Teresa Driscoll

Te veo


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está claro que no fue idea mía.

      Durante unos minutos, ella observa cómo maniobra con el tractor. Hace movimientos furiosos y erráticos de un lado para otro. Henry solo quiere que su esposa vuelva adentro, que lo deje en paz. Pero no.

      —Sigo sin entender qué haces.

      —Voy a colocar unas cuantas balas de paja para que la gente pueda sentarse.

      —La gente no querrá sentarse. Ya te digo yo que estarán poco rato.

      —La gente siempre quiere sentarse. Además, vendrán personas mayores que necesitan sentarse, Barb. Y no podemos sacar sillas. No quiero que se acomoden demasiado, porque, si no, no nos los sacaremos nunca de encima.

      —Mira que eres ridículo.

      A Henry le parece que es el momento perfecto para que lo acuse de ser ridículo. Desde el principio había dicho que no quería celebrar la dichosa vigilia. Anoche, ya en la cama, tuvieron una discusión al respecto entre susurros.

      «Podríamos hacerlo enfrente de casa», había dicho Barbara cuando el párroco llamó. Henry había dejado muy claro que no quería que se hiciera ningún acto religioso, nada que se pareciera a unas exequias.

      Sin embargo, el párroco les había dicho que la idea de la vigilia era exactamente la opuesta: la comunidad quería demostrar que no habían tirado la toalla, que continuaban apoyando a la familia. Que rezaban para que Anna volviera a casa sana y salva.

      A Barbara le había encantado y aceptaron realizarla. Sería una celebración con poca gente. Vendrían a pie desde el pueblo o aparcarían en el polígono y vendrían caminando por la carretera.

      —Pero si ha sido idea tuya, Barbara.

      —Sabes que fue idea del párroco. La gente simplemente quiere mostrarnos su apoyo.

      —Es puro morbo, Barbara. Eso es lo que es.

      Vuelve a maniobrar con el tractor por el jardín y deposita dos balas de paja más al lado del resto.

      —Ya está, no creo que hagan falta más.

      Henry mira a su esposa y lo asalta esa sensación de contradicción tan extraña y a la vez tan familiar. No sabe cómo han llegado a este punto. La cosa ha ido degenerando no desde que desapareció Anna, sino a lo largo de los veintidós años de matrimonio. Se pregunta si todos los matrimonios acaban así. O si, sencillamente, es un mal hombre.

      Cuando Barbara se coloca el cabello detrás de las orejas y levanta la barbilla, Henry contempla los labios carnosos, los dientes perfectos y los pómulos marcados que un día lo hicieron sentir de una forma muy diferente. Es un péndulo que sigue confundiéndolo, que le hace desear que pudiera dar marcha atrás. Volver al baile de los jóvenes granjeros, cuando ella olía a gloria y todo parecía sencillo y prometedor.

      Y sí, también desearía volver atrás e intentarlo de nuevo. Hacerlo mejor. Todo.

      Entonces, cierra los ojos. Vuelve a oír el eco de la voz de Anna junto a él en el coche.

      «Me das asco, papá».

      Quiere dejar de oír esa voz. Que se calle. Desea volver atrás por enésima vez. Regresar a la época en que Anna era pequeña y lo quería, y recogía ramilletes al recorrer el Primrose Lane. A la época en que él era su héroe y ella quería echarle carreras hasta casa para merendar.

      Barbara dirige la mirada hacia el brasero.

      —¿Vas a hacer fuego, Henry?

      —Sí, hará frío.

      —Gracias. También estoy preparando tazas de sopa. —Una pausa—. ¿De verdad crees que es un error, Henry? No me había dado cuenta de que te disgustaba tanto. Lo siento.

      —No pasa nada, Barbara. A la fuerza ahorcan. Vamos a aprovecharlo al máximo.

      Comienza a dar marcha atrás con el tractor y sale del jardín para volver a guardarlo en el granero. Ahí, en la penumbra, por fin el pulso le vuelve a la normalidad y se queda sentado en silencio en el tractor: necesita este silencio, esta tranquilidad.

      Si hubiese hecho mal tiempo, el plan B era celebrar la vigilia en el granero. Pero ha hecho buen día, un poco frío, eso sí, pero el cielo está claro y despejado, así que se quedarán afuera. Henry tiene la esperanza de que el frío haga que la gente vuelva antes a casa, haya sopa o no.

      Acaba de decidir que se quedará allí sentado un rato más. Sí. Está a gusto solo, en el granero. Llega a la conclusión de que no piensa moverse.

      * * *

      Una hora más tarde, Jenny aparece en la cocina para ver cómo está su madre justo cuando Henry se está quitando las botas en el cuarto de los zapatos.

      —¿Seguro que estarás bien, mamá?

      Barbara está removiendo la sopa que tiene en dos ollas grandes.

      —Sí, no te preocupes. Lo que pasa es que es muy difícil saber cuánta gente va a venir.

      Henry clava los ojos en la espalda de su mujer.

      —Siento lo que ha pasado antes, cariño. Estoy un poco alterado.

      —No pasa nada.

      Ella no se vuelve para mirarlo, pero alarga un brazo y le toca el hombro a Jenny para reconfortarla.

      —¿Cómo está Sarah?

      Jenny respira hondo.

      —Le encantaría venir. Su madre dice que le sabe muy mal perdérselo. Y ella jura y perjura que lo de las pastillas fue un accidente. Pero nosotros nos sentimos fatal.

      Hay algo en su tono que desconcierta a Henry.

      —¿A qué te refieres? Lo que ha pasado es muy triste, pero no es culpa vuestra.

      Jenny se vuelve hacia su padre.

      —Bueno, o sí.

      —Pero ¿por qué dices eso?

      —Discutimos con ella, antes del programa de la tele.

      —¿Quiénes?

      —Todos. Yo, Tim y Paul. —Se le rompe la voz—. Hemos estado tan agobiados últimamente, con lo del aniversario… Y encima vosotros os pasáis el día discutiendo… No sé. Fuimos a ver a Sarah para proponerle que viéramos el programa juntos, pero perdimos los estribos. Se nos fue de las manos.

      —Ajá, sigue…

      —Supongo que todos nos sentíamos culpables por no haber ido a Londres. Si hubiéramos ido, habríamos sido más personas cuidando de Anna.

      —No debes pensar eso —contesta Henry.

      —Ya, pero el problema es que no puedo evitarlo. Los chicos se pusieron a interrogar a Sarah otra vez sobre por qué se habían alejado en la discoteca. Sobre qué pasó exactamente para que se separaran y por qué es tan poco explícita cuando le preguntamos.

      En ese momento, Jenny comienza a llorar a lágrima viva.

      —No queríamos hacer que Sarah se sintiera tan mal. Nos dejamos llevar por la situación, nada más. O sea, yo me rajé del viaje por John y el concierto, y ahora ya no estoy ni con él. No sé cómo fui capaz de anteponer un capullo a mi hermana. Es que nos sentimos tan culpables… Por no haber estado allí, en Londres. Pero no tendríamos que haberlo pagado con Sarah…

      —Y ¿cuándo discutisteis?

      —La noche anterior a la emisión del programa.

      «Y por eso se tomó las pastillas», piensa Henry. «Madre de Dios».

      Barbara abraza a Jenny.

      —Bueno, es un lío, cielo —responde—, pero a todos nos está costando y es duro. No tienes que culparte de nada. Lo que tienes que hacer es hablar con Sarah y aclararlo, dile que no la culpas de lo que pasó.

      —No,