a rendir homenaje a quien consideraban el futuro rey de los judíos, caudillo y pastor de Israel (Mateo 2, 1-6). Sin embargo, frente a la amenaza de un nacimiento así, el rey Herodes decidió exterminar a todos los recién nacidos hasta la edad de dos años: fue la «matanza de los inocentes».
Por fortuna, avisado previamente en sueños por el ángel del Señor, José había tomado la decisión de marchar inmediatamente a Egipto (fue el episodio bíblico de «la huida de la Sagrada Familia a Egipto») hasta la muerte de Herodes. Cuando regresaron, se instalaron en Nazaret, en Galilea.
En conformidad con la tradición judaica, Jesús recibió la circuncisión el octavo día después de su nacimiento (Lucas 2, 21) y le fue confirmado su nombre (Ieshuah, en hebreo: «salvador»).
De igual modo, como niño recién nacido, fue presentado en el Templo de Jerusalén, donde el profeta Simeón vio en él la «luz que ilumine las naciones y la gloria de tu pueblo» (Lucas 2, 32). Al verlo, la profetisa Ana glorificó a Dios; asimismo, habló del Niño Jesús a todos los judíos que esperaban la liberación de Jerusalén (Lucas 2, 36-39).
En su duodécimo año, la Sagrada Familia celebraba la Pascua en Jerusalén, como de costumbre. Jesús permaneció en el Templo mientras sus padres lo buscaban: «Y al cabo de tres días lo hallaron en el templo, sentado en medio de los doctores [de la Ley], a quienes ora escuchaba, ora les preguntaba. Y cuantos le oían quedaban pasmados de su sabiduría y de sus respuestas» (Lucas 2, 41-47).
El profeta Juan Bautista y el bautizo de Jesús
Si bien los cuatro evangelistas – Mateo, Marcos, Lucas y Juan– evocan a Juan Bautista, hijo de Zacarías e Isabel, es San Lucas quien especifica que era primo de Jesús. Tocos coinciden en describirlo en la edad adulta («el año quince del principado de Tiberio César, cuando Poncio Pilato era gobernador de Judea») como un asceta que lleva una vida de eremita, «la voz del que clama en el desierto» (Juan 1, 23), recorriendo el valle del Jordán y «predicando un bautismo de penitencia para la remisión de los pecados; como está escrito en el libro de las palabras del profeta Isaías: Preparad el camino del Señor…» (Lucas 3, 3).
En sus Antigüedades judías (18, V, 2, §§ 116-119), el historiador Flavio Josefo lo describe como un hombre honesto que exhortaba a los judíos a practicar la virtud, la justicia y la piedad. Además, profetizaba la llegada inminente del Reino de Dios y declaraba: «Yo en verdad os bautizo con agua, pero está por venir otro más poderoso que yo, al cual no soy yo digno de desatar la correa de sus zapatos; él os bautizará con el Espíritu Santo y con el Fuego» (Lucas 3, 16).
Entre la multitud que acudía de toda Palestina para recibir el bautizo de Juan Bautista en las aguas del Jordán estaba un día Jesús de Nazaret. «“Yo debo ser bautizado por ti, ¿y tú vienes a mí?”. A lo cual respondió Jesús, diciendo: “Déjame hacer ahora, que así es como conviene que nosotros cumplamos toda justicia”. Entonces Juan accedió. Bautizado pues Jesús, al instante que salió del agua se le abrieron los cielos y vio bajar al Espíritu de Dios en forma de paloma, y posarse sobre él. Y oyóse una voz del cielo que decía: “Este es mi Hijo amado, en quien tengo puesta mi complacencia”» (Mateo 3, 14-17).
San Juan, por su parte, pone las siguientes palabras en boca del profeta Juan Bautista: «Yo lo he visto, y por eso doy testimonio de que él es el Hijo de Dios» (Juan 1, 34).
Estos dos últimos versículos revelan la dignidad mesiánica que se atribuye a Jesús. Sin embargo, Juan Bautista lo había recibido ya como el Mesías de Israel, llegado para bautizar en el Espíritu Santo y el Fuego, como había profetizado antes (Lucas 3, 16).
«Después de esto se fue Jesús con sus discípulos a Judea, y allí moraba con ellos y bautizaba. Juan, asimismo, proseguía bautizando en Ennón, junto a Salim, porque allí había mucha abundancia de aguas, y concurrían las gentes, y eran bautizadas» (Juan 3, 22-23).
A partir de ese momento, Juan Bautista conocería un final muy triste, ya que acabó siendo apresado por las autoridades, y luego decapitado según el deseo de Salomé, hija de Herodías, a quien el tetrarca Herodes Agripa entregó la cabeza del profeta a cambio de sus voluptuosos encantos.
Sin embargo, Jesús «fue conducido al desierto por el Espíritu, para ser tentado por el Diablo (Satanás)» según especifica el Evangelio (Mateo 4, 1; Marcos 1, 12; Lucas 4, 1). Permaneció allí cuarenta días, resistiendo todas las seducciones y tentaciones de orgullo que le presentaba el demonio: primero le pidió que realizara milagros («Ordena que estas piedras se conviertan en panes»); luego que se lanzara al vacío, desde el tejado del Templo de Jerusalén («Si eres Hijo de Dios, lánzate»); y, por último, le ofreció el poder absoluto sobre todas las cosas («Todos los reinos del mundo con su gloria») con la condición expresa de que se postrara ante él.
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