Sergey Baksheev

EL MISTERIO DE LA BELLEZA EXACTA


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de una sonrisa; el segundo, reprobatorio, con una mirada regañona.

      Todavía joven, Vishnevskaia no se preocupaba por las canas tempranas y no se pintaba el pelo. En aquellos años la escarcha plateada ganaba espacios en los rizos negros de la joven mujer, pero ahora podía declarar la victoria total.

      Pero hay que ser justos; las canas no la estropearon. La ropa y el maquillaje a la moda de Valentina Ipolitovna la distinguían de sus colegas, adultas también. Pero su fuerte cojera unida al intelecto poco común y su intolerancia a los errores de los demás ahuyentaron a los posibles pretendientes. Siempre estuvo sola y ahora no tenía un anillo matrimonial en su dedo anular.

      Valentina Vishnevskaia se lastimó gravemente la pierna izquierda en un accidente automovilístico. Inclusive los médicos consideraron la amputación, pero se encontró un cirujano traumatólogo que hizo magia con su pierna y la pudo reconstruir, sólo que quedó un poco más corta que la pierna derecha sana. La traviesa quinceañera Valia Vishnevskaia de una belleza floreciente que era se transformó en una pobre cojita. Sus compañeros de escuela la rechazaron. Algunos descarados, de vez en cuando la abordaban, pero con un único fin. Contaban con que una muchacha con un defecto sería más acomodaticia y no se resistiría si ellos “fuertes y bellos” la llevaran a la cama. Y sucedió que Valia le creía a un desvergonzado de esos, y se entregaba ciega y desinteresadamente, sólo para después pasar por una amarga decepción. El desgraciado no se preocupaba por ser afectuoso ni cariñoso, porque, sinceramente creía que le hacía in favor a la cojita y ahora podía usarla cuando quisiera. Entre ellos se contaban sucias historias de ella y la llamaban la pobre lisiadita. Eran sobre todo tipos simplones los cuales habían sido rechazados por las muchachas bonitas y arrebatados por la ira del complejo de inferioridad, se convertían en pequeñas criaturas inmorales.

      Después de terminar el instituto pedagógico y harta de aquellos infelices, Valentina Vishnevskaia ya no creyó más en ningún hombre y evitó, en lo sucesivo, cualquier muestra de atención de su parte. Los sueños de que un bello príncipe la sacara de la tortura de su cojera con un dulce beso, quedaron en el pasado. La almohada ya no se mojó más con las lágrimas juveniles y Vishnievskaia se concentró en su trabajo. No en sesudos artículos ni en una carrera científica, sino en su trabajo cuotidiano de maestra escolar de matemáticas. Se dedicó a buscar interesar, asombrar, capturar a los alumnos en el estudio de su más amada asignatura. Como también al autoestudio, enfocándose, sobre todo, en la variedad de manifestaciones de las leyes de la ciencia en la vida corriente. Principalmente le atraían esos misterios científicos no resueltos. Generosamente compartía los conocimientos adquiridos y con frecuencia se salía del programa escolar, lo cual suscitaba regaños en los consejos de clase y miradas entusiasmadas en los alumnos de su curso.

      Es difícil decir en que hubiera terminado la joven y rebelde maestra en esa escuela soviética, si no hubiera sucedido que la madre de uno de los alumnos compartiera dudas sobre eso con una de sus amigas. Esta última averiguó detalles de la maestra rara y le contó a su padre, director de la mejor escuela, que había en Leningrado, especializada, con inclinación a las matemáticas. El experimentado profesor pidió referencias, asistió a clases de la maestra, y pronto, Valentina Ipolitovna Vishnevskaia fue trasladada a su escuela. Ahí había profesores eruditos y apasionados, también con enfoque no común en la enseñanza.

      Valentina Ipolitovna se arregló el elegante pañuelo en el cuello y se acercó a Strelnikov que continuaba, confundido, frente al retrato de Pitágoras.

      – Usted, Viktor, estudió en nuestra escuela hasta el séptimo grado, después pasó a una escuela corriente.-

      – Si, Valentina Ipolitovna, usted tiene buena memoria. —

      – No me quejo, inclusive recuerdo sus errores en los exámenes.—

      – Eran tan interesantes? —

      – No. Simplemente los otros alumnos no hacía tantos como usted. Lo recuerdo bien. Hizo bien en cambiarse de escuela. – La ex-maestra sonrió ligeramente.

      Strelnikov carraspeó confuso, como si se sintiera en el salón de clase.

      – No fui yo. Usted se lo recomendó a mis padres. —

      – En serio? – La mujer torció significativamente los ojos, como si se dirigiera a un alumno en clase. – Y usted se lamenta de eso? —

      El oficial sonrió y sacudió la cabeza. Con la vista recorrió de nuevo los estantes de libros y el retrato de Pitágoras, se irguió de nuevo y dijo:

      – Volviendo a su pregunta, Valentina Ipolitovna, con seguridad puedo afirmar que el ciudadano que vive aquí se dedica a las matemáticas. —

      – Como dos por dos es cuatro. —

      El policía se ruborizó al escuchar el olvidado decir de la maestra.

      – Se llama Konstantin Denin. – continuó Vishnevskaia. – Él es 5 años mayor que usted y fue uno de los mejores estudiantes de la escuela. Usted entiende que significa eso? —

      – Déjeme adivinar. Usted no recuerda ningún error de él en sus exámenes.

      – Pero recuerdo lo bello que resolvía los ejercicios. —

      – Si, cada quien tiene sus recuerdos. —

      – Es mejor que el olvido total. Blanco-negro es preferible a lo sucio-opaco. —Lo tranquilizó la experimentada pedagoga.

      – Usted era un muchacho muy inquieto, y ahora! Un oficial superior de la policía, detective! Reconozco que siempre envidié su profesión. Hubiera nacido hombre, sería su jefe. – La anciana suspiró y en ese suspiro se sintió, efectivamente, una frustración.

      El oficial de policía recordó sus deberes y preguntó:

      – Donde trabaja Konstantin Denin? —

      – En los últimos tiempos en ninguna parte. Es decir, si trabaja, pero en casa.-

      – En casa? – Strelnikov se interesó en esta información. – No me diga que no hay lugar donde valoren a los genios. —

      – Viktor, ser genio es difícil. – La maestra disimuló no haber captado la ironía en las palabras del policía. – Para ellos es diferente lo que es el éxito y la felicidad. —

      – Eso no me gusta. Si Danin no trabaja, quiere decir que, en el momento del asesinato pudo haber estado en el apartamento. —

      Vishnevskaia miró al oficial con escepticismo.

      – Creo que es una hipótesis incorrecta. Como dos por dos es cinco! —

      – Esconde usted algo? – Con cierto disgusto preguntó Strelnikov. – Sofía Evseevna dijo algo de su hijo cuando regresaba a su casa? —

      – No. No dijo nada de nadie. Se apuró por su monedero. —

      – Y el monedero, por cierto, está en su lugar. – Entre dientes dijo el policía. La convicción profesional volvió a él. – Pasa con frecuencia que un asesinato sucede en una pelea familiar. —

      – Ellos no pelearon! —

      Con condescendencia, el policía miró a la anciana. Él hubiera podido contarle acerca de las miserias que se esconden en las familias bien y como salen a la superficie en la forma de esos estúpidos homicidios.

      La puerta de entrada se abrió y entró alguien. Strelnikov se tensó, se pegó a la pared e inmediatamente llevó su mano a la funda. Sólo había dos posibilidades, era de nuevo la médico de primeros auxilios o era el principal sospechoso. La ex maestra se inquietó cundo vio la mano del policía.

      Un hombre delgado y despeinado, con una temprana calva, entró en la habitación. Sobre su rostro alargado había unos grandes anteojos de plástico.

      Una barba escasa mostraba que la última vez que se había afeitado, y muy irregular, de paso, era tres días atrás. Un viejo sweater estirado y pantalones, que no veían una plancha hacía tiempo, con salpicaduras sucias en la parte baja, completaban