Морган Райс

Una Forja de Valor


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hemos hecho un trato. Un trato muy especial para asegurar mi poder, un trato que ellos simplemente no pudieron rechazar.”

      Duncan no se atrevió a preguntar lo que era, pero Enis sonrió y se acercó más.

      “Tu hija,” susurró.

      Los ojos de Duncan despertaron.

      “¿Realmente pensaste que podrías ocultarme su paradero?” presionó Enis. “Mientras hablamos, los Pandesianos están cada vez más cerca de ella. Y ese regalo garantizará mi lugar en el poder.”

      Los grilletes de Duncan se estremecieron con su ruido haciendo eco en todo el calabozo mientras trataba con todas su fuerzas de liberarse y atacar, lleno de una desesperación que no podía soportar.

      “¿Para qué has venido?” preguntó Duncan decaído y con voz quebrada. “¿Qué quieres de mí?”

      Enis sonrió. Guardó silencio por un largo rato hasta que finalmente suspiró.

      “Creo que mi padre deseaba algo de ti,” dijo lentamente. “Él no te habría llamado ni hubiera accedido al trato a menos que fuera así. Él te ofreció una gran victoria con los Pandesianos; y a cambio él te pidió algo. ¿Qué? ¿Qué fue? ¿Qué secreto escondía?”

      Duncan lo miró con resolución y sin que ya nada le importara.

      “Tu padre sí deseaba algo,” dijo restregándoselo. “Algo honorable y sagrado. Algo que sólo me pudo confiar a mí. No a su propio hijo. Ahora sé por qué.”

      Enis se burló enrojeciéndose.

      “Si mis hombres murieron por algo,” continuó Duncan, “fue por este honor y confianza, una que yo nunca traicionaría. Debido a esto tú nunca lo sabrás.”

      El semblante de Enis se oscureció y Duncan sintió placer al ver que lo había enfurecido.

      “¿Seguirás guardando los secretos de mi padre muerto, el hombre que te traicionó a ti y a tus hombres?”

      “ me traicionaste,” lo corrigió Duncan, “él no. Él era un hombre bueno que una vez cometió un error. Pero tú, por otro lado, no eres nada. Eres una simple sombra de tu padre.”

      Enis frunció el ceño. Lentamente se puso de pie y se agachó escupiendo al lado de Duncan.

      “Me dirás lo que él quería,” insistió. “Qué o a quién estaba tratando de ocultar. Si lo haces, tal vez sea misericordioso y te libere. Si no, no simplemente te llevaré yo mismo a la horca, también me aseguraré de que mueras de la forma más cruel posible. La elección es tuya y no hay marcha atrás. Piénsalo bien, Duncan.”

      Enis se volteó para irse, pero Duncan lo llamó.

      “Te daré mi respuesta ahora si lo deseas,” replicó Duncan.

      Enis se dio la vuelta con una mirada de satisfacción en su rostro.

      “Elijo la muerte,” respondió él y, por primera vez, logró sonreír. “Después de todo, la muerte no es nada comparada con el honor.”

      CAPÍTULO DOS

      Dierdre, limpiándose el sudor de la frente mientras trabajaba en la forja, se erguió al verse sorprendida por un ruido estruendoso. Era un sonido familiar, uno que la había puesto en alerta, uno que se elevó sobre los martillos golpeando los yunques. Todos los hombres y mujeres a su alrededor también se detuvieron, bajaron sus armas incompletas y miraron hacia afuera confundidos.

      Se escuchó una vez más como si fuera un trueno traído por el viento, escuchándose como si la mismísima tierra se estuviera partiendo en dos.

      Después una vez más.

      Dierdre finalmente lo identificó: campanas de hierro. Sonaban y creaban terror en su corazón mientras golpeaban una y otra vez haciendo eco por la ciudad. Eran campanas de advertencia, de peligro; campanas de guerra.

      Toda la gente de Ur se apresuró dejando sus actividades y deseosos de ver lo que sucedía. Dierdre era la primera entre ellos junto con sus chicas, acompañadas de Marco y todos sus amigos, y salieron juntos por en medio de las calles llenas de ciudadanos consternados, todos corriendo hacia los canales para tener una mejor vista. Dierdre miraba hacia todos lados esperando ver la ciudad llena de barcos y soldados anunciados por las campanas. Pero no encontró nada.

      Confundida, se dirigió a las grandes torres de vigilancia colocadas a la orilla del Mar de los Lamentos deseando poder ver mejor.

      “¡Dierdre!”

      Se volteó y miró a su padre y a sus hombres corriendo hacia las torres también, todos deseando tener una vista despejada hacia el mar. Las cuatro torres sonaban frenéticamente, algo que nunca había pasado antes, como si la muerte misma se acercara a la ciudad.

      Dierdre se puso al lado de su padre mientras corrían, bajando calles y subiendo una serie de escalones de piedra hasta que finalmente llegaron a la cima del muro de la ciudad en la orilla del mar. Se detuvo a su lado impactada por lo que estaba frente a ella.

      Era como si su peor pesadilla se hiciera realidad, algo que había deseado nunca presenciar en toda su vida: el mar completo, hasta donde alcanzaba el horizonte, estaba totalmente negro. Los barcos negros de Pandesia, tan juntos que no dejaban ver el agua, parecían extenderse por el todo el mundo. Y lo peor era que juntos se avalanzaban con fuerza amenazante sobre la ciudad.

      Dierdre se quedó congelada al ver la muerte que se avecinaba. No había manera de que pudieran defenderse de una flota de tal tamaño, ni con simples cadenas ni con sus espadas. Cuando los primeros barcos llegaran a los canales, tal vez podrían ponerlos en cuello de botella y retrasarlos. Tal vez lograrían matar a cientos o incluso miles de soldados; pero no a los millones que vio delante de ella.

      Dierdre sintió su corazón partirse en dos al ver que su padre y sus hombres compartían el mismo silencio de pánico en sus rostros. Su padre puso un rostro valiente frente a sus hombres, pero ella lo conocía. Podía ver el fatalismo en sus ojos, el desvanecimiento de la luz en ellos. Era claro que todos miraban a sus futuras muertes, al final de su gran y antigua ciudad.

      A su lado, Marco y sus amigos miraban aterrorizados pero al mismo tiempo con resolución y, como punto a favor, ninguno de ellos se echó a correr. Ella buscó entre el mar de rostros a Alec, pero se desconcertó al no encontrarlo en ninguna parte. Se preguntaba a dónde había ido. ¿Sería acaso que había huido?

      Dierdre se quedó firme y apretó su espada con más fuerza. Sabía que la muerte vendría por ellos; pero nunca pensó que vendría tan pronto. Pero ella ya no correría de nadie más.

      Su padre se giró hacia ella y la tomó de los hombros con urgencia.

      “Debes abandonar la ciudad,” le ordernó.

      Dierdre vio el amor paternal en sus ojos y esto la conmovió.

      “Mis hombres te acompañarán,” añadió. “Ellos pueden llevarte lejos de aquí. ¡Vete ahora! Y no me olvides.”

      Dierdre tuvo que limpiarse una lágrima al ver a su padre mirarla con tanto amor; pero negó con la cabeza y se quitó las manos de encima de ella.

      “No, Padre,” dijo ella. “Esta es mi ciudad y yo moriré a tu—”

      Pero antes de que pudiera terminar sus palabras, una aterradora explosión llenó el aire. Al principió se confundió pensando que era otra camapana, pero después se dio cuenta; disparos de cañones. Y no sólo un cañón, sino cientos de ellos.

      La onda de choque hizo que Dierdre perdiera el equilibrio, cortando por en medio de la atmósfera con tal fuerza que sintió que sus oídos se partían en dos. Entonces se olló el silbido agudo de bolas de cañón, y al mirar hacia el mar, sintió una oleada de pánico al ver cientas de inmensas bolas de cañón como calderos de hierro en el cielo que se elevaban y dirigían directamente hacia su amada ciudad.

      A esto le siguió un sonido peor que el anterior: el sonido de hierro aplastado la piedra. El mismísimo aire se estremeció con una explosión tras otra. Dierdre se estremeció y cayó mientras