«Nueva Alianza» con Dios y su conmemoración futura planteada por el «haced esto en memoria mía» (Lucas 22, 19-20).
Después de haber rezado y meditado en compañía de los apóstoles dormidos, en el jardín de Getsemaní, en el monte de los Olivos: «Triste está mi alma hasta la muerte; quedaos aquí y velad conmigo» (Mateo 26, 38), Jesús fue arrestado por las autoridades tras la traición de Judas. Fue conducido ante el sanedrín judío, donde el sumo sacerdote Caifás lo interrogó así: «“Te conjuro por Dios vivo a que me digas si eres tú el Mesías, el Hijo de Dios”. Díjole Jesús: “Tú lo has dicho. Y yo os digo que un día veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra del Poder y venir sobre las nubes del cielo”» (Mateo 26, 63-64). A esto Caifás replicó que era un blasfemador y Jesús fue llevado ante el gobernador de Judea, Poncio Pilato. Este lo interrogó sobre el punto principal: «“¿Eres tú el rey de los judíos?”. Respondió Jesús: “¿Por tu cuenta dices eso o te lo han dicho otros de mí?”. Pilato contestó: “¿Soy yo judío, por ventura? Tu nación y los pontífices te han entregado a mí; ¿qué has hecho?”. Jesús respondió: “Mi reino no es de este mundo; si de este mundo fuera mi reino, mis ministros habrían luchado para que no fuese entregado a los judíos; pero mi reino no es de aquí”» (Juan 18, 33-36).
Y a pesar de estas declaraciones altamente místicas que no implicaban ningún carácter político ni reivindicaban ninguna subversión de tipo zelote, Jesús fue condenado a muerte por Pilato, por sedición, bajo la presión de los judíos, según los Evangelios.
Su «pasión» se inició en la aurora: pasó por el sufrimiento de la flagelación y de la corona de espinas, así como por humillaciones por parte de sus verdugos; Jesús llevó la cruz hasta el calvario y acabó sucumbiendo atrozmente a un suplicio después de su crucifixión, en el Gólgota.
LA RESURRECCIÓN DE CRISTO.
DE LA ESPERA DEL «REINO DE DIOS»
AL ESTABLECIMIENTO DE LA IGLESIA PRIMITIVA
Al día siguiente de la crucifixión, «reunidos los príncipes de los sacerdotes y los fariseos ante Pilato, le dijeron: “Señor, recordamos que ese impostor, vivo aún, dijo: ‘Después de tres días resucitaré’. Manda, pues, guardar el sepulcro hasta el día tercero, no sea que vengan sus discípulos, lo roben y digan al pueblo: ‘Ha resucitado de entre los muertos’. Y será la última impostura peor que la primera”» (Mateo 26, 62-64).
Pilato accedió a su petición y mandó proteger y sellar con una gran piedra el sepulcro, que según San Mateo (Mateo 27, 57-59) pertenecía al rico José de Arimatea, miembro del sanedrín judío, pero también discípulo en secreto de Jesús, que había llegado a reclamar el cuerpo del divino Maestro para sepultarlo, junto con Nicodemo, que poseía cien libras de áloe y mirra para embalsamar el cuerpo del difunto, según las costumbres funerarias judías (Juan 19, 39-40).
El tercer día, a la aurora, María Magdalena se dirigió a la tumba y constató que la piedra que obstruía la entrada había sido desplazada. Entonces corrió en busca de Simón, Pedro y Juan para comunicárselo. Estos acudieron a la tumba con ella y de inmediato descubrieron que estaba vacía, y que sólo quedaban dentro el sudario y las fajas, en el suelo. Sin embargo, se le aparecieron dos ángeles a María Magdalena, que sollozaba, y le dijeron: «“¿Por qué lloras, mujer?”. Ella les dijo: “Porque han tomado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto”. Diciendo esto, se volvió para atrás y vio a Jesús que estaba allí, pero no conoció que fuese Jesús. Le dijo Jesús: “Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?”. Ella, creyendo que era el hortelano, le dijo: “Señor, si te lo has llevado tú, dime dónde lo has puesto, y yo lo tomaré”. Díjole Jesús: “¡María!”. Ella, volviéndose, le dijo en hebreo: “¡Rabboni!”, que quiere decir Maestro. Jesús le dijo: “No me toques, porque aún no he subido al Padre”» (Juan 20, 13-17). María Magdalena marchó en seguida a anunciar la Resurrección de Cristo a sus discípulos, a los que, por otra parte, según San Juan, Jesús se apareció esa misma noche, llenándolos de gozo. Él les dijo entonces: «“Como me envió mi Padre, así os envío yo”. Diciendo esto, sopló y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo; a quien perdonéis los pecados, les serán perdonados por Dios; a quienes se los retengáis, les serán retenidos por Dios”» (Juan 20, 21-23).
Este testimonio de la Resurrección de Cristo es asegurado por sus discípulos, a pesar de las versiones algo diferentes que se leen en los otros evangelistas, principalmente en San Mateo, donde Jesús se encuentra a los apóstoles en Galilea, ya que los ha precedido (Mateo 28, 16-20), y en San Lucas, donde Cristo resucitado se aparece a los «Peregrinos de Emaús» (Lucas 24, 13-34). Además, según este Evangelio, Jesucristo deja a los apóstoles llevando a cabo su «Ascensión»:
«Los llevó hasta cerca de Betania, y levantando sus manos les bendijo, y mientras los bendecía se alejaba de ellos y era llevado al cielo» (Lucas 24, 50-52). El Evangelio según San Marcos también hace alusión a la Ascensión de Cristo (Marcos 16, 19), al igual que el primer capítulo de los Hechos de los Apóstoles.
Jesucristo había anunciado a los apóstoles, el día anterior a su Pasión, la llegada inminente del Espíritu Santo (el Paráclito) después de su marcha: «(…) os conviene que yo me vaya. Porque si no me fuere, el Abogado no vendrá con vosotros; pero si me fuere, os lo enviaré» (Juan 16, 7). En los Hechos de los Apóstoles, atribuidos a San Lucas, este nos comunica que después de la desaparición de Jesucristo, el día de Pentecostés, los discípulos estaban reunidos esperando la llegada inminente del «Reino de Dios», cuando «se produjo de repente un ruido, proveniente del cielo, como el de un viento que sopla impetuosamente, que invadió toda la casa en que residían. Aparecieron, como divididas, lenguas de fuego, que se posaron sobre cada uno de ellos, quedando todos llenos del Espíritu Santo; y comenzaron a hablar en lenguas extrañas (…)» (Hechos de los Apóstoles 2, 1-4).
Fue el hecho fundador de la Iglesia (del griego ekklesia: «asamblea») de Cristo. De todos los apóstoles, fue San Pedro quien asumiría la dirección, según la palabra de Cristo: «Tú eres Pedro (Cephas), y sobre esta piedra edificaré yo mi Iglesia» (Mateo 16, 18); y los Hechos de los Apóstoles narran el establecimiento de la Iglesia cristiana, siempre a la espera del «Reino de Dios» y de la segunda llegada o el regreso de Cristo (la Parusía), como la anunciaron dos ángeles, después de su Ascensión: «(…) Ese Jesús que ha sido arrebatado de entre vosotros al cielo, vendrá como le habéis visto ir al cielo» (Hechos de los Apóstoles 1, 10-11).
Al igual que la secta judía mesiánica y apocalíptica contemporánea de los esenios de Qumram – de la que ahora sólo se conservan algunos textos fundamentales desde el descubrimiento en 1947 de los manuscritos del mar Muerto, que debensumarse altestimoniodeFlavioJosefo–,losapóstoles deJesucristoproclamaban la «Nueva Alianza» con Dios, ponían todos sus bienes en común, practicaban el bautizo, exaltaban la Luz divina (véase San Juan), a pesar de las grandes diferencias esenciales que no podemos exponer en la presente obra. La comunidad cristiana de Jerusalén, bajo la égida de Pedro y Santiago, el hermano de Jesús, conmemora la Cena por la «partición del pan» (el ágape), bautiza y divulga la enseñanza de Jesucristo, pero se organiza en el marco y el respeto de la Ley mosaica, practicando la circuncisión de los niños, las purificaciones rituales, el reposo el día del sabbat y las oraciones en el Templo. A pesar de ello, suscita cierta hostilidad por parte de los saduceos y de los príncipes de los sacerdotes del Templo. Pedro y Juan serán arrestados y tendrán que comparecer ante el sanedrín; luego, todos los apóstoles; al final serán puestos en libertad. La actitud de los fariseos para con ellos fue más suave. En efecto, distinguían entre ellos a los convertidos a la fe cristiana de raíz jerusalemita (los hebreos), respetuosos de la Ley mosaica, que toleraban como una secta judaica, de los judíos o prosélitos convertidos relacionados con la diáspora judía (los helenistas, que hablaban griego), que rechazaban alejarse de la Torá y del Templo. Esteban, que pertenecía a estos últimos y que deploraba la muerte de los profetas, preconizaba que debían tomarse distancias con el Templo, de modo que fue lapidado en el año 36, convirtiéndose así en el primer mártir cristiano; ese mismo día, los helenistas fueron expulsados de Jerusalén, a los campos de Judea y Samaria. Mientras que los hebreos más legalistas se mostraban