la caridad, sin ostentación, y a rezar en secreto: «Tú, cuando ores, entra en tu cámara y, cerrada la puerta, ora a tu Padre, que está en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo escondido, te recompensará» (Mateo 6, 6). Luego, Jesús enseña la oración de Dios, el padrenuestro (véase más abajo).
Jesús predica por otra parte la «vida eterna» para todos los que se acomodan a la voluntad de Dios y siguen los preceptos de Cristo: «A la manera que Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es preciso que sea levantado el Hijo del hombre, para que todo el que creyere en Él tenga la vida eterna» (Juan, 14-15), así le es dicho a Nicodemo.
Al tiempo que traía la Buena Nueva, Jesucristo realizaba múltiples milagros, relacionados no sólo con las curaciones físicas o espirituales, sino también con los elementos astrales.
San Juan narra, al principio de su Evangelio, las bodas de Caná, a las que Jesús y María, su madre, fueron invitados. El vino de las bodas pronto se acabó. Jesús hizo llenar seis jarras de agua y la transformó en vino (Juan 2, 1-11).
Jesús, con su presencia, permitió a Simón Pedro efectuar una verdadera «pesca milagrosa» en el lago de Genesaret (Lucas 5, 1-11). Por último, Jesús permitió a los apóstoles una segunda «pesca milagrosa» en el lago de Tiberíades, después de su resurrección (Juan 21, 3-14).
Jesús calmó una tormenta que se había levantado en el mar, para gran estupefacción de los discípulos, que sentían una gran admiración por él (Mateo 8, 23-27; Marcos 4, 35-41; Lucas 8, 22-25).
Jesús realizó por primera vez la «multiplicación de los panes». De cinco panes y dos peces iniciales, obtuvo una cantidad suficiente para saciar a la numerosa multitud que había acudido al lugar (Mateo 14, 13-21; Marcos 6, 30-44; Lucas 9, 10-17; Juan 6, 1-13).
Jesús efectuó una segunda «multiplicación de los panes». A fin de saciar el hambre de la multitud que había acudido a escucharlo por tres días enteros, Jesús tomó siete panes y unos peces y multiplicó los alimentos después de dar gracias a Dios (Mateo 15, 32-38; Marcos 8, 1-10).
Jesús «caminó sobre las aguas» y llegó hasta la barca en la que estaban sus discípulos (Mateo 14, 22-23; Marcos 6, 45-52).
Jesús hizo que se secara una higuera llena de hojas que había en su camino (Mateo 21, 18-21; Marcos 11, 12-14).
Jesús hizo también el prodigio o misterio glorioso de la «transfiguración», apoyándose siempre en la Ley y la palabra de los profetas, según sus propias palabras: «No penséis que he venido a abrogar la Ley o los Profetas; no he venido a abrogarla, sino a consumarla» (Mateo 5, 17). «Tomó Jesús a Pedro, a Santiago y a Juan, su hermano, y los llevó aparte, a un monte alto. Y se transfiguró ante ellos; brilló su rostro como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. Y se les aparecieron Moisés y Elías hablando con él. Tomando Pedro la palabra, dijo a Jesús: “Señor, ¡qué bien estamos aquí! Si quieres, haré aquí tres tiendas: una para ti, una para Moisés y otra para Elías”. Aún estaba él hablando, cuando los cubrió una nube resplandeciente, y salió de la nube una voz que decía: “Este es mi Hijo amado, en quien tengo mi complacencia; escuchadle”. Al oírla, los discípulos cayeron sobre su rostro, sobrecogidos de gran temor. Jesús se acercó, y tocándolos dijo: “Levantaos, no temáis”. Alzando ellos los ojos, no vieron a nadie, sino sólo a Jesús. Al bajar del monte, les mandó Jesús, diciendo: “No deis a conocer a nadie esta visión hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos”. Le preguntaron los discípulos: “¿Cómo, pues, dicen los escribas que Elías tiene que venir primero?”. Él respondió: “Elías, en verdad, está para llegar, y restablecerá todo. Sin embargo, yo os digo: Elías ha venido ya, y no le reconocieron; antes hicieron con él lo que quisieron; de la misma manera el Hijo del hombre tiene que padecer de parte de ellos”. Entonces entendieron los discípulos que les hablaba de Juan el Bautista» (Mateo 17, 1-13; Marcos 9, 2-8; 9, 9-13; Lucas 9, 28-36).
Jesucristo había regresado a Judea después de recorrer Galilea y Samaria, y los fariseos y los saduceos desconfiaban de él a causa de su notoriedad, adquirida por los numerosos milagros que se le atribuían. Los primeros le reprochaban, además, las libertades que parecía tomarse para con la Torá; los segundos temían problemas, o un levantamiento de la población que aclamaba a su Mesías, que había llegado para liberarla de la opresión romana, a la manera de los zelotes revolucionarios.
Antes de su entrada en Jerusalén, San Juan evoca el pasaje de Jesús en Betania y la «resurrección de Lázaro» (Juan 11, 1-44), que llevó a cabo milagrosamente, al igual que había realizado anteriormente la de la hija de Jairo (Mateo 9, 18. 23-26) y la del hijo de la viuda de Naím (Lucas 7, 11-17). Estas resurrecciones prefiguran la suya misma, que Jesucristo había anunciado ya en varias ocasiones (Mateo 16, 21; 17, 9. 22).
Jesús decidió penetrar en la ciudad santa, en conformidad con las profecías de Isaías (62, 11) y Zacarías (9, 9), subrayando la humildad pacífica que posee el soberano Mesías: «Decid a la hija de Sión: aquí viene tu Rey a ti, modesto, montado en una burra, y un borriquillo, cría de una bestia de carga». La gente, reunida en multitudes, se postraba y extendía sus mantos sobre el camino, y blandía ramas en signo de aclamación. Así fue como aquel en quien las autoridades religiosas no veían más que un eventual promotor de disturbios acababa de hacer entrada en Jerusalén.
Además, Jesús expulsó a los vendedores y cambiadores de moneda del Templo, a los que calificó de comerciantes y ladrones sacrílegos: «Escrito está: “Mi casa será llamada casa de oración, pero vosotros la habéis convertido en cueva de ladrones”. Llegáronse a Él ciegos y cojos en el templo y los sanó. Viendo los príncipes de los sacerdotes y los escribas las maravillas que hacía y a los niños que gritaban en el templo y decían “¡Hosanna al Hijo de David!”, se indignaron y le dijeron: “¿Oyes lo que estos dicen?”» (Mateo 21, 13-16).
A ello Jesucristo añadió también críticas referentes a la hipocresía y la vanidad de los escribas y los fariseos: «En la cátedra de Moisés se han sentado los escribas y los fariseos. Haced, pues, y guardad lo que os digan, pero no los imitéis en las obras, porque ellos dicen y no hacen» (Mateo 23, 2-3). «No os hagáis llamar doctores, porque uno solo es vuestro Doctor, el Mesías. El más grande de vosotros sea vuestro servidor» (Mateo 33, 10-11).
Siguieron luego siete maldiciones contra los escribas y los fariseos: «¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas, que cerráis a los hombres el Reino de los Cielos! Ni entráis vosotros ni permitís entrar a los que querrían entrar» (Mateo 23, 13-14; Lucas 11, 39-48. 52).
Mientras los judíos, bajo dominio romano, se preparaban para celebrar la Pascua, el sumo sacerdote Caifás urdió un complot con la intención de hacer que se detuviera a Jesús de Nazaret como un falso profeta impostor que se proclamaba Mesías «rey de los judíos», porque lo creían en el fondo un agitador que ponía en duda la autoridad romana del emperador Tiberio, delegada en el procurador Pilato para Judea, como un activista político cercano a los zelotes. La expresión utilizada por Jesús de «restauración del Reino» estaba entendida políticamente aquí como referente al reino de Israel.
Jesús evocaba el «Juicio Final» con los siguientes términos: «Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria y todos los ángeles con Él, se sentará sobre su trono de gloria, y se reunirán en su presencia todas las gentes, y separará a unos de otros, como el pastor separa a las ovejas de los cabritos, y pondrá las ovejas a su derecha y los cabritos a su izquierda. Entonces dirá el Rey a los que están a su derecha: “Venid, benditos de mi Padre, tomad posesión del reino preparado para vosotros desde la creación del mundo”» (Mateo 25, 31-34).
Este tema escatológico será retomado en el Apocalipsis de San Juan. Luego, notando su fin próximo y adivinando que Judas, uno de los doce, iba a traicionarlo, se apresuró a celebrar la Pascua la noche antes con sus apóstoles, con el fin de sustituir místicamente su cuerpo y su sangre por el tradicional pan ácimo y el cordero pascual. Después de lavar él mismo los pies a los apóstoles como símbolo de humildad, procedió a la celebración eucarística de la Cena, durante la cual «tomó pan, lo bendijo, lo partió y, dándoselo a los discípulos, dijo: “Tomad y comed; este es mi cuerpo”. Y, tomando un cáliz y dando gracias, se lo dio,