Teresa Driscoll

Te veo


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ojos de la señora Ballard clavados en él mientras arranca el coche y hace un cambio de sentido antes de volver a meterse en esa carretera estrechísima.

      Comprueba la pantalla del manos libres. Sal no le ha mandado nada. Se dice a sí mismo que no puede mirar atrás, que tiene que seguir dominando la situación.

      Y, después, conduce con sumo cuidado y trata, con todas sus fuerzas, de olvidar los ojos de Barbara Ballard.

      Capítulo 9

      El padre

      Henry divisa el coche que se acerca a la casa mientras está vigilando a las ovejas en el campo más elevado y desprotegido de la granja. El viento aquí arriba es virulento, por eso Henry se sube la cremallera de la chaqueta hasta la barbilla sin dejar de observar la casa ahí abajo.

      Esta parte de la granja siempre ha supuesto un problema logístico. Es complicado acceder a ella sin la ayuda de un quad, y la relación de Henry con este tipo de vehículos por las colinas siempre ha sido complicada. Ha estado a punto de volcar muchas más veces de las que le ha contado a Barbara. En una ocasión, cuando iba por una de las pendientes más empinadas, pensó que, con la velocidad, el dichoso cacharro iba a dar una vuelta de campana. Se le levantaron dos ruedas del suelo y notó cómo cambiaba el peso. Es tal y como lo cuentan: en un momento fugaz se había imaginado cómo se las iban a apañar cuando él ya no estuviera.

      El eco vuelve a resonarle en la cabeza.

      La voz de Anna.

      «Me das asco…».

      Aquel día con el quad se había asustado tanto que había vuelto corriendo a casa y se había metido directo en el despacho, justo al lado del cuarto de los zapatos, y había contratado por internet un aumento de la cobertura de su seguro de vida. Poco más tarde, aquello había provocado que Barbara y él tuvieran una discusión muy acalorada.

      «No podemos permitirnos aumentar el seguro de vida, Henry. Y, de todas formas, ¿por qué lo has hecho? No seas tan morboso».

      Le había prometido que cancelaría el aumento de la cobertura, pero en el fondo estaba reflexionando sobre si debía reconsiderar la oferta de una granja vecina para comprarle aquellos campos impracticables, ya que a ellos les iba mejor para el ganado. Sin embargo, era una cuestión de orgullo. Todavía hacía ver que era un granjero como Dios manda y no un administrador de alquileres turísticos.

      Ahora observa el coche mientras se aleja; está claro que la carretera de acceso pone nervioso al conductor: se lo está tomando con calma. No, Henry ha decidido que no venderá ni dará en usufructo ninguna otra parcela de la tierra que su padre y su abuelo se esforzaron tanto por conseguir. ¿Qué más da si la parte turística tiene más sentido sobre el papel? Los alquileres de vacaciones. El camping. En el fondo de su corazón, él sigue siendo un granjero. Por eso no deja de pensar en las pocas ovejas y el ganado que tiene y también en el aumento del seguro de vida, que sigue vigente.

      No ha reconocido al hombre que acaba de salir de casa. Era alto y delgado, pero estaba demasiado lejos como para verle la cara. Durante un momento, Henry se plantea si será alguien de la policía, y nota la descarga de adrenalina que ya le es tan familiar.

      Ha pasado un año y, al contrario que su mujer, Henry no cree que su hija siga viva.

      Henry ve que Barbara sale al umbral para comprobar que el visitante se ha ido.

      Está pensando que debería bajar y descubrir qué demonios pasa cuando oye balidos a su espalda. Se gira y ve a dos hembras que resbalan por el barro en el extremo más alejado del campo y se acercan peligrosamente al arroyo. Mierda. Tendrá que ir hasta allí y guiarlas hasta la zona más elevada y segura.

      La humedad de la tierra provoca que el cometido le lleve más de lo esperado.

      Ovejas de las narices. Son tontas de remate.

      Llama a Sammy, que se le acerca con el rabo entre las piernas. Incluso el perro detesta ese campo, y mira al amo como si estuviera loco. «¿Qué hacemos aquí? Normalmente te traes el quad».

      Al final, con la ayuda de Sammy, Henry logra que las dos hembras extraviadas y el resto del rebaño avancen hasta la zona más elevada del terreno. Desde allí, las conduce todavía más lejos: atraviesan la puerta que lleva hasta el campo colindante, que, a pesar de que ahora tiene poco pasto, es una opción mucho más segura para pasar la noche. Cierra la puerta y echa el pestillo, llama a Sammy y perro y amo enfilan el sendero adyacente que lleva a la granja.

      Se llama Primrose Lane, el camino de las prímulas. A Anna le encantaba pasar por allí cuando era pequeña, porque había setos muy altos. Y siempre quería recoger ramilletes de flores silvestres.

      «Vamos a echar una carrera, papá».

      Henry cierra los ojos al evocar ese eco más amable y se queda quieto unos segundos. Se la imagina vestida con la chaqueta rosa de plumas, la goma rosa en el pelo y los guantes rosas. «Venga, papá. Te echo una carrera hasta casa». Con el ramillete de prímulas en la mano.

      Hasta que no nota a Sammy rozándole las piernas, Henry no abre los ojos de nuevo.

      «Tranquilo, chico. No pasa nada».

      Le acaricia la cabeza al perro, inspira profundamente y retoma el camino hasta casa. Cuando llegan al jardín, Barbara ya ha vuelto adentro.

      En el cuarto de los zapatos, se quita las botas de agua y le ordena al pastor escocés, cubierto de barro, que espere.

      —¿Quién era?

      Barbara sale de la cocina pálida, mientras se seca las manos en el delantal.

      —Un detective privado.

      —Y ¿se puede saber qué hace aquí un detective privado?

      —Dice que Ella, la florista, está recibiendo mensajes desagradables.

      —Pero eso no es ninguna novedad.

      —No, pero no solo por las redes sociales. Se ve que le están llegando cartas de verdad, o algo así. A su casa. La cosa se ha puesto fea.

      —Y ¿esto debería importarnos porque…?

      —Creo que el detective privado sospecha que se las he enviado yo.

      —¿Te ha acusado de haberlo hecho?

      —No explícitamente, pero lo ha insinuado. Como si me estuviera haciendo un favor. Como si me avisara.

      Henry se detiene y entorna los ojos.

      —Y antes de que preguntes: no, no se las he enviado yo. Aunque tampoco puedo fingir: me importa una mierda quién se lo manda.

      —Bueno, espero que le hayas dicho que ni se le ocurra volver a aparecer por aquí. ¿Crees que deberíamos llamar a Cathy o al equipo de Londres y explicárselo?

      —No, no ganamos nada. Ya le he dicho que no vuelva. Y él mismo ha dicho que va a informar a la policía.

      —Y ¿no le has dicho nada más? Ninguna tontería, Barbara… ¿sobre mí?

      Su mujer lo mira con frialdad, muy seria, sin pestañear.

      Henry nota cómo se le acelera el pulso.

      —No, Henry. No le he dicho ninguna tontería… sobre ti.

      Henry se sienta en el viejo banco de iglesia que les sirve como banqueta en el cuarto de los zapatos.

      —¿Jenny está en casa?

      —Todavía no, se ha ido a la ciudad. Quiere un abrigo nuevo para la vigilia que sea calentito y elegante.

      Henry ha dejado clarísima su opinión sobre la vigilia desde el principio. Él no es muy religioso. Había sido idea del párroco: señalar el primer aniversario de la desaparición con plegarias y velas. La habían fijado para el jueves… el día que se cumplía el año. Sin embargo, al confirmarse la emisión del programa, decidieron aplazarla hasta