roca. Piedra. Estaba tendido en una piedra húmeda y fría. Trató de sentarse, pero sintió un hierro que lo detenía de muñecas y tobillos e inmediatamente se dio cuenta: grilletes. Estaba en un calabozo.
Prisionero.
Duncan abrió sus ojos todavía más al escuchar el sonido de botas marchando que se acercaban y haciendo eco en la oscuridad. Trató de ponerse alerta. El lugar estaba oscuro y las paredes de piedra sólo se iluminaban por el tenue resplandor de antorchas lejanas y un pequeño resplandor de luz solar que entraba por una ventana a mucha altura. La pálida luz se filtraba escueta y solitaria como si viniera de un mundo a millas de distancia. Oyó un goteo distante de agua, botas marchando, y apenas si podía ver la forma de la celda. Era inmensa, con paredes de piedra arqueados, con muchas orillas oscuras que desaparecían en la negrura.
Por sus años en la capital, Duncan supo inmediatamente dónde estaba: el calabozo real. Era a donde enviaban a los peores criminales del reino y a los enemigos más poderosos para que terminaran sus días o esperaran su ejecución. Duncan mismo había mandado a muchos hombres aquí en los días de su servicio a petición del Rey. Sabía muy bien que este lugar era un sitio del que los prisioneros nunca salían.
Duncan trató de moverse pero los grilletes no lo dejaron, y sintió cómo estos le cortaban las muñecas y tobillos. Pero este era el menor de sus dolores; su cuerpo entero estaba punzante y adolorido, con tanto dolor que difícilmente podía detectar en dónde le dolía más. Sentía como si lo hubieran golpeado miles de veces mientras una estampida de caballos pasaba sobre él. Le dolía el respirar y sacudió la cabeza tratando de que se le pasara. Pero no tuvo existo.
Mientras cerraba los ojos lamiendo sus secos labios, Duncan lo recordó. La emboscada. ¿Había sido ayer? ¿O hace una semana? Ya no podía recordarlo. Había sido traicionado y rodeado con promesas de un falso acuerdo. Había confiado en Tarnis, y Tarnis también había sido asesinado frente a sus ojos.
Duncan recordó cómo sus hombres bajaban sus armas siguiendo su orden; recordó ser detenido; y lo peor de todo, recordó los asesinatos de sus hijos.
Sacudió la cabeza una y otra vez mientras gritaba lleno de angustia, tratando inútilmente de quitarse las imágenes de la cabeza. Se sentó con su cabeza en las manos y los codos en las rodillas, suspirando al pensarlo. ¿Cómo es que había sido tan estúpido? Kavos se lo había advertido pero él no lo había escuchado, había sido tontamente optimista al pensar que sería diferente esta vez y que podría confiar en los nobles. Y por esto había guiado a sus hombres a una trampa, hacia el nido de víboras.
Duncan se odiaba a sí mismo más de lo que podía reconocer. Su único pesar era que seguía vivo, que no había muerto junto con sus hijos y junto con los otros a los que había decepcionado.
Las pisadas se escucharon más cerca y Duncan miró a través de la oscuridad. Lentamente emergió la silueta de un hombre que bloqueaba la fuente de luz, acercándose hasta que estuvo a unos pies de distancia. Duncan se sorprendió al reconocer la forma del rostro del hombre. El hombre, claramente reconocible por su ropaje aristocrático, tenía la misma apariencia extravagante que cuando le había pedido a Duncan el reinado y cuando había traicionado a su padre. Enis. El hijo de Tarnis.
Enis se arrodilló frente a Duncan con una sonrisa burlona y de victoria en su rostro, con su larga cicatriz vertical en su oreja claramente visible mientras observaba con sus ojos vacíos. Duncan sintió un gran repudio y un deseo ardiente de venganza. Apretó los puños deseando lanzarse contra el muchacho, hacerlo pedazos con sus propias manos, a este muchacho que había sido responsable de la muerte de sus hijos y el encarcelamiento de sus hombres. Los grilletes eran lo único que quedaba en el mundo evitando que lo matara.
“La vergüenza de hierro,” dijo Enis sonriendo. “Aquí estoy arrodillado a unas pulgadas de ti y ni siquiera puedes tocarme.”
Duncan lo miró deseando poder hablar, pero estaba muy exhausto para formar palabras. Su garganta y sus labios estaban muy secos y necesitaba conservar energía. Se preguntaba cuántos días habían pasado desde que había tomado algo de agua y cuánto tiempo llevaba aquí abajo. De todos modos, esta sabandija no merecía escuchar sus palabras.
Enis había bajado por una razón; claramente deseaba algo. Duncan no tenía ilusiones falsas: sabía que, sin importar lo que tuviera que decir el muchacho, su ejecución estaba cerca. Al final de cuentas era lo que él deseaba. Ahora que sus hijos estaban muertos y sus hombres encarcelados, ya no quedaba nada más para él en este mundo, ninguna manera de escapar de la culpa.
“Tengo curiosidad,” dijo Enis con voz astuta. “¿Cómo se siente? ¿Cómo se siente haber traicionado a todos los que conoces y amas y que confiaban en ti?”
Duncan sintió que su furia se encendía. Incapaz de seguir guardando silencio, juntó fuerzas de alguna manera para empezar a hablar.
“No traicioné a nadie,” alcanzó a decir con una voz grave y áspera.
“¿No?” replicó Enis claramente disfrutándolo. “Ellos confiaron en ti. Tú los llevaste directo a una emboscada y a rendirse. Les quitaste lo último que tenían: su orgullo y honor.”
Duncan enfurecía con cada respiración.
“No,” respondió finalmente después de un largo y pesado silencio. “Tú eres el que hizo eso. Yo confié en tu padre y él confió en ti.”
“Confianza,” rio Enis. “Que concepto tan ingenuo. ¿Realmente arriesgarías la vida de hombres por confianza?”
Rio de nuevo mientras Duncan se encendía.
“Los líderes no confían,” continuó. “Los líderes dudan. Ese es su trabajo, ser escépticos por el bien de sus hombres. Los comandantes protegen a hombres en la batalla, pero los líderes deben proteger a hombres de la traición. Tú no eres un líder. Les fallaste a todos.”
Duncan respiró profundamente. Parte de él no podía evitar reconocer que Enis tenía razón, aunque odiaba admitirlo. Les había fallado a sus hombres y este era el peor sentimiento de su vida.
“¿Para esto has venido?” respondió Duncan finalmente. “¿Para festejar tu traición?”
El muchacho sonrió de manera espantosa y maligna.
“Ahora tú eres mi súbdito,” dijo él. “Yo soy tu nuevo Rey. Puedo ir a cualquier parte en cualquier momento que lo desee, por cualquier razón o por ninguna razón. Tal vez simplemente me guste mirarte tirado en el calabozo completamente roto.”
Duncan sintió un dolor al respirar y apenas si podía contener su ira. Deseaba lastimar a este hombre más que a cualquier otro que hubiera conocido.
“Dime,” dijo Duncan deseando lastimarlo. “¿Cómo se sintió asesinar a tu padre?”
La expresión de Enis se endureció.
“Ni la mitad de bien de lo que se sentirá el verte morir en la horca,” respondió.
“Entonces hazlo ahora,” dijo Duncan deseándolo.
Pero Enis sonrió y negó con la cabeza.
“No será tan fácil para ti,” respondió. “Primero te miraré sufrir. Quiero que primero veas lo que le pasará a tu amado país. Tus hijos están muertos. Tus comandantes están muertos. Anvin y Durge y todos tus hombres en la Puerta del Sur están muertos. Millones de Pandesianos han invadido tu nación.”
El corazón de Duncan se desplomó con las palabras del muchacho. Parte de él se preguntaba si esto sería un engaño, aunque había sentido que era verdad. Cada palabra lo hacía sentir hundirse más en la tierra.
“Todos tus hombres están encarcelados y Ur está siendo bombardeada por mar. Así que como vez, has fallado miserablemente. Escalon está peor que como estaba antes, y tú eres el único culpable.”
Duncan se estremeció furioso.
“¿Y cuánto pasará,” preguntó Duncan, “hasta que el gran opresor se voltee contra ti? ¿Realmente piensas que estarás exento y que escaparás de la furia de Pandesia? ¿Crees que te dejarán ser Rey y reinar como una vez lo