Морган Райс

El Destino De Los Dragones


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corrió hasta el borde del parapeto, poniendo las manos sobre la pared de piedra, jadeando, mirando hacia abajo de su corte. Podía ver a la multitud interminable, saliendo del castillo. Salían de la ceremonia. Su ceremonia. Casi podía sentir su decepción desde ahí. Se veían tan pequeños. Se maravilló que todos estuvieran bajo su control.

      Pero ¿por cuánto tiempo?

      “Los reinados son algo graciosos”, dijo la voz de un anciano.

      Gareth giró y vio parado, para su sorpresa, a Argon, a unos metros de él, usando un manto blanco y una capucha y sosteniendo su vara. Lo miró con una sonrisa en la comisura de sus labios—sin embargo, sus ojos no sonreían. Brillaban, lo miraba con firmeza, y pusieron de nervios a Gareth. Vieron demasiado.

      Había tantas cosas que Gareth había querido decirle a Argon, qué preguntarle. Pero ahora que ya había fallado en blandir la espada, no podía recordar una sola.

      “¿Por qué no me dijiste?”, le dijo Gareth, con desesperación en su voz. "Debiste haberme dicho que no iba a blandirla. Podrías haberme ahorrado la vergüenza".

      "¿Y por qué habría de hacerlo?", preguntó Argon.

      Gareth frunció el ceño

      "No eres un verdadero consejero del rey", dijo él. "Habrías aconsejado a mi padre con la verdad. Pero no a mí".

      "Quizás él merecía un consejo honesto", respondió Argon.

      La furia de Gareth se hizo mayor. Odiaba a este hombre. Y lo culpó.

      "No te quiero a mi alrededor", dijo Gareth. "No sé por qué mi padre te contrató, pero no te quiero que en la corte del rey".

      Argon rió, con un sonido hueco, que daba miedo.

      "Tu padre no me contrató, tonto", dijo él. "Ni el padre él. Yo tenía que estar aquí. De hecho, podría decirse que yo los contraté a ellos".

      Argon de repente dio un paso hacia adelante y parecía como si él estuviera mirando el alma de Gareth.

      "¿Se puede decir lo mismo de ti?", preguntó Argon. “¿Tenías que estar aquí?”

      Sus palabras tocaron una fibra sensible en Gareth, y sintió un escalofrío. Era lo mismo que Gareth se había estado preguntando a sí mismo. Gareth se preguntaba si era una amenaza.

      "El que reina por sangre gobernará por sangre", proclamó Argon, y con esas palabras, rápidamente le dio la espalda y comenzó a alejarse.

      "¡Espera!", gritó Gareth, ya no queriendo que se fuera, pues necesitaba respuestas. "¿Qué quisiste decir con eso?".

      Gareth no pudo evitar sentir que Argon le estaba dando un mensaje; que no gobernaría por mucho tiempo. Necesitaba saber si eso era lo que él había querido decir.

      Gareth corrió tras él, pero al acercarse, ante sus ojos, Argon desapareció.

      Gareth se dio la vuelta, miró a su alrededor, pero no vio nada. Sólo escuchó una risa hueca, en algún lugar en el aire.

      "¡Argon!", gritó Gareth.

      Se volvió de nuevo, entonces miró al cielo, hincándose en una rodilla y echando atrás la cabeza. Él gritó:

      "¡ARGON!".

      CAPÍTULO SIETE

      Erec marchaba junto con el Duque, Brandt y docenas de personas del séquito del Duque, a través de las callejuelas de Savaria, crecía la multitud a medida que caminaban hacia la casa de la sirvienta. Erec había insistido en conocerla sin demora, y el Duque quería llevarlo personalmente. Y a donde el duque iba, iban todos. Erec miró a su alrededor al enorme y creciente séquito y se sintió avergonzado, al darse cuenta de que llegaría a la morada de esa chica con docenas de personas.

      Desde que la había visto por primera vez, Erec no había podido pensar en otra cosa.

      ¿Quién era esa chica?, se preguntaba. Parecía tan noble, ¿pero trabajaba como funcionario en la corte del duque? ¿Por qué ella huyó de él tan apresuradamente? ¿Por qué, en todos sus años, con todas las mujeres reales que había conocido, era la única que había conquistado su corazón?

      Estar cerca de la realeza toda su vida, siendo hijo de un rey, Erec pudo detectar la realeza en un instante – y sintió desde el momento en que le vio, que era de una posición mucho más alta que la que estaba ocupando. Estaba ardiendo de curiosidad por saber quién era, de dónde era, qué estaba haciendo ahí. Necesitaba otra oportunidad para poner sus ojos en ella, para ver si él lo había estado imaginando o si todavía sentía lo mismo que antes.

      "Mis siervos dicen que vive en las afueras de la ciudad", explicó el Duque, hablando mientras caminaban. Cuando entraron, la gente por todos lados de las calles abría sus persianas y miraban hacia abajo, sorprendidos por la presencia del duque y su séquito, en las calles.

      "Al parecer, ella fue criada por un tabernero. Nadie sabe su origen, de dónde vino. Lo único que sabían era que llegó un día a nuestra ciudad y se convirtió en una esclava de ese tabernero. Su pasado, al parecer, es un misterio".

      Todos dieron vuelta en otra calle; el adoquín debajo de ellos se torcía más cada vez; las pequeñas viviendas estaban más cerca una de la otra y más destartaladas, conforme iban pasando. El duque aclaró su garganta.

      "La llevé como criada a mi corte en ocasiones especiales. Ella es callada, reservada. No se sabe mucho sobre ella. Erec", dijo el Duque, volteando finalmente hacia él, poniendo una mano en su muñeca, "¿estás seguro de esto? Esta mujer, quienquiera que sea, es una plebeya. Podrías elegir a cualquier mujer del reino".

      Erec lo miró con igual intensidad.

      "Debo ver a esta chica otra vez. No me importa quién sea".

      El duque meneó su cabeza en desaprobación, y todos continuaron caminando, dando vuelta calle tras calle, pasando por callejuelas serpenteantes y estrechas. Al ir pasando, el barrio de Savaria llegaba a ser incluso más sórdido; las calles estaban llenas de borrachos, repletas de suciedad, gallinas y perros salvajes. Pasaron taberna tras taberna; los gritos de los clientes se escuchaban en las calles. Varios borrachos tropezaron ante ellos, y mientras la noche comenzaba a caer, las calles comenzaron a ser iluminadas por antorchas.

      “¡Abran paso al Duque!”, gritó su asistente principal, corriendo hacia adelante y empujando a los borrachos fuera del camino. Calles arriba y abajo, los tipos desagradables se separaban y observaban, asombrados, mientras pasaba el Duque, y Erec junto a él.

      Finalmente, llegaron a un pequeño y humilde hostal, construido de estuco, con un techo de tejas, de dos aguas. Parecía como si hubiera unos cincuenta clientes en su taberna inferior, con unas habitaciones arriba para los huéspedes. La puerta estaba torcida, una ventana estaba rota y su lámpara de entrada colgaba torcida, con su antorcha parpadeante, la vela demasiado baja. Se escuchaban afuera de las ventanas los gritos de los borrachos, mientras se detenían ante la puerta.

      ¿Cómo podía trabajar una chica tan bonita en un lugar como éste? Erec se preguntaba, horrorizado, cuando escuchó los gritos y abucheos dentro. Se le rompió el corazón al pensar en ello, mientras imaginaba la indignidad que ella debía estar sufriendo en ese lugar. No es justo, pensó. Estaba decidido a rescatarla de él.

      "¿Por qué vienes al peor lugar posible para elegir a una novia?", preguntó el Duque, dirigiéndose a Erec.

      Brandt también volteó a verlo.

      "Es tu última oportunidad, amigo mío", dijo Brandt. “Hay un castillo lleno de mujeres reales esperando a que regreses ahí”.

      Pero Erec meneó la cabeza, decidido.

      "Abran la puerta", ordenó.

      Uno de los hombres del duque se abalanzó y la abrió. El olor a cerveza rancia salió en ondas, haciéndolo retroceder,

      Adentro, los borrachos estaban encorvados el bar, sentados en mesas de madera, gritando demasiado fuerte, riendo, abucheando y empujándose unos a otros. Eran tipos ordinarios, como pudo ver Erec, con vientres demasiado grandes, las mejillas sin afeitar,