de boxeador. De último iba Barabash, el experto cuarentón, de anteojos oscuros, bigote delgado y rostro altivo. En su sección, lo llamaban Simionich con respeto. En sus manos, el experto llevaba la maleta de servicio gastada por los años.
Ya en el patio anterior, Strelnikov había notado la ausencia de gente. A pesar del tiempo claro que hacía, los bajos rayos del Sol no llegaban al patio y no se podía esperar encontrar pensionados, calentándose en los bancos, que hubieran visto algo sospechoso. En días así ellos preferían pasear por la avenida o ir a la orilla del río.
La doctora de primeros auxilios, una mujer grande y fuerte con voz grave, los recibió no muy contenta que digamos.
– Por fin! Y yo, para que ustedes lo sepan, todavía tengo otras llamadas, para las cuales no me van a sustituir. —
– Oficial superior Strelnikov. – Con sequedad se presentó el policía. Hacía tiempo se había convencido que el tono oficial, la credencial abierta y el arma sugerida bajo la axila bajaban innecesarias altanerías de la gente común.
– Maslova Vera Anatolevna, médico de primeros auxilios. – Respondió con reserva la doctora.
Strelnikov dejó a Aleksei en la puerta y él acompañado de Simionich pasó a la cocina donde se veían los zapatos de la mujer que yacía en el piso. La doctora se apuró tras ellos.
– Cuéntenos como encontró el cuerpo, Vera Anatolevna. —
– Nos llamaron, al principio supusimos un infarto; pero al primer vistazo nos dimos cuenta que llegamos tarde. Miren ustedes mismos… —
La mujer, anciana y gorda, yacía boca arriba, con el abrigo abierto. Sus ojos estaban cerrados y su rostro mostraba una mueca de dolor. En el piso, cerca, había restos de un florero de vidrio y tres rosas marchitas en un charquito de agua sucia. El oficial consideró donde pudo haber estado el florero y dedujo que, o en la mesa o sobre el pequeño refrigerador. Le llamó la atención el monedero en un extremo de la mesa y la cartera en el piso, ambos cerrados.
– Continúe Vera Anatolevna. – Recordó Strelnikov. – Como estableció la causa de muerte? —
– Al principio le abrí la ropa en el pecho, para ponerle una inyección, pero noté que no tenía pulso ni respiraba. Le levanté la cabeza, le quité la boina, la puse en el taburete, y noté la huella de un golpe fuerte en el cráneo. —
Viktor Strelnikov dirigió la vista hacia la boina marrón y delgada. Esa boina no la iba a proteger de un golpe fuerte, pensó.
– No pudo golpearse en la caída? —
– No. La excoriación con sangre está en la parte superior de la cabeza. Ahí no te golpeas con el piso. Además ella cayó de frente. —
– De frente? —
– Si. La mano izquierda tiene una fractura característica. Trató de apoyarse en la caída pero la edad y el peso… —
El imperturbable Simionich, asintió enérgicamente, aprobando las palabras de la doctora.
– La golpearon desde atrás con un objeto contundente, presumiblemente con el florero. El golpe no fue fuerte, pero lo suficiente para la viejita. —
– O sea, cien por ciento asesinato. Y el cuerpo ya lo manipularon mucho. – Constató el teniente superior. Su voz descolorida no transmitió ninguna emoción.
– Yo no toqué más nada. – Se justificó la médica.
– Quien fue el primero que encontró a la víctima? – Strelnikov quiso decir “cadáver” pero se detuvo a tiempo para no herir susceptibilidades. No hay nada peor que interrogar a quienes están al borde de un ataque de nervios.
– A mí me recibió una anciana. Está en la habitación. —Respondió la doctora y preguntó. – Me puedo ir? —
– Primero que nuestro colega escriba su declaración. Y después si el experto no tiene más preguntas, quedará libre. – Strelnikov llamó al oficial-boxeador. – Aleksei, atiende a la doctora. En cualquier lado, menos en la cocina, allí trabaja Simionich. —
– Dónde? – preguntó Matykin.
– Si quieres en el baño. Yo estaré en la habitación. Ahí está la testigo principal.-
El teniente entró en la habitación. De espaldas a la puerta estaba sentada una mujer delgada con el cabello completamente canoso, en impermeable beige y con el cuello levantado. Ella se distraía hojeando un libro con el brazo extendido y no notó al policía sino cuando este golpeó la puerta y se presentó.
– Vishnevskaia, Pensionada. – Con dignidad respondió la dama, como si pronunciara un título nobiliario.
– Se quedó sentada y sólo volteó con la silla giratoria. Ahora Strelnikov podía verla mejor.
De postura altiva, cabello y cejas arreglados, con pequeños zarcillos de oro y un toque de lápiz labial se veía que la dama cuidaba su apariencia. El cuello cubierto con un pañuelo cuidadosamente anudado, pero las arrugas alrededor de los ojos denunciaban su edad. Más de cincuenta y, seguro, gran lectora.
– Su relación con la dueña del apartamento? —
– Nos conocemos hace muchos años. Yo vivo en el edificio de al lado, a la derecha del arco. —
– Usted confirma que la señora en la cocina es Sofía Evcevna Danina? —
– Indudablemente, es ella. —
El oficial se extrañó del tono tranquilo de la vecina. Estaba más bien acostumbrado a mujeres histéricas y desmayos en presencia de un cadáver.
– Cuando vio usted, por última vez a la dueña del apartamento? Quiero decir, viva. —
– Hoy. No hace ni una hora. —
– Ajá. Cuénteme con más detalle. —
– Dos veces por semana vamos al almacén. Ella es mayor que yo, y yo la ayudo con sus compras. Hoy, por teléfono, nos pusimos de acuerdo en encontrarnos en el almacén. Conoce el almacén “Productos”, en la esquina de la avenida? —
Viktor asintió, también era su barrio.
– Pero Sofía se dio cuenta que había olvidado el monedero. Propuse prestarle dinero, pero ella no quiso. El tiempo está bueno, dijo, no hay que apurarse, paseamos. Regresamos a la casa y ella entró. Yo la esperé afuera, para aprovechar el Sol. Pasaron quince minutos y me preocupé. Le habrá pasado algo? —
– Tan rápido? – El oficial arrugó las cejas.
La mujer se apuró a explicar.
– La salud de Sofía ya no era buena. Vivía de las medicinas. Sobrepeso. Presión. Diabetes.
– Y usted decidió ir a buscarla. —
– Sí. —
– Cuando esperaba, y después cuando entró, vio a alguien? —
– Por supuesto, en la calle había gente. Pero pasaban. —
– En el arco, tampoco? —
– No. – La mujer negó con seguridad. – Nadie. Esperaba a Sofía y todo el tiempo miraba hacia el arco. De todas maneras por aquí se sale a la ota calle también. Para el metro es más corto. —
– Y en la escalera? Cuando usted subió. —
– No había nadie. Lo hubiera informado inmediatamente. Con el tiempo que ustedes tardaron, lo hubiera recordado todo con detalle. —
– “O inventar la versión para esconder su participación en el crimen” —, sin querer pensó el oficial mirando a la imperturbable mujer. Mataron a su amiga cercana y ella conserva su tranquilidad de hierro.
– Ahora, dígame, como entró en el apartamento? —
– La