Морган Райс

El Destino De Los Dragones


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cómo sucedería en su mente: caminaría con audacia, y estiraría una sola mano y mientras sus súbditos se inclinaban, él repentina y dramáticamente la levantaría sobre su cabeza. Todos jadearían y se arrodillarían bajando la cabeza y lo declararían El Elegido, el rey más importante de los MacGil que alguna vez había gobernado, el que gobernaría para siempre. Todos llorarían de gusto al verlo. Se encogerían de miedo ante él. Agradecerían a Dios haber vivido en esta vida para presenciarlo. Lo adorarían como a un dios.

      Gareth se acercó a la espada, a pocos centímetros y sintió que temblaba por dentro. Al entrar hacia la luz del sol, aunque había visto la espada muchas veces antes, se sintió sorprendido por su belleza. A él nunca se le había permitido acercarse tanto, y lo sorprendió. Fue intenso. Con una cuchilla larga brillante, hecha de un material que nadie había descifrado, tenía la empuñadura más adornada que alguna vez había visto, envuelta en un paño fino, de seda, con incrustaciones de joyas de todo tipo y blasonada con el escudo del halcón. Cuando dio un paso más, pasando sobre ella, sintió la poderosa energía que ésta irradiaba. Parecía palpitar. Apenas podía respirar. En un momento estaría en la palma de su mano. Muy por encima de su cabeza. Brillando en la luz del sol para que todo el mundo lo viera.

      Él, Gareth, El Grandioso.

      Gareth extendió la mano derecha y la colocó en la empuñadura, cerrando lentamente sus dedos alrededor de ella, sintiendo cada joya, cada contorno al asirla, electrificado. Una intensa energía irradiaba a través de la palma de su mano, su brazo, a través de su cuerpo. Fue muy distinto a todo lo que había sentido en su vida. Éste era su momento. Su momento para toda la vida.

      Gareth no se arriesgaría: estiró el brazo y también puso la otra mano en la empuñadura. Cerró sus ojos, respiraba con dificultad.

      Si agrada a los dioses, por favor, permítanme levantar esto. Denme una señal. Muéstrenme que soy el rey. Muéstrenme que estoy destinado a gobernar.

      Gareth oró en silencio, esperando una respuesta, una señal, de cuándo era el momento perfecto. Pero pasaron los segundos, un total de diez segundos, todo el reino observaba y no escuchó nada.

      Entonces, de repente, vio el rostro de su padre, frunciendo el ceño hacia él.

      Gareth abrió los ojos lleno de terror, queriendo borrar la imagen de su mente. Su corazón latía aceleradamente, y sintió que era un terrible presagio.

      Era ahora o nunca.

      Gareth se inclinó, y con todas sus fuerzas, intentó levantar la espada. Luchó con todo lo que tenía, hasta que su cuerpo entero se estremeció, convulsionado.

      La espada no se movió. Era como intentar mover los cimientos de la tierra.

      Gareth lo intentó con más y más fuerza. Finalmente, estaba gimiendo y gritando visiblemente.

      Momentos más tarde, se desplomó.

      La hoja no se había movido un centímetro.

      Un jadeo de sorpresa se extendió por toda la sala, mientras él caía al suelo. Varios asesores corrieron en su ayuda, comprobando si estaba bien, y violentamente los empujó. Avergonzado, se detuvo tratando de levantarse por sí mismo.

      Humillado, Gareth miró alrededor hacia sus súbditos, a ver cómo lo verían ahora.

      Ya se habían dado la vuelta, se estaban yendo de la habitación.

      Gareth podía ver la decepción en sus rostros, podía ver que él era sólo otro fallido espectáculo ante sus ojos. Ahora todos sabían, todos y cada uno de ellos, que no era su verdadero rey. No era el MacGil destinado y escogido. No era nada. Un príncipe que había usurpado el trono.

      Gareth sintió que ardía de vergüenza. Nunca se había sentido más solo que en ese momento. Todo lo que había imaginado, desde que era niño, había sido una mentira. Un delirio. Él había creído en su propia fábula.

      Y ésta lo había aplastado.

      CAPÍTULO SEIS

      Gareth caminaba en su habitación, con su mente aturdida, sorprendió por su incapacidad para izar la espada, tratando de procesar las consecuencias. Se sentía entumecido. No podía creer cómo había sido tan tonto para intentar levantar la espada, la Espada de la Dinastía, que ningún MacGil había podido izar durante siete generaciones. ¿Por qué pensó que podía ser mejor que sus antepasados? ¿Por qué había supuesto que él sería diferente?

      Él debió haberlo sabido. Debió ser cauteloso, nunca debería haberse sobreestimado. Debería haber estado contento con simplemente tener el trono de su padre. ¿Por qué tuvo que presionar?

      Ahora todos sus súbditos sabían que no era El Elegido; ahora su gubernatura podría verse estropeada por esto; ahora tendrían más motivos para sospechar que él era el causante de la muerte de su padre. Vio que todo el mundo lo miraba diferente, como si fuera un fantasma andando, como si ya se estuvieran preparando para el siguiente rey.

      Peor que eso, por primera vez en su vida, Gareth se sentía inseguro de sí mismo. Toda su vida, había visto claramente su destino. Estaba seguro de que él estaba destinado a tomar el lugar de su padre para gobernar y para empuñar la espada. Su confianza había sido sacudida hasta la médula. Ahora no estaba seguro de nada.

      Lo peor de todo, no podía evitar ver esa imagen del rostro de su padre, justo antes de que él la levantara. ¿Esa había sido su venganza?

      "Bravo", dijo una voz lenta y sarcástica.

      Gareth se dio la vuelta, sorprendido de que alguien estuviera con él en esa habitación.

      Reconoció la voz al instante; era una voz con la que estaba muy familiarizado desde hacía años, y a quien había llegado a despreciar. Era la voz de su esposa.

      Helena.

      Allí estaba ella, en un rincón de la habitación, observándolo mientras ella fumaba su pipa de opio. Inhalaba profundamente, sostenía, y lentamente exhalaba. Sus ojos estaban inyectados de sangre, y él pudo ver que había estado fumando demasiado tiempo.

      "¿Qué haces aquí?" preguntó él.

      "Esta es mi habitación nupcial después de todo", respondió ella. "Puedo hacer lo que quiera aquí. Yo soy tu esposa y tu reina. No lo olvides. Yo gobierno este reino tanto como tú. Y después de tu debacle de hoy, yo usaría el término gobernar, libremente, sin duda”.

      La cara de Gareth se sonrojó. Helena había tenido siempre una forma de darle un golpe bajo, y en el momento más inoportuno. Él la detestaba más que a cualquier mujer en su vida. Difícilmente podría concebir que él hubiera accedido a casarse con ella.

      "¿Eso crees?", espetó Gareth, girando y dirigiéndose hacia ella, echando humo. "Olvidas que soy el rey, desgraciada, y que podría encarcelarte, como a cualquiera en mi reino, seas mi esposa o no".

      Se rió de él, con un resoplido burlón.

      "¿Y luego qué?", espetó ella.

      "¿Tus nuevos súbditos saben acerca de tu sexualidad? No, lo dudo mucho. No en el mundo intrigante de Gareth. No en la mente del hombre que se preocupa más que nadie de cómo la gente lo percibe".

      Gareth se detuvo delante de ella, al darse cuenta de que tenía una forma de ver a través de él, que le molestaba hasta decir basta. Él entendió su amenaza y se dio cuenta de que discutir con ella no serviría de nada. Así que se quedó ahí, en silencio, esperando, con sus puños apretados.

      "¿Qué es lo que quieres?" dijo lentamente, tratando de controlarse a sí mismo para no hacer algo precipitado.

      "No habrías venido, a menos que quisieras algo".

      Ella rió, con una risa burlona.

      "Voy a tomar lo que se me antoje. No he venido a pedirte nada. Más bien vine a decirte una cosa: todo tu reino ha sido testigo de tu inhabilidad para levantar la espada. ¿Dónde quedamos con eso?".

      "¿Quedamos?" preguntó él, intrigado de hacia dónde se dirigía ella con eso.

      "La gente sabe ahora lo que yo siempre he sabido: que eres un